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Tener y no tener

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Es difícil de entender que Lauren Bacall, con 20 años, con esa belleza absoluta que nunca conocerá el paso de las modas, se enamorara de un hombre veinticinco años mayor que ella y casi veinticinco centímetros más bajo. Y lo peor de todo: entregado en sus ratos libres, cuando no rodaba películas, a empinar el codo hasta dejar el hígado para el arrastre. 

Una mente del siglo XXI, ya descreída del amor puro, podría pensar que Lauren Bacall solo iba tras el dinero de nuestro Humphrey. Pero qué dinero, ni que ocho cuartos, en esos ambientes exclusivos de Hollywood, donde cualquiera se gasta un palacete y una piscina en el jardín. Lauren Bacall pudo haber tenido a cualquier hombre con solo chascar los dedos, pero prefirió a Humphrey Bogart y juntos forjaron una leyenda eterna para el romanticismo. Tuvieron dos hijos, se negaron a declarar ante McCarthy y solo la muerte en forma de cáncer pudo separarlos. No pegaban ni con cola -al menos en el físico, insisto- pero a fuerza de verlos en las películas y en las fotografías uno ya está hecho a su intrigante conjunción y les admira complacido. Y yo, por lo menos, también un poco envidioso de ese tunante afortunado. 

La gracia de “Tener y no tener” -aparte de que es un clásico que aguanta sin hundirse los embates de las olas -es que podemos asistir a un enamoramiento real, en vivo y en directo. Bogart y Bacall no fingían que se enamoraban, sino que se estaban enamorando de verdad. Y eso se nota en las miradas: siempre tardan una décima de segundo de más en desviarlas. Se sonríen no como profesionales, sino como auténticos colegiales sorprendidos por las cámaras. Yo creo que no deberían haber cobrado ni un dólar por hacer esta película -ella en su primer papel y él en la cúspide de su fama- porque no estaban trabajando de verdad. Solo se dejaron llevar. No voy a decir que Bogart tiene hasta erecciones involuntarias porque lleva todo el rato unos pantalones muy holgados y es imposible verificarlo. Pero morcillona, vamos, seguro que sí. 




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