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En el valle de Elah

🌟🌟🌟🌟


Viendo “En el valle de Elah” aprendimos que colgar una bandera del revés no es cagarte en la madre patria -al estilo de los satánicos cuando ponen la cruz bocabajo para ciscarse en Jesucristo-, sino dar un grito de ayuda en el campo de batalla. Tommy Lee Jones nos explicó que las banderas se izan así cuando el ejército está sitiado y pide refuerzos a los amigos, o clemencia a los enemigos. O cuando un ciudadano está transitoriamente decepcionado con su país -como le pasa a él al terminar la película- y quiere que los vecinos tengan conocimiento de su cabreo.

Está bien saberlo. Pero eso, claro, solo funciona con las banderas de diseño asimétrico, como la norteamericana de Tommy Lee, con ese rincón estrellado que rompe la monotonía de las barras. También funcionaría con la bandera Australia o de Nueva Zelanda, se me ocurre a vuelapluma. O en Uruguay. Pero no en Japón, por ejemplo, con ese sol rojo que siempre estaría en mitad del amanecer. Y tampoco en España, porque si a la bandera le quitas el escudo del águila o el perifollo constitucional -que vienen a ser más o menos lo mismo en lo simbólico- la dejas simétrica de sí misma con los colores de los borbones. 

Lo digo porque los fachas, en estos días tan convulsos, están sacando sus rojigualdas al balcón para ponerlas del revés y así emitir un grito de socorro a los caballeros andantes o a las potencias extranjeras. Más bien a los generales del ejército, a ver si se dejan bigotón y se atreven a sacar los tanques por las calles. Según los fachas, la patria se rompe, se devora a sí misma, y además hay unos bolcheviques en el Parlamento que quieren convertirlo en una cheka para fusilar a mansalva y luego subir los impuestos a los ricos, que es todavía mucho peor. 

No sé. A mí me da igual. Yo no tengo ninguna bandera en mi balcón. Una vez pensé en poner la bandera republicana -que es la única legítima- pero luego pensé que vendrían los fachas del pueblo a apedrearme las ventanas. Así que un lío. Prefiero llevarla dentro de mi corazón. 

Lo que sí voy a hacer, después de ver la peli, es colgar un póster de Charlize Theron desmaquillada en mi habitación. Y no del revés, claro. Bien derecha. A mis años, sí. 





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Primera plana

🌟🌟🌟🌟

Todas las mañanas, cuando abro el periódico digital y me enfado con algún periodista que redacta las noticias con aires de literato, me acuerdo de Walter Matthau gritándole a Jack Lemmon: "¡Nadie lee el segundo párrafo!". 

Si Walter Matthau se quejaba de que el "Chicago Examiner" no aparecía citado en las primeras líneas del artículo, proclamando tener la exclusiva de la noticia, yo, tan avinagrado como él, me quejo de esos redactores que se guardan lo fundamental para el segundo o el tercer párrafo -el qué, el cómo, el dónde- y utilizan el primero para dar rienda suelta a sus ambiciones: "Ayer lunes, en la fría mañana del Páramo Leonés, en esa hora tenebrosa del amanecer..." Paparruchas. Estos tipos seguramente jamás han visto “Primera plana”, y mucho menos “Lou Grant, que fue una escuela de periodismo para todos los chavales que entonces vivíamos pendientes de aquellos currantes que dirigía la madre de Tony Soprano. Profesionales sin tacha que se recordaban a todas horas mientras redactaban las noticias: "Lo importante va siempre en el primer párrafo...".

En fin, cosas mías. Asociaciones que me vienen a la cabeza mientras veo "Primera plana" y me voy riendo casi en cada diálogo y en cada réplica; en cada ocurrencia y en cada giro argumental.  Porque el guion es de oro, y los actores son de leyenda, y Billy Wilder es un tipo vitriólico que no trata bien a casi nadie. En la película no hay ningún periodista con un mínimo de ética o de dignidad, y en eso “Primera plana” es una película de rabiosa actualidad. Ahora todo es digital e instantáneo, pero las noticias que publicaba el “Chicago Examiner” no se diferencian mucho de las que ahora nos dan los buenos días. En la prensa sigue habiendo más exageraciones que exactitudes, más intereses que moralidades. Los redactores-jefe son todos como este tipejo que interpreta Walter Matthau: paniaguados que también obedecen órdenes, urden en las sombras y sonríen con una jeta de cínicos recalcitrantes.









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Posibilidad de escape

🌟🌟🌟🌟

En las películas de Paul Schrader nunca existe la posibilidad de escapar. Escapar de uno mismo y del destino, se sobreentiende. El nombre de Schrader, en los títulos de crédito, funciona como un spoiler que anuncia grandes penalidades. No es que adivines el final en un alarde de clarividencia, pero ya sabes que todo va a terminar como el Rosario de la Aurora. No hay personaje suyo que se salve; o yo, al menos, no lo conozco. Todas sus criaturas nadan como salmones para remontar las circunstancias pero mueren justo al llegar a la orilla, maldiciendo su suerte o su propio carácter. Cagándose en las circunstancias o en las gentes que no le ayudaron. Tanta pasión para nada, como decía Julio Llamazares.

Las películas de Paul Schrader, aunque hablan de tipos pintorescos que se ven muy poco por la Meseta, a no ser que hagan el Camino de Santiago o vengan a predicar la fe de los mormones, son... como la vida misma. En el cine a veces triunfan los sueños de colorines y los giros de la fortuna. Pero a este lado de las pantallas nadie escapa a su propia profecía. Todo está en las Escrituras, como dijo el último profeta, y en la primera aparición de Willem Dafoe ya sabes que este tipo -aunque camine muy ufano por las aceras de Nueva York con su traje carísimo y su bufandita de pijoleto- está condenado de antemano, atrapado en su destino insoslayable. El tipo vende droga a clientes exclusivos, de barrio bueno, o de hotel carísimo, y solo por encima de la planta 37 de los edificios. Menos de eso, para el señor Dafoe y su socia Susan Sarandon, ya es clientela menor, purria de Nueva York, adictos al crack y otras mierdas menores que ellos ni siquiera tocan.

Dafoe se lo monta dabuten. Gana pasta, frecuenta garitos de moda y no parece faltarle la compañía femenina. Pero su pasado, como el pasado de todos nosotros, le persigue. El pasado nunca se queda atrás del todo: se queda ahí, haciendo la goma, como un ciclista desfondado que sin embargo nunca desfallece. Por más que aceleres siempre escuchas su torpe jadear. Y al llegar el descenso vuelve a pegarse a tu rueda provocando un accidente de la hostia.





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Thelma y Louise

🌟🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi Thelma y Louise, en un cine de León, en una pantalla que magnificaba los paisajes del suroeste americano, salí del cine con cara de abobado, y con un nudo en la garganta, claro. La película era… cojonuda. Un clásico instantáneo. Ridley Scott parecía un tipo nacido en Oklahoma, y no en Inglaterra, y se movía como pez en el agua -o mejor dicho, como serpiente en pedregal- por esos desiertos petrolíferos. Pero sobre todo, se movía con maestría por los desiertos morales de los hombres, que la guionista de la película, Callie Khouri, dejaba abrasados bajo el sol. Por donde cabalgaban sus palabras, no volvía a crecer la hierba de un hombre decente.



    Sólo el personaje de Harvey Keitel, el único hombre justo que Yahvé encontró en aquellos páramos, impidió que el sur de Estados Unidos fuera arrasado por su cólera divina. Salvo este buen policía, no había ni un solo personaje con polla al que poder salvar de la quema. Unos eran directamente imbéciles, otros unos mierdas, y algunos, directamente, unos violadores. La película era como una panoplia de indeseables. Como un recuento de pecados masculinos, unos más veniales y otros mortales de necesidad.

    Thelma y Louise fue la película del año, con el permiso de Hannibal Lecter. Resonó en todas las tertulias de la radio, y en todas las tertulias de los provincianos. Mis compañeras de Magisterio llevaban pegatinas de Thelma y de Louise en sus carpetas para los apuntes… Fue el pistoletazo de rebeldía para muchas mujeres que vivían atadas a la cocina, y a los churumbeles. Thelma y Louise fue la reina del videoclub, el estreno anunciadísimo en las cadenas generalistas, y yo la vi varias veces en Canal + con sus voces originales, y con sus subtitulicos de gafapasta.


    Hacía, no sé, quince años que no veía la película. Y sin embargo la recordaba casi en cada escena, en cada diálogo. Hay películas que se graban a fuego y otras que se esfuman al día siguiente. A veces es lógico, y a veces es un gran misterio… Serán la cosas del #MeToo, o que la película es muy buena, o las dos cosas a la vez, pero estas dos mujeres, Thelma y Louise, aunque todos sabemos que al final se despeñan por el Gran Cañón, todavía rulan por las carreteras, con la melena al viento.



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Abajo el telón

🌟🌟🌟🌟

Franklin Delano Roosevelt -al que nosotros, en el colegio, llamábamos Franklin Delculo en un alarde de imaginación- fue un presidente de Estados Unidos que se vendió al capital como todos los que han sido desde que George Washington empuñara su fusil. Pero Delano, a diferencia de los demás, tuvo su momento de debilidad, su corazoncito de ser humano. A él le correspondió lidiar con el paisaje desolador de la Gran Depresión, y asesorado por economistas que hoy saldrían en la portada de El País o del ABC retratados con rabos y cuernos, impulsó un vasto programa de inversiones públicas para que los desempleados, al menos, tuvieran una ocupación al levantarse cada mañana, y abandonaran el desánimo, y las cantinas, y los cenáculos del comunismo donde ya se cocía la revolución de la América cabreada. 

Las agencias del gobierno reclutaron trabajadores para construir carreteras, desbrozar caminos, reconstruir escuelas..., Y en las oficinas culturales, se contrataban actores para llevar el teatro a los cuatro puntos cardinales del país. Entretener a las gentes y enseñarles algo distinto a las monsergas de los religiosos. Algo muy parecido a lo que hizo nuestra II República con las Misiones Pedagógicas, y más concretamente, con la compañía de teatro La Barraca, que quiso desasnar con sus representaciones a los españoles de las mesetas y las montañas.

    Pero a Delano Roosevelt, como a los republicanos españoles, se la tenían jurada las fuerzas conservadoras. Las gentes de mal vivir, que diría el añorado Ivá... Ellos tenían a los rojos americanos por gente despreciable, y muy peligrosa, pero al menos los tenían confinados en las grandes ciudades, y dentro de ellas, en barrios muy localizados y fáciles de vigilar. Pero soltarlos así, a los cuatro vientos de la geografía, como una plaga de langostas que predicaran la cultura y la concienciación política, era un antojo que no le iban a consentir a nadie. Es por eso que años antes de cazar las brujas en Hollywood, los garantes del orden lanzaron otra cacería muy olvidada contra las gentes del teatro federal. Una persecución que nos recuerda Tim Robbins en Abajo el telón, título improcedente que esconde el original Cradle Will Rock, que era la obra de teatro que Orson Welles, metido de jovenzuelo en estas movidas, iba a estrenar en Nueva York antes de que se desatara la reacción. Muy estimable la película, y más estimable todavía, su valor didáctico.




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Atlantic City

🌟🌟🌟🌟

Las películas de hombres sexualmente frustrados que espían a sus vecinas son un género cinematográfico de larga tradición. Y el autor de este blog, que a su modo también es un voyeur de las mujeres hermosas, aunque su ventana indiscreta sea la televisión, de vez en cuando invita a estos picaruelos para que confiesen sus pecados contra el sexto mandamiento. Hace algunas semanas era Monsieur Hire quien apartaba la cortinilla para ver a Sandrine Bonnaire en su desnudo esplendor, y hoy, en Atlantic City, era Burt Lancaster quien no se perdía ripia de Susan Sarandon, una chica de ojos saltones y anatomía excitante que todas las noches, al regresar de la marisquería, se coloca ante la ventana de la cocina y se frota el torso desnudo con limones para quitar el mal olor. La excitación del mar, y de lo hortofrutícola...        


        Lo de los limones frotando los melones es una imagen irresistible para el bueno de Burt, que en el último esfuerzo de su pitopausia decide arriesgarlo todo, los dineros y la vida, por yacer junto a ese cuerpo perfumado con vitamina C y ácido cítrico. El hilo argumental de Atlantic City es el leit motiv de la vida misma: chico busca chica, solo que aquí el chico es un gángster retirado, la chica una pueblerina soñadora, y el paraíso del amor la decadencia moral de Atlantic City, con sus casinos y sus ludópatas. Todas las películas del mundo, lo mismo antiguas que modernas, lo mismo americanas que austrohúngaras, son el enredo amoroso que conduce a la coyunda o al bofetón. Esta película de Louis Malle no sería nada del otro mundo si no fuera porque Burt Lancaster llena la pantalla con su presencia imponente, y porque Susan Sarandon posee un extraño atractivo que nos hace dudar de ella hasta la última escena, incapaces de decidir si lo suyo es una belleza peculiar o una fealdad resultona. Y sigue sin quedarnos claro, la verdad.



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El fraude

🌟🌟🌟

Se me había quedado descolgada de estos escritos, no sé por qué, la película El fraude. Hace varios días que vi la película, pero un lapsus mental, o una vagancia primaveral disimulada de astenia, o de alergia, la habían marginado de este diario. Y ahora, cuando reparo en mi despiste, y me dispongo a teclear los habituales adjetivos sin chispa, y los consabidos chascarrillos sin gracia, descubro, como un dedo acusador señalando a la película, que he olvidado todo cuanto me sugirieron las desventuras de este hijoputa trajeado que Richard Gere -con su porte, con sus canas, con su sonrisa indescifrable- ha nacido para interpretar. 

Yo traía preparado un discurso socialistísimo, de banderas rojas ondeando al viento y puños en alto en actitud más desafiante que reivindicativa. Algo sobre los pobres del mundo y los capitalistas con sombrero de copa que nos enculan sin necesidad de bajarse los pantalones. Pero he perdido el hilo, el entusiasmo, el fuego proletario que me abrasaba las entrañas. Sería, de todos modos, más de lo mismo. Y así llevamos ya siglo y medio, los “intelectuales” de izquierda, repitiéndonos como ajos, en vez de salir a las calles a liarla parda, y que salga el sol por Antequera, o por Invernalia.

Mira que me cae mal Richard Gere, sospechoso habitual de esas comedias románticas que me producen el vómito instantáneo.Y sin embargo, en películas como ésta, o como en aquella de Hachiko, uno ha de rendirse a la evidencia de que es un actor solvente, que exprime al máximo sus cuatro registros de voz y sus tres movimientos de ceja. Y sus níveos cabellos, claro. Tampoco necesita más repertorio para despachar a un personaje tan simple como éste, al que le basta lucir un traje caro y una dentadura indestructible para que reconozcamos en él al enemigo de clase, al justiciero defensor de los tipejos que acaparan los millones. Ningún proletario va a derramar una lágrima por su suerte final...

Me enamoro como un verraco de la actriz que interpreta a la amante de nuestro protagonista: una pintora francesa a la que Gere ha puesto un piso en Manhattan y una galería de arte para que se entretenga pintando cuadros mientras él roba a los trabajadores. Al terminar la película, para mi sorpresa, leo en los títulos de crédito que ella es Laetitia Casta, la insigne top-model a la que yo recordaba por Leticia, o por Letizia, en todo caso. Del mismo modo que olvidé el mapa celestial de sus pecas, olvidé la exactitud latina de su nombre. Imperdonable todo. 



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