Mostrando entradas con la etiqueta Steve Carell. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Steve Carell. Mostrar todas las entradas

La gran apuesta

🌟🌟🌟🌟


Cuando todo se desmoronó, allá por el año 2008, empecé a leer libros de economía. No lo había hecho jamás. A veces me aventuraba en las páginas salmón de los periódicos y terminaba mareado. Sí: en 2008 todavía leíamos el suplemento dominical, que manchaba los dedos de tinta y luego servía para recoger el pis de los perretes.

Como no tenía ni papa del asunto, leí libros de “divulgación”, sencillitos, economía para dummies. Sabios muy prestigiosos se ofrecieron a darnos la comida masticada como a polluelos hambrientos de saber. Yo era de ciencias, pero de ciencias físicas y químicas, con un ojo siempre puesto en la astronomía o en los designios de la genética, para nada en este enredo de germanías financieras y verborreas de lo bursátil. Lo explican al principio de “La gran apuesta”: todo esto es así para que usted no se entere, para que no se meta en el negocio. Para que estos cuatro hijos de puta puedan seguir robándole parapetados en lo incomprensible.

Aun así, pese al esfuerzo didáctico de los autores, yo no me enteraba de gran cosa. Me fallaba la motivación -que se desinfló rápido, y el tiempo precioso -que repartía con la Liga de fútbol.  Pero algo sí que aprendí: que el dinero no son los billetes ni las monedas. Que el dinero es una cifra, una entelequia. Humo. Dinero es lo que pone en la cartilla del banco, nada más. Pero no es real. Se puede convertir en billetes cuando acudes al cajero, pero podría no hacerlo si vienen mal dadas. Que se lo digan a los argentinos del corralito.... El dinero es una cosa ficticia que hoy vale tanto y mañana vale tanto dividido por dos, o por cien. El dinero que usted tiene en la cartilla -esto de la cartilla ya es un hablar, claro- está atado a otros dineros. En realidad, lo que hay detrás de la ventanilla de su oficina es un gran casino donde una pandilla de desalmados -y los políticos que lo permiten- cogen su dinero y lo transforman en fichas para apostar. 

De eso va en realidad “La gran apuesta”: una versión dolorosamente real del “Casino” de Scorsese, donde se juega con el dinero de usted y al final terminan por desplumarle. Ayer como siempre. 




Leer más...

Café Society

🌟🌟🌟🌟


La vida suele ser ansí, como decían en las novelas de Baroja, y no así, como proponían en la películas antiguas, las que superponían el The End sobre el beso ya desencadenado, y algo lascivo, de los amantes. Café Society, para enmendar la plana, para servir de contrapunto, termina justo al revés, con los amantes separados, ensoñándose, pero ya derrotados, sobreponiéndose al final de su ilusión.  Aunque esté ambientada en los rococós de la belle époque, Café Society es la antítesis de las viejas películas. La protesta de un judío bajito y con gafas clavada en la puerta de una iglesia. El manifiesto anti-romántico un hombre que ya lleva muchas pedradas en el zurrón.

Café Society, ya que no es un pedazo de película -pues en la filmografía de Allen está a medio camino entre los grandes títulos y los pasatiempos jolgoriosos- es, al menos, un cacho de vida, porque la vida es ese desencuentro, esas jodiendas, obstáculos, azares... Una carrera de caballos, y los pisos, nuestras cuadras. El amor, para fructificar, para ser un amor como el que triunfaba en el viejo Hollywood, tiene que sortear tantos peligros, superar tantas barreras, surfear tantas olas, aguantar tantos vaivenes y sobrevivir a tantos malentendidos, que al final es como un milagro, como una sospecha de divinidad. Quizá los amantes triunfantes sean justamente eso: semidioses de epopeya. Héroes de futuras ficciones.

Y luego, en la película, está Kristen Stewart, y su belleza chupada, y sus ojazos de cine mudo, y su cintura volátil, y su boca como de tímida tentación, o de volcánico melindre. Lo mío con esta mujer viene de lejos. Es como una fascinación idiota, como un abducción de la meninge. Me quedo clavado en su rostro con la boca en un rictus de pelele. Será alguna reminiscencia, o alguna manía... El casting está bien, hay caras reconocibles, y oficios sin tacha, pero Café Society depende por entero de Kristen para tenerme amorrado a su desventura, a su devaneo, a su andar dubitativo que va fracturando corazones en cada quiebro, como una futbolista bellísima y talentosa.




Leer más...

El vicio del poder

🌟🌟🌟🌟

El vicepresidente de los Estados Unidos es básicamente un monigote que se sienta en su despacho a esperar que el presidente fallezca, o le fallezcan, o anuncie su dimisión con gruesos lagrimones frente al televisor. Un eterno suplente que chupa banquillo a la espera del infortunio o la defenestración. Mientras tanto, para no perder del todo la forma, ni el contacto con la plebe, el vicepresidente se dedica a dar charlas en foros secundarios, a inaugurar obras de poco calado, a recibir a mandatarios de medio pelo con la cubertería que ya no usan en el Despacho Oval.

    Cuando Armando Ianucci quiso hacer sangre sobre la casta política de los americanos, se fijó en este cargo tontorrón para convertirlo en el eje de sus maldades, y así nació la mejor comedia televisiva de los últimos tiempos, Veep, que la próxima semana se nos despide del cargo. El vicio del poder es otra comedia sobre la dura tarea de levantarse cada mañana para ser vicepresidente en Washington, pero en este caso, al apagar el televisor para ir a mear y lavarnos los dientes, no nos queda el consuelo de decir que menos mal, que todo era ficción, teatrillo filmado en un estudio de Hollywood. Para desgracia del mundo contemporáneo, Dick Cheney -al que yo por cierto daba por fallecido, pero ahí sigue, con sus muchos infartos echados al coleto- fue un vicepresidente muy real, y mucho más que eso: un presidente en la sombra, la Mano del Rey Bush cuando éste ocupó el Trono de Hierro gracias a los banqueros de Braavos, que veían peligrar sus inversiones en el acero valyrio de los armamentos.

    Mientras George leía comics en su despacho o asaba costillas en su rancho -incapaz, posiblemente, de situar Afganistán en un mapa, o de leer un memorándum sin perderse en la cuarta línea- Cheney, que jamás pudo optar a la presidencia porque tenía una hija lesbiana que hubiera sido su talón de Aquiles en cualquier campaña, se inventaba aquello de las armas de destrucción masiva en Irak, y alentaba el uso de la tortura en los campamentos de la CIA. Convertía el cargo de Presidente en un puesto prácticamente dictatorial, y promulgaba leyes para que los ricos dejaran de pagar impuestos que sólo servían para subvencionar la vidorra de los negros y los pobres. Un tipo al que idolatraba nuestro José María Ánsar… Pues eso.




Leer más...

La última bandera

🌟🌟

Si mi hijo (que ahora tiene diecinueve años y vive feliz su noviazgo y su despertar a la vida), fuera reclutado para defender la democracia y los valores occidentales en las estepas de Bielorrusia (o sea, las inversiones y las comisiones, los negocios y las putas de lujo, el gas natural y la puta que los parió), y al cabo de unas semanas me lo devolvieran muerto, no como está ahora, alegre y risueño, vivito y coleando, sino muerto, inmóvil y desalmado para siempre, con un tiro en la nuca del bielorruso invadido que lo vio pasar, y regresara dentro de un ataúd precintado para que no podamos ver los destrozos de la bala, y los encargados de estos menesteres me entregaran el cuerpo, o el ex cuerpo, hablándome de su heroísmo, de su patriotismo, de su conducta ejemplar dentro y fuera de los campos de combate, el soldado Rodríguez, ¡el cabo Rodríguez!, con todos los honores y las fanfarrias, las medallas ya colgadas en la pechera del cadáver, la bandera de los borbones envolviendo la carnicería como un papel de estraza donde van los filetes y los mondongos en el supermercado... 

    No sé. No sé lo que haría si sucediera algo así. No me liaría a tiros con la recortada porque no tengo recortada, ni sabría cómo utilizarla. Simplemente me moriría en vida, anegado en pena, ahogado en un odio infinito, oscuro, maloliente, dirigido hacia toda esa gentuza que alentó y promovió su muerte estúpida y prescindible. Si ahora, sin guerra, con mi hijo a salvo de una leva o de una locura colectiva, ya siento repelús por esta maquinaria de la retórica patriotera, en su muerte imaginada, en su asesinato político-mercantil, supongo que acabaría por tirarme al monte y organizar una partida de partisanos con la que dar un poco pol culo por aquí y por allá antes de morirme dignamente. No sé... Locuras.

    Cualquier cosa menos lo que hace el personaje de Steve Carell en La última bandera, una película menor, tostona, impropia de Richard Linklater, por mucho que Bryan Craston anime el cotarro y se marque otro personaje para recordar. Da igual. No hay nada más aburrido que tres excompañeros de la mili -o tres excombatientes de Vietnam en este caso- recordando sus viejas películas del cuartel y la trinchera, el prostíbulo y la cocina. Una road movie infumable, a ratos ridícula, con alguna cosa salvable en un mar de verborrea. Una verborrea que juega a ser molona, transgrerosa, antibélica incluso, para al final guardar silencio ante la bandera omnipresente.





Leer más...

La batalla de los sexos

🌟🌟🌟

Como en cualquier película de guerra –y ésta, en el fondo, es una película sobre la guerra más vieja del mundo, interminable y soterrada- la escena de la batalla da sentido a todo lo que se contó antes, y a todo lo que se contará después, si es que alguien queda vivo tras la matanza. En La batalla de los sexos, sin embargo, el gran partido de tenis que enfrenta al hombre y a la mujer, al payaso y a la deportista, al macho pavoneante y a la mujer que se rebela, viene a desmontar, a ensuciar incluso, todo el discurso anterior que ennoblecía la película.

     A principios de los años setenta, Billie Jean King se puso al frente de las tenistas profesionales que estaban hartas de cobrar mucho menos que sus colegas masculinos. No vendían tantas entradas como ellos, o no daban salida a tanto merchandising de raquetas y zapatillas, pero la diferencia salarial era exagerada y ofensiva. Y decidieron plantarse. Renunciaron a jugar los grandes torneos y montaron una competición paralela al circuito oficial. Con Billie Jean se fueron las mejores raquetas del momento. El pulso ya estaba echado. Todo era muy serio, muy reivindicativo, muy profesional como diría el entrañable Pazos. Hasta que un día aparece en escena Bobby Riggs, el ex tenista que propone a Billie Jean el gran negocio del siglo: un partido Hombre contra Mujer para demostrar que el tenista masculino es superior, imbatible en el cuerpo a cuerpo, y que por eso merece ganar más dinero. Una propuesta absurda, falseada, porque él tiene cincuenta y cinco tacos y está fofo, y no se entrena desde que abandonó el profesionalismo, y Billie Jean, por el contrario, está en lo mejor de su carrera, con las piernas ágiles, el resuello controlado, el brazo combativo…


    La batalla de los sexos se pierde en el asunto muy tonto del partido de tenis cuando su chicha, su conflicto verdadero, estaba en el asunto de la bisexualidad escondida en el armario. Aún faltaba una década para que Martina Navratilova, en lo más alto de su carrera -no cuando ya se retiraba o ya nadie se acordaba de ella- saliera un día ante los micrófonos y dijera: sí, que pasa, soy lesbiana, y juego al tenis de puta madre.  Y créanme: no tiene nada que ver una cosa con la otra. Ustedes pagan una entrada o encienden el televisor para verme empuñar una raqueta. Lo otro es cosa mía.



Leer más...

Foxcatcher

🌟🌟🌟🌟

Si no supiéramos de antemano que Foxcatcher está basada en una historia real, dos horas después, al terminar la película, nos habríamos llevado las manos a la cabeza con las ocurrencias de los guionistas, y hubiéramos dicho que estos irresponsables, en un ataque de creatividad febril, juntaron a las churras de la multinacional química con las merinas del wrestling olímpico. Una historia infumable e inconcebible.

    Lo que cuenta Foxcatcher es una cosa de ver y no creer. Te lo cuenta un amigo en el café y piensas que le ha echado demasiado orujo al carajillo, o que está mezclando dos películas que en realidad no guardan relación: una con los hermanos Schultz esforzándose en ganar las medallas de los Juegos Olímpicos, y otra con John du Pont, el heredero de la fortuna familiar, que megalómano perdido se cree capacitado para dirigir asuntos deportivos de los que no tiene ni pajolera idea. Foxcatcher es una película que al no informado, al no enterado, podría parecerle surrealista y excesiva. El mismo Bennett Miller, según confiesa en una entrevista, decidió dejar muchas cosas en el tintero porque mil rótulos explicativos no hubiesen salvado Foxcatcher de la incredulidad general.  

    Foxcatcher sirve para recordarnos dos cosas: la primera, que es muy cierto que la realidad supera con creces a la ficción, y que muy cerca de nosotros, tal vez en el mismo pueblo o en el mismo vecindario, está sucediendo una historia increíble que necesitaría un rótulo explicativo que avalara su veracidad; la segunda, que los actores cómicos, cuando se meten en la piel de personajes inquietantes y desalmados, alcanzan una hondura de insensatez que otros actores no consiguen, tal vez porque el humor es el género más negro de todos, el que a fuerza de reírse de la gente la desnuda, y la denuncia con mayor eficacia. En Foxcatcher lo borda, el gran Carell, que ya en The Office encarnaba a un personaje que tenía muy distorsionada su autoimagen, y que se veía en proyectos que no le correspondían, y en hazañas que jamás estarían a su alcance.


    No puedo dejar de pensar en todos los desempeños que me ocupan a lo largo de la jornada, el de maestro de escuela, el de entrenador de fútbol, el de bloguero insomne de estas ocurrencias, y un escalofrío de vergüenza me recorre por la espalda al pensar que tal vez yo mismo sea un falsario, un estúpido, un arrogante que se dice competente en estas tareas y en realidad nunca se ve desnudo ante el espejo. Ni John du Pont ni Michael Scott habrían admitido un dedo acusador, una versión disonante de su engreimiento. ¿Por qué habría de hacerlo yo, entonces, pillado en tal pecado?



Leer más...

Crazy stupid love

🌟🌟🌟🌟

Hay películas que como Crazy, stupid, love te ganan desde el título, porque en él se resume, con una cita elegante, la esencia de una gran verdad: que el amor es realmente un sentimiento loco y estúpido, aunque inevitable, como todos sabemos. De no ser así, indomable y anárquico, no estaríamos hoy aquí: ni quien esto malescribe, ni quien condesciende en leer las ocurrencias.

Que Steve Carell sea la estrella del reparto no es una casualidad. Crazy, stupid, love necesita su rostro ambiguo para dar con el tono justo de la comedia agria. Quieres reírte con él, en los amoríos y los desamoríos, en los requiebros y los desplantes, pero la sonrisa que a uno le sale es de simpatía, de reconocimiento de uno mismo en su personaje, más que de regocijo, o de burla. Quien no se identifique con alguna de las desventuras aquí retratadas, es que vaga por la vida sin un corazón que lo anime.

Iba para gran película, Crazy, stupid, love. Para segundo sobresaliente consecutivo en esta nueva tierra de promisión que parezco haber encontrado. Por debajo de sus chistes y sus equívocos, fluía una filosofía muy afín a mi pensamiento, como de finales del otoño, como de día que amanece melancólico y tonto. Pero sucede que los actores tienen que comer, y pagar las facturas de sus mansiones, y para ello necesitan el dinero abundantísimo de las taquillas. Es por eso que al final, después del gran trabajo de cinismo que habían desarrollado, se pliegan a un desenlace donde el amor triunfa, la esperanza se impone y las nubes plomizas dejan paso al solazo que nos alumbra. El negocio del cine, no nos olvidemos, vive sostenido por los optimistas. Ellos son quienes abarrotan las salas y los salones. Los depresivos y los nihilistas sólo aportamos el chocolate del loro. Somos el espíritu crítico que clama por la verosimilitud en el desierto.




Leer más...

The Office

🌟🌟🌟🌟🌟

He perdido muchas amistades por culpa del cine. En concreto por culpa de mis recomendaciones entusiastas. Eran amigos tuyos un viernes por la noche -cuando les dejabas una película en DVD cien veces ponderada- y luego, cuando llegaba el lunes y te la devolvían, ya sabías, por la mirada huidiza, por los comentarios parcos, por las largas que te daban, que esa amistad había muerto sin dar tiempo a bautizarla. No querían tratos con tipos como yo, con semejantes gustos, y con tan insistentes insistencias. Y yo, la verdad, tampoco luchaba mucho por retenerlos. No ofendido por su indiferencia, pero sí decepcionado, solitario una vez más en la isla de mis gustos y prejuicios.

            Me han ocurrido estas cosas, últimamente, con The Office. The Office es la alambrada que divide el mundo entre los que me entienden y los que no. Entre los que están conmigo o están, si no contra mí, sí por lo menos vueltos de espaldas. No es una serie para todos los gustos, ni para todos los talantes. Fracasan en ella los impacientes, los acomodados, los optimistas, los que ponen en duda que el ser humano sea tan estúpido y tan mezquino como esos empleados de Dunder Mifflin. Muchos no cogen los chistes, y muchos de quienes los cogen, luego no se ríen. La mayoría me devuelven los DVDs y echan a correr. Son personas con las que tengo poco en común, vidas paralelas que discurren por este planeta como meridianos que sólo se encontrarían en el Polo Norte, o en el Polo Sur, en condiciones muy extremas.
           



Leer más...