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Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres

🌟🌟🌟🌟

Gracias a las ficciones de Stieg Larsson supimos que en Suecia también había fachas esperando la llegada del IV Reich. Y fue toda una decepción, la verdad; una apertura de ojos forzada por dos bofetones de realidad. Cuando Stieg se nos murió y leímos sus crónicas periodísticas comprendimos que el facherío sueco también despertaba de su letargo, se infiltraba en el poder, aspiraba a pisar de nuevo las montañas nevadas... Los fachas influyentes y trajeados que aparecían en su trilogía no eran psicópatas de ciencia ficción, sino señores muy verosímiles basados en sus pesquisas. 

Antes de que Lisbeth Salander llegara a nuestras vidas para convertirse en un icono pop habríamos jurado que Suecia era territorio no friendly con el fascismo. Suecia, joder, era el paraíso de la socialdemocracia, el reino idílico de las suecorras. Habríamos apostado cien coronas a que allí los nazis eran una especie extinguida después de la II Guerra Mundial. Porque psicokillers los hay en todos los lados, y hackers de sexualidad bífida como Lisbeth Salander también, y aunque ambos personajes sean el cogollo de la trama, enrevesados y siniestros cada uno a su modo, en realidad no nos sorprendían tanto. Yo mismo tuve una amante que se creía Lisbeth Salander porque sabía de informática profunda, tenía veleidades lesbianas y poseía esa puta memoria eidética que sirve para aprobar una oposición mientras te rascas el chocho o los cojonazos. Lo realmente sorprendente del universo Millenium eran los fachas suecos, tan mitológicos como los comunistas de Las Vegas.

Recuerdo que cuando se estrenó la película en España había imbéciles que sostenían que aquí no existían los fachas porque no existían los partidos de ultraderecha. Los que leíamos los periódicos sabíamos que había unos cuantos y que militaban todos en el PP. Lo que no sabíamos es que había tantos -una puta plaga- y algunos tan próximos -en el círculo íntimo- cuando por fin se separaron de la nave nodriza. 






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Andor

 🌟🌟🌟


En la serie nos aseguran que Cassian Andor vivió en la galaxia lejana hace mucho tiempo. La misma donde la familia Skywalker conoció la Luz y la Oscuridad. Pero la verdad es que a tenor de lo visto -episodio 8- Cassian Andor podría vivir en cualquier otra galaxia del firmamento. O en esa misma, pero en otro tiempo muy diferente, para nada relacionado con las guerras galácticas que llevamos cuarenta años contemplando.

Los que hemos visto “Rogue One” no lo ponemos en duda, pero los que hayan caído en “Andor” sin información previa -que tampoco serán muchos, supongo, porque la frikada es muy adicta y responsable- podrían pensar que esta vez los de Lucasfilm nos han dado gato por liebre. Una galaxia por otra. Total -debieron de pensar en la productora- salen naves espaciales, y planetas remotos, y a veces un caza imperial acojona a los rebeldes. Suficiente para matar el hambre y mantener la granja en funcionamiento.

Durante muchos episodios ese fue el único elemento que hizo de “Andor” parte del universo expandido, y no un universo paralelo: los cazas imperiales. Y aun así, uno podría pensar que la empresa que los construye los exportaba a otras galaxias para hacer negocio con la guerra, del mismo modo que en la Tierra los americanos exportan sus cazabombarderos a las repúblicas bananeras. Que un caza imperial surque los cielos tampoco garantiza que se trate de la misma guerra de nuestra infancia.

Exagero un poco, claro, por el afán de criticar. A veces, en los diálogos, se menciona al Imperio y a los rebeldes, pero como cosas remotísimas. Hay una trama de seguratas que tiene lugar en Coruscant. Una vez, incluso, hablan del emperador Palpatine... Creo que es justamente en este episodio 8 donde ya he aparcado el Halcón Milenario. Demasiado poco para tanta expectativa. Yo pensaba: “Bah, quedan cuatro episodios más. Aguantaré. Tarde o temprano vendrá por aquí un galáctico de verdad, como aquellos del Madrid: Darth Vader, o Kenobi, o la princesa Leía”. Fui a IMDB a confirmar el dato y descubrí que ya hay una segunda temporada en marcha. Otros doce episodios de Cassian Andor por la semigalaxia. Ya vale.




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Dune

🌟🌟🌟🌟


Dune cuenta la historia de dos empresas familiares que se disputan un valioso mineral en el planeta Arrakis, desértico y bereber. Y en eso, haciendo paralelismos, es fácil identificar a los Harkonnen y a los Atreides con los chinos y con  los americanos (o viceversa) que se disputan los minerales africanos que ahora mismo mueven nuestro mundo.

Dune también va de un mundo al revés en el que los sometidos tienen ojos azules, y no como sucede aquí, en el Sistema Solar, donde las gentes con ojos claros son una casta superior que liga más y mejor, y obtiene mejores puestos de trabajo. No lo digo yo: lo dice Nancy Etcoff en un libro fundamental. Iggy Rubin, el humorista, decía que si bebes agua mineral en el embarazo te sale un hijo con ojos azules, aristocrático, y no un simple “ojo de grifo” como nosotros. También decía que si ves un mendigo con ojos azules puedes pedir un deseo; que las lágrimas vertidas por los ojos azules curan la fiebre; que la miopía de los ojos azules no se mide en dioptrías, sino en quilates. Y es la puta verdad, además.

Dune también nos recuerda que hay mucho hijo de puta capaz de subir el precio de los productos básicos aunque la chusma planetaria tenga que comer arena para sobrevivir.  Se me ocurren muchos cabronazos de la vida real para interpretar a los Harkonnen y a los Atreides. Alguno, incluso, de sangre azul.

Dune también va de un futuro distópico -o no- en el que los hombres ya solo somos surtidores de semen, bancos de genes, y son ellas, las mujeres, mucho más listas e iniciadas en los Secretos, las que cortan el bacalao y deciden el destino del universo.

Pero Dune, sobre todo (y nos lo remarcan en el primer fotograma) habla del miedo terrible a que nuestros sueños nocturnos se hagan realidad. Yo entiendo muy bien a Paul de Atreides, aunque sea un explotador. Entiendo su desazón y sus sábanas revueltas. Si mis sueños cotidianos se hicieran realidad, yo tendría que volver con Ella, a revivir el infierno contradictorio de su presencia. Todas las noches, cuando cierro los ojos, un gusano insidioso se desliza por mi cama, y repta por mis piernas.







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La caza del Octubre Rojo

🌟🌟🌟🌟


En la ficción bélica de 1990, el Octubre Rojo era el último grito en cuanto a submarinos nucleares se refiere. Y era, por supuesto, con ese nombre tan bolchevique, un submarino soviético. Un cachalote gigantesco, pero silencioso, y muy cabroncete, capaz de salir de Múrmansk, cruzar todo el Atlántico con el sigilo de un fantasma y emerger delante de las Torres Gemelas para derribarlas de un pepinazo, antes de que el siguiente enemigo de la democracia copiara la idea y copara las portadas de los periódicos.

Mientras veía la película en la siesta canicular -bueno, es un decir, porque ahora mismo en la Meseta se está la mar de bien- me acordé de aquel otro ingenio soviético que también era la pera limonensky, el Firefox, el caza a prueba de radares que Clint Eastwood les robaba a los soviéticos dejándolos con un palmo de narices. Y me dio por pensar que los americanos, en el fondo, son como esa mujer guapísima que no deja de envidiar a todas las demás, cuando es ella la inalcanzable, la pluscuamperfecta. Un complejo de inferioridad que en las películas siempre atribuía a los rusos la última tecnología, la más letal, la que era casi alienígena, aunque luego -porque los del politburó eran unos carcas, y los subsecretarios unos arrogantes, y los ejecutores unos psicópatas chapuceros- los americanos siempre salieran triunfantes de todos los enredos.

No había más que ver los Ladas que circulaban por nuestras carreteras comarcales, en los tiempos de la Guerra Fría, para sospechar que los soviéticos, de tecnología, iban más bien justitos, y que su apuesta estratégica era ganar la guerra por aplastamiento, y no por refinamiento, produciendo más misiles y más artefactos que nadie. Y así fue como se arruinaron, claro... Quiero decir que yo mismo, de adolescente, sin ser analista político ni sovietólogo de carrera, podría haber predicho el colapso de la URSS con sólo observar aquellos Ladas que eran como tanquetas cuadriculadas, hostia proof, eso sí, pero lentos, y poco estilosos, nada que ver con los coches americanos, y a siglos-luz de los automóviles alemanes, tan fiables y comodísimos.



 



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Rompiendo las olas

🌟🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi Rompiendo las olas fue con un amigo muy católico de León. Habíamos sido compañeros de pupitre en los años de la opresión, en los Maristas, y cada vez que yo regresaba del exilio laboral quedábamos para charlar sobre lo divino y lo humano. Él era experto en lo primero, y yo en lo segundo. El caminaba con la cabeza en la nubes, y yo con los pies haciendo surcos. Los conocidos nos comparaban con don Camilo y el honorable Peppone, aquellos personajes entrañables de las comedias italianas. Pero ni mi amigo llegaba a párroco, ni yo a militante comunista. Todo hubiera sido mucho más divertido...



     A veces quedábamos para ver una película, y la película del año, en 1996, fue Rompiendo las olas. Todo el mundo hablaba de ella en los foros de la cinefilia -que entonces, con internet todavía en pañales, eran los programas de la radio, y el Días de Cine de Antonio Gasset en La 2. Rompiendo las olas era una película danesa, y rara, filmada con grano, al descuido, a veces incluso desenfocada. La obra de un profesional que fingía ser un aficionado con la cámara. Aún no sabíamos que Lars von Trier se había aparecido entre los apóstoles para reinventar el cine: para provocarnos con las formas, y con los fondos. Un enfant terrible, un liante, un genio capaz de rodar obras maestras y truños insoportables, como luego se demostró. Lars no reinventó el cine finalmente, pero nos dio que hablar largo y tendido, y eso siempre se agradece.

    Rompiendo las olas es una de sus obras maestras. La he vuelto a ver esta noche y no he podido contener la emoción que pone la carne en tensión, la piel de gallina, y deja la columna vertebral como un pararrayos chamuscado con los chispazos. Rompiendo las olas es conmovedora y cruda; obscena y angelical; depresiva y alegre; atea y creyente. No se entiende muy bien, y ése sigue siendo su encanto atemporal. Según algunas versiones, trata de un ángel que se enamora de un hombre que trabaja en una plataforma petrolífera. Una mujer imposible que se entrega en cuerpo y alma a hacerle feliz, en la salud y en la enfermedad: a follárselo vivo, o a insuflarle vida, según las circunstancias, y sin importar el precio. En otras versiones, Rompiendo las olas trata de un hombre que se enamora de una trastornada que dialoga con Dios en voz alta, y que cree en sandeces como la sanación telepática, o el equilibrio kármico entre las almas. Y él,  a pesar de eso, la sigue contemplando con unos ojos que ya no volverán a conocer esa fascinación, ni ese agradecimiento.

    Da igual. Te la puedes tomar como quieras, Rompiendo las olas, y sigue funcionando. Lloras igual, rabias lo mismo, te estremeces con los mismos músculos de la empatía. Aquel día de hace ya demasiados años, mi amigo y yo salimos del cine enfrascados en una conversación infinita. Horas y horas de interpretaciones contrapuestas, antagónicas, que sólo se ponían de acuerdo en que habíamos visto una película única e inolvidable. Los ecos de aquella conversación todavía resuenan hoy, como las campanas colgadas en el cielo…



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Los Vengadores

🌟🌟🌟

La verdad es que es una soplapollez, esto de Los Vengadores. Pero eso lo digo ahora, con 48 tacos, con canas en los huevos, y mientras veo la película y al unísono me sobo los mismísimos, yo mismo comprendo la incongruencia de estar aquí, en el sofá, sin afeitar, pasando la cuarentena -que es también de los mismísimos- viendo esta película de tipos con pijama que se pegan unas hostias descomunales, como catedrales, o como casas del señor Stark, cuando podría estar viendo una película de John Ford, o de Ingmar Bergman, recuperando el sentido común del cinéfilo que presume de tal. O viendo la primera temporada de The Crown, que dicen que es la polla de Buckingham Palace, y que tengo descargada desde tiempos inmemoriales, para aprovechar el tiempo cuando llegaran las vacaciones, o un virus de los chinos, a joder la marrana.



    ¡Pero ay, por los dioses de Asgard!, si esta tontería de Los Vengadores me llega a pillar en la adolescencia, cuando devoraba los cómics de Marvel -y los de DC Cómics, que eran los de Batman y Superman, y los tebeos de Superlópez, que eran la coña patria del asunto- y los intercambiaba con los amigos que también estaban en el ajo, y hasta los vendíamos en el rastro de León cuando ya nos aburrían, y necesitábamos pasta fresca para comprar otros nuevos, que allí nos plantábamos, con 12 o 13 años, con un par de mismísimos, a las ocho de la mañana de los domingos, en la Plaza Mayor, al lado del gitano que vendía la chamarilería, y de la pesada que vendía los casetes del folklore leonés, y que nos aturraba a todas las horas con la misma cinta puesta en bucle.  Que cuando llegaban nuestros padres a traernos el bocadillo, y a preguntarnos que qué tal, las ventas, y la experiencia, ya no sabíamos si estábamos en la Plaza Mayor o en un concierto de La Braña.

    Los Vengadores, en aquella edad de los cómics, habría sido para mí una obra maestra, incontestable, no sujeta a crítica, ni a mácula de lenguas viperinas. Como la mía, por ejemplo, ahora... Yo soñé muchas veces con este sueño que se ha hecho realidad tan tarde, para mí: el de la conversión de los cómics en carne y hueso, gracias al CGI, que es una tecnología que obra el milagro de la transustanciación, como los curas en la eucaristía, o como los políticos cuando transforman la mentira en verdad, o viceversa.



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El indomable Will Hunting


🌟🌟🌟🌟

Ningún recuerdo es del todo fidedigno. Lo enseñan en las facultades de Psicología, y cualquier ciudadano honesto puede comprobarlo en su cotidiano recordar. Sólo un segundo después de ver y escuchar, nuestro yo, que es el guardián en la puerta, ya está poniendo filtros, subrayando lo interesado, difuminando lo que nos deja en mal lugar… Nuestro cerebro es un censor que recorta los recuerdos con las tijeras; un pintor que los retoca con pinceladas o brochazos; un segurata que revisa la maleta para que nada peligroso traspase la frontera. Esa memoria incuestionable que decimos conservar como si fuera una foto o un vídeo en el teléfono móvil, siempre es una reconstrucción, una obra de arte, una versión inspirada por nuestra subjetividad. Una película montada a nuestro gusto para que la vida nos sea más digerible, y nuestro yo no sufra demasiado con las contradicciones. La memoria nos ayuda, pero nos traiciona. Nos preserva, pero nos convierte en mentirosos. O en mentirosillos, al menos.



    Y si esto ocurre con nuestras vivencias personales, en las que siempre somos el actor principal y omnipresente, qué decir de los recuerdos que guardamos de las historias que nos cuentan, o de los libros que leímos hace tanto, o de las películas que vimos en la otra vida de la juventud. Pensaba en estas cosas mientras veía el final de El indomable Will Hunting, que es una película que no figuraba en mis retrospectivas, pero que una persona muy querida me recomendó con una convicción de esas que no se pueden rechazar. Todos recordamos al personaje entrañable de Robin Williams, el psiquiatra que se pone a la altura barriobajera de Will Hunting para demostrarle que él, en su consulta, es el puto amo, el jefe de la banda, el macho dominante que puede molerte a hostias… Durante veintidós años hemos pensado que era él finalmente quien ayudaba a Will, a salir del pozo, a encauzar su vida de estudiante superdotado. Y es cierto, sí, pero sólo a medias. Porque Will, aunque entra al buen rollo, y se repantinga en el sofá de la consulta, en realidad desconfía de su psicólogo, recela, da vueltas en círculo, y sólo cuando su amigo de toda la vida le canta las cuarenta, y le reprocha estar a su lado desperdiciando su talento y su futuro, en la cabeza de Will se encenderá esa bombilla de lucidez que faltaba en su brillante repertorio.



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La insoportable levedad del ser

🌟🌟🌟

“Éste es uno de los principales inconvenientes de la extrema belleza en las chicas: sólo los ligones experimentados, cínicos y sin escrúpulos se sienten a su altura; así que los seres más viles son los que suelen conseguir el tesoro de su virginidad, lo cual supone para ellas el primer grado de una irremediable derrota”.

    He recordado esta cita de Michel Houellebecq mientras veía La insoportable levedad del ser en la insoportable tristeza del domingo. Un domingo sin fútbol decente, sin lectura absorbente, sin un amor para salir de paseo… Un domingo que termina enroscándose sobre el pecho como una boa, y que a la hora del crepúsculo decides asesinar del todo con una película que presumes aburrida, pero que lleva varias semanas tentándote desde la estantería. Con su título -tan bonito y tan kunderiano- y con su contenido, que uno recuerda de alto voltaje erótico, y que ahora, la verdad, treinta y tantos años después, más allá de la incuestionable belleza de Lena Olin desnuda, y de Juliette Binoche ofrecida, le deja a uno más maravillado que excitado, por esas cosas de la edad.



    La cita de Houellebecq, por supuesto, habla de Tomás y de Tereza. Del neurocirujano que explora más vaginas que cerebros y de la chica inocente, atolondrada, que se enamora de él pensando que una vez conquistado ya no conocerá más cuerpo que el suyo, más confidencias que las suyas. Tereza llorará, vagará por las calles, intentará suicidarse cuando  descubra que Tomás no va a renunciar a sus amantes. Tereza no entiende que los hombres atractivos, seguros de sí mismos, que convocan la admiración varias veces al día, jamás dejan descansar el instinto. Que las mismas virtudes que los vuelven irresistibles los vuelven traicioneros, y que ese círculo de amor y sospecha puede acabar con cualquiera que caiga bajo su encanto  (o ése es, al menos, el discurso que hemos hilado los hombres menos atractivos para denigrar a estos conquistadores que tanto envidiamos).

    Tereza dará marcha atrás, tratará de olvidarlo, pero una mujer enamorada de verdad nunca se va del todo. Regresará a su lado sabiendo que, como mucho, ella será la primus inter pares. Lo que no había previsto es que ese gesto rendirá el castillo de Tomás, que parecía inexpugnable, y que terminada la guerra de los afectos empezará una época de felicidad insospechada, a su lado, sobre su pecho, sonriendo ya sin temor…



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Chernobyl

🌟🌟🌟🌟🌟

Aunque nunca pertenecí a las Juventudes Comunistas, yo era un joven comunista cuando nos enteramos de que una central nuclear había reventado en las estepas de la Revolución, en abril de 1986. La Guerra Fría no se dilucidaba sólo en el Muro de Berlín, ni en la Asamblea General de la ONU, sino que era ubicua, universal, como el wifi de ahora, o como la radiación de entonces, y se filtraba hasta las discusiones del patio del colegio, y de los futbolines del barrio, donde yo me partía la cara con mis amigos fachas, y con mis conocidos apolíticos, que renegaban del comunismo porque en las películas de Stallone siempre hacían de malos y perdían en todas las refriegas, acribillados por Rambo, o tumbados por Rocky, como el pobre Iván Drago... 

    Yo llevaba cuatro años militando en el comunismo clandestino de León, de colegio de curas y de procesiones de Semana Santa, desde que a la Unión Soviética le robaron el partido contra Brasil en el Mundial 82, y mi padre, indignado, gritando al televisor, calificó el arbitraje de Lamo Castillo como otro atentado contra los proletarios del mundo. Aquellos penaltis no pitados a la CCCP también fueron Guerra Fría, ajuste de cuentas, mandato de la CIA, y yo tomé partido por los derrotados, por los humillados, que más allá del Telón de Acero eran sin embargo los putos amos.

    Mucho antes de ser un navegador de Internet, Firefox fue una película cojonuda porque al final, aunque ganaban los yanquis, y el cabrón de Clint Eastwood se llevaba el avión, quedaba claro que la supremacía tecnológica estaba del lado de los rusos, y que si no habían pisado la Luna era porque no les había salido de los tovarichs, y que si no nos barrían del mapa  era porque en verdad eran unos buenazos que abogaban por la paz mundial, y la concordia entre los pueblos. Por eso, cuando fuimos conociendo el asunto nuclear de Chernobyl, y descubrimos que la URSS era un imperio cochambroso y cutre, pobretón y desvencijado, el comunismo radiante se nos fue apagando como otra ilusión más de la juventud -como el amor de las mujeres inalcanzables, o los sueños de jugar al fútbol profesional- y cinco años más tarde, cuando Gorbachov echó el cierre definitivo al negocio, nadie se quedó paralizado por la sorpresa.



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Borg McEnroe

🌟🌟🌟

Hubo un tiempo en el que al tenis se jugaba con los sacudidores de alfombras que usaba doña Jaimita para azotar en el culo a Zipi y a Zape. Las pelotas eran blancas, el Ojo de Halcón una quimera, y Rafa Nadal, por incomparecencia existencial, no había ganado todavía su primer Roland Garros. Era el tenis de mi infancia, el que daban por la vieja Philips en blanco y negro, donde todas las pistas parecían de color gris: la tierra de Roland Garros como ceniza, y la hierba de Wimbledom como agostada.  

    Ése era el único tenis que yo conocía, el de las grandes estrellas de la ATP, porque de niño, en León, sólo jugaban al tenis los niños pijos y los fantasmas. Los que eran socios de un círculo recreativo y se pegaban una buena sudada antes de lanzarse a la piscina, o los que se construían una cancha en el chalet para darse el pisto ante los vecinos. La vida de provincias...


    Cuando tuve conciencia de ese deporte televisivo llamado tenis, Borg y McEnroe eran los campeones que se disputaban los grandes torneos del circuito: uno hierático como buen sueco, el otro rebelde como buen americano. El tipo educado y el chico protestón. El rey a destronar y el príncipe heredero. El que te imaginabas en el palco de la Ópera de Estocolmo y el que te imaginabas pegando botes en un concierto de Bruce Springsteen. Recuerdo que en aquellos lances históricos yo iba con Borg, instintivamente, sin una razón concreta. Yo aún no sabía que Bjön procedía de un socialdemocracia ejemplar, y que McEnroe era el embajador de un Imperio que predicaba la esclavitud de los proletarios. Si lo hubiera sabido, me habría alborozado mucho más en las victorias de Borg, y deprimido con más dolor en las derrotas. 

    De todos modos, mi pasión por el sueco habría durado casi nada: un suspiro de seis o siete torneos, porque con veintiséis años, harto de la presión, del no-vivir del tenista profesional, el sueco del pelo largo y la cinta en el pelo se retiró de las pistas para ganarse la vida en otros menesteres, publicitarios e inversores, en los que fue mucho menos hábil que con la raqueta.


    El que siguió dando por el culo fue el otro, McEnroe, que duró muchos años en el circuito ganando trofeos y protestando a los árbitros, encarándose con el público, destrozando raquetas en los descansos... Un impresentable que al final nos terminó cayendo simpático por culpa de aquel anuncio de las maquinillas de afeitar BIC. "¡La bola entró...!", le gritaba al juez de silla, y éste le respondía que muy apurada, como su afeitado, y tal... Joder, fue mítico, aquel anuncio. En el colegio nos pasábamos todo el día diciendo "la bola entró", jugando al fútbol, o al baloncesto, o las canicas en el gua, con aquel acento texano del tipo que le doblaba, y que luego Aznar, nuestro Ánsar, imitaría a la perfección cuando visitó a George Bush hijo y puso sus patas innobles sobre la mesita del café.




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Ronin

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Ronin es una película de acción pura y dura, todo músculo y sin hueso. 0% de materia grasa. Tan simple como un pirulí, y tan enredosa como cualquier guion de David Mamet. Va de unos ex sicarios de las democracias que se enfrentan a sus ex colegas del comunismo por la posesión de un maletín. Un mcguffin que lo mismo puede contener un código nuclear, que un secreto desestabilizador o un trozo de kriptonita caído de los cielos. Ellos no lo saben, y lo mismo les da en realidad, porque su contenido sólo es una excusa que anima su codicia y justifica sus tiroteos. El viejo don Alfredo suspiraría de gusto al ver Ronin desde su tumba.

    De estos ronin que se han quedado sin trabajo tras el derrumbe del Muro de Berlín, y que vagan por el mundo sin amo y sin honor, como los samuráis caídos en desgracia, sólo conocemos su destreza con las armas o su pericia con los explosivos. Nada más. Que son implacables y muy hijos de puta, y que por un fajo de billetes se venden a cualquiera que proponga un buen negocio. Y si ese cualquiera, además, tiene la belleza irresistible de Natascha McElhone, y en el tiempo muerto de las vigilancias se adivina un polvo mayúsculo en lontananza, más todavía. 

    Del resto, de sus vidas personales, de sus traumas del pasado, nada se nos cuenta en la película. Qué nos importa, además, el hijo que juega al béisbol sin que papá lo vea desde la grada, o la ex mujer que se caga en sus muertos porque nunca llega la pensión. Frankenheimer y Mamet decidieron que Ronin fuera una película de tiros y hostias, persecuciones y bombazos. Y nada más, y nada menos. Una película de diálogos que van al grano, muy de expertos en la materia asesina. Casi de germanía. Lances verbales entre machos con mucha testosterona que presumen de currículum y de inteligencia, como venados que entrechocaran su cornamenta. Veteranos de la Guerra Fría que ya no creen ni en la democracia ni en el comunismo, pero sí, todavía, en la ideología inquebrantable de sus pelotas. Unos auténticos profesionales, como diría el inolvidable Pazos de Airbag. Y menudas "submachigáns" que se gastan, además.



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Melancholia

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El mero hecho de vivir ya es una melancolía constante. Todo sucede una sola vez y se esfuma para siempre. Nunca te bañarás dos veces en el mismo río, dijo Heráclito de Éfeso, y ahí empezó la gran melancolía que siglos después retomó Lars von Trier para su película.

    Todo está condenado a extinguirse. Nosotros moriremos, y nuestros recuerdos morirán con nosotros. Nuestros hijos, que ahora nos parecen inmortales, también morirán algún día, y rogamos a los dioses cada mañana para no llegar vivos a ese momento. Nuestro paso por la vida será borrado por completo. Al final se perderán nuestros genes, se borrarán nuestras fotografías, se rayaran nuestros discursos. Se quemarán nuestras escrituras en los fogones de los servidores. Desapareceremos. Y será como si nunca hubiésemos existido. La esperanza que Black Mirror depositó en San Junipero sólo es un cuento para adultos. La nana infantil que por una noche nos libró de la angustia y del mal sueño. Por mucho que TCKR Systems nos curara de la melancolía, y pudiera regalarnos una eternidad erótico-festiva donde el río de Heráclito se secara, llegará un día en que las mismas máquinas se oxidarán y las cucarachas sin conocimientos informáticos tomarán el relevo de la obra divina. ¿Y si ellas fueran, finalmente, las depositarias de las Sagradas Escrituras? ¿Ellas la imagen y la semejanza? 

Pero las cucarachas, con toda su preeminencia, también serán pasto de la melancolía. Tras su largo reinado sin Cucal aerosol, la Tierra será despedazada por el impacto con un cometa, o por el choque con un planeta descarriado como el de la película. O eso, o será convertida en fosfatina por un rayo láser de la Estrella de la Muerte, que pasaba por allí y decidió hacer prácticas camino de Alderaan. Y si no suceden estas cosas terribles -que sólo son probabilidades catastróficas- queda la certeza insoslayable de que el Sol acabará por calcinarnos y engullirnos.  Todo lo que ahora vemos, tocamos, soñamos o juramos como amor eterno, se convertirá en gas informe, en átomos disueltos, en polvo de estrellas. El origen, quizá, de nuevos sistemas y mundos. Parece bonito, sí, poético incluso, pero es una mierda pinchada en un palo. Es la melancolía. 





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Nymphomaniac II

🌟

Descubro, horrorizado, antes de ver Nymphomaniac II, que la señora H., personaje inolvidable de la primera parte, era Uma Thurman. La mismísima Uma Karuna. Y digo horrorizado no porque ella se haya vuelto fea, o tristemente vieja, que de momento los dioses la conservan hermosa, sino porque yo, en mi ceguera, en mi sordera, en mi temprana senectud, no fui capaz de reconocerla. Diez minutos de pantalla para ella sola, gritando, llorando, gritándole de todo al adúltero marido, y yo, en mi sofá, pensando para mí: “Este tipo es un imbécil. Con una mujer como ésta, ¿por qué se va con la ninfómana sin alma ni conciencia”? Quizá mi demencia, mi vejez, mi ocaso definitivo, empiece así, con un rostro amado que no reconozco, con un viejo amor al que no saludo.





Nymphomaniac II es un despropósito aún más delirante que la primera entrega. Al menos en Nymphomaniac I había escenas de sexo, y una chica muy guapa que las practicaba, y eso iba salpicando la trama de pequeñas alegrías que te empujaban a perseverar. Uno, además, que también tiene su puntito de humanidad, guardaba cierto interés en descubrir el destino final de Joe, la pelandusca del pecho plano y el espíritu torturado. Pero ahora, en Nymphomaniac II, por un azar femenino de la biología, su clítoris ya no responde a los estímulos, y Joe (que ya no es la actriz anterior, sino la macilenta y demacrada Charlotte Gainsbourg ), ahora camina vagabunda por la ciudad, desconsolada y perdida. 

    Para nuestro desconsuelo de espectadores pervertidos, Joe abandonará las camas y se lanzará a los caminos del masoquismo, del matonismo, del parlamentarismo incluso, pues no va a dejar de hablar en toda la película, contándole a un anciano anacoreta su triste pasado de tragasables. Del sexo oral hemos pasado, en profunda decepción, al sexo oralizado. Nymphomaniac II es un coñazo (valga la expresión). Una película prescindible que voy pasando primero a saltos de un minuto, luego de dos, y ya finalmente de tres, como las uvas que se comían el ciego y el muchacho en  "El lazarillo de Tormes". Tendría que habérmelo imaginado desde el principio: ¿Lars von Trier desnudando por fuera y por dentro a las mujeres? Vamos, hombre. Una excusa barata para rodar pornografía (que se agradece), para dar clases de filosofía (que ya sabíamos), y para hacer un análisis profundo del alma femenina (que es un asunto incognoscible).


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