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Vida privada

🌟🌟🌟

Las parejas que ya no follan, que encadenan meses de mutua indiferencia sin mediar una tara o una enfermedad, han dejado de ser parejas. Siguen siendo dos personas, claro, y el diccionario de la RAE, siempre tan puntilloso, no les va a privar de ese estatus superior de lo numérico. Pero estas personas ya no son amantes, sino otra cosa: compañeros de dormir, o colegas de la rutina. Dos nostálgicos, quizá, del amor perdido. Donde no hay sexo quizá reina el cariño, el apoyo, la mutua confianza... Esas palabras tan nobles pero tan paticortas. El amor, sin el sexo, ya no es amor, del mismo modo que la paella, sin arroz, ya no es paella. Puede salir un guiso muy sabroso con los otros ingredientes, pero hay que ponerle otro nombre para no engañar, y no engañarse. Como dicen ahora los modernos, currarse un naming.

    Rachel y Richard son  ex-pareja y residentes en Nueva York, que diría la azafata del Un, dos, tres. Parecen salidos de una película de Woody Allen, con sus inquietudes culturales y sus neurosis manhattianas. Ponen música clásica en casa, juegan al squash con sus amistades y hablan mucho de sexo sin practicarlo, en los minutos previos al dormir. Rachel y Richard hace ya algún tiempo que traspasaron la frontera de los cuarenta años y desean tener un hijo a toda costa. Incapacitados para la fecundación “natural”, recurren a la fecundación in vitro, en consultas muy complejas con médicos que cobran un pastón por cada intento. Pero encadenan un fracaso tras otro, y la película, que empieza con tintes de comedia, termina convirtiéndose en un viaje simbólico  al corazón de las tinieblas... El tono se vuelve triste y amargo. 

    Pero eso no es lo peor de Vida privada: lo peor es que el espectador vive una disonancia emocional continua con esta pareja desesperada. Rachel y Richard son buena gente, pero están cometiendo un error fatal. Hace mucho, mucho tiempo -y fue además en una galaxia muy lejana- que ellos ya no follan, y es obvio que su relación se ha vuelto insatisfactoria y disfuncional. Ya no se aman. Y en ese contexto tan poco propicio para la paternidad, aunque la directora de la función se empeñe en conmovernos con su desgracia reproductiva, nosotros, en el sofá, casi nos alegramos de que la ciencia, en esta caso, no acierte a dar con la solución.



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La familia Savages

🌟🌟🌟🌟

Cuando pasaron por los cines el tráiler de La familia Savages, los responsables de la empresa distribuidora -no sé si de motu propio o si azuzados por los productores americanos- quisieron convencernos de que esto era una comedia en la que dos hermanos se hacían cargo de su anciano padre y corrían mil tribulaciones por las residencias y los asilos. Dos hermanos y un viejais, en lugar de Tres hombres y un bebé

    A uno, la verdad, le extrañaba que Philip Seymour Hoffman participara en semejante proyecto, pero también es verdad que los actores, por lo general, tienen vicios muy caros que pagar, y despensas que llenar con alimentos, como todo hijo de vecino. Es por eso que un año después, cuando pasaron La familia Savages por los canales de pago, uno la descartó como quien espanta una mosca, o ahuyenta un cuñado, porque la vida es breve, y las películas muchas.


    Pero llegó la tarde del gran aburrimiento, de la lluvia en la ventana, y en un acto de suicida le concedí una oportunidad a la película. Y ahí, para mi asombro, y para mi solaz, descubrí que la tontería que el tráiler sugería no era tal. En La familia Savages había humor sí, pero eran cuatro gotas muy dispersas, y muy caras, como de Chanel nº5, puestas ahí para darle respiro a esta historia tristísima, desoladora, del anciano moribundo al que los hermanos tienen que internar en el asilo, azuzados por la culpabilidad, y espantados ante el espejo de la propia muerte. Del mismo modo que en el colegio aprendimos que el reino de las cosas se dividía en animal, vegetal y mineral, en La familia Savages se postula que el reino de las compañías se divide en plantas, animales y seres queridos. Y que cuanto más bajamos en el escalafón de los afectos, menos nos duelen las pérdidas y viceversa. No es casual que Wendy Savage tenga que cuidar al mismo tiempo de su ficus, de su gato y de su padre, para entender la diferencia. 




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