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Hara-kiri

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Me acerco a Hara-kiri imaginando una orgía sangrienta de samuráis que desenvainan sus katanas y cercenan miembros a diestro y siniestro, como en aquella 13 asesinos que vi hace unos meses, danzarina e hipercinética, que también dirigía este Takashi Miike de filmografía tan desmesurada. Pero me encuentro, para mi decepción, con una película sosegada y trágica donde los samuráis hablan mucho del honor y  la justicia, en pláticas llenas de lirismo y de sobriedad. Pláticas que un occidental como yo, ajeno a la cultura de los japoneses, y ajeno a cualquier cultura milenaria que no sea la romana, encuentra difíciles de entender.

Uno, con los años, llevado quizá por los excesos de las películas, ha llegado a pensar que estos guerreros japoneses se suicidaban casi por cualquier cosa. La deshonra intolerable que sólo el hara-kiri podía restaurar les acechaba casi en cada encuentro, y en cada camino. Lo mismo arriesgaban la vida en el combate que en el paseo matinal para ir a comprar el pan, o para curarse un callo de los pies. Si uno se tomara las películas de los samuráis al pie de la letra, pensaría que el Bushido, con su código ético complejísimo y laberíntico, causaba más muertes entre ellos que las batallas sangrientas que los enfrentaban para defender a sus señores feudales. Esa es, al menos, la impresión que transmiten películas como Hara-kiri, que yo seguramente malinterpreto desde mi meridiana ignorancia, a tantos meridianos de distancia del Sol Naciente.



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13 asesinos

🌟🌟🌟

El cine japonés vive lastrado por la uniformidad fisonómica de los personajes. Uno entendería mejor sus películas si una horda de vikingos hubiese conquistado las islas hace siglos, mezclándose -es un eufemismo- con las mujeres autóctonas. En las películas ahora saldrían personajes discernibles y variopintos. Habría tipos altos y bajos, morenos y castaños, japoneses de ojos entrecerrados como ranuras de buzón y otros de ojazos abiertos como platos de alta cocina, al estilo de Oliver y Benji. A los diez minutos ya sabríamos quién es quién en el revoltijo de las peleas y las tramas. Pero la historia de Japón es la que es, cerrada y autárquica, y el espectador occidental, acostumbrado a las variaciones fenotípicas de su entorno, se pierde irremediablemente entre las fotocopias repetidas del mismo fulano. Como clones de un Jango Fett primigenio del Hokkaido.
Todos hablan, además, del mismo modo, indistinguibles en el timbre, como si la invarianza genética también se extendiera a las cuerdas vocales. Todos los guerreros de 13 asesinos parecen Toshiro Mifune repetidos en un eco. 

Es por eso que uno, sin quererlo, minusvalora películas como esta de 13 asesinos, en la que tardo más de media hora en distinguir a los samuráis que luchan por el bien de los que confabulan maldades en la oscuridad. Porque además de parecer idénticos y de hablar con voces parecidas, todos, los buenos y los malos, llevan la misma tonsura frontal rematada en la coleta. Un lío del copón, inextricable, que sólo en la batalla final queda resuelto, pues los malos, además de llevar un gorrito identificativo que es muy de agradecer, caen a tres por mandoble, tan torpicos ellos, mientras que los samuráis buenos aguantan veinte estocadas mortales antes de morder el polvo, en heroicos y muy trágicos estoicismos.






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