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Atraco perfecto

🌟🌟🌟🌟🌟


Vivo podrido de películas. O revitalizado por ellas, no sé. En cualquier caso, colonizado. Se lo debo a la soledad, pero también al gusto y a la predilección. Mientras otros escalan montañas o beben vinos en el bar, yo veo películas en la tele. Ellas me entretienen, me forman, me deforman... Me hacen vivir otras vidas mientras desvivo la mía propia, que es tan poquita cosa: el despacho funcionarial, los turnos de alimentarse, los paseos por La Pedanía... 

Poco a poco las películas se van fusionando con la realidad y ya no sé lo que vi en una película y lo que vi fuera de ella. A veces la realidad supera a la ficción, y a veces, viendo una película, me parece estar caminando por el mundo. La frontera se vuelve porosa, se difumina, la van cambiando de lugar. Dormirse cada vez se parece más a apagar la televisión. 

Lo noto. Me noto. Cada vez sucede con más frecuencia: ir por la calle o estar hablando con alguien y de pronto encontrar el parecido, el paralelismo, la referencia casi exacta con una escena que vi, con un personaje que se parecía, con un diálogo que no se me ha olvidado del todo. Me pasa, por ejemplo, que estoy en un aeropuerto esperando la maleta y me acuerdo, impepinablemente, de los billetes que echaban a volar en “Atraco perfecto”. De la mala suerte de ese tipo que ya lo tenia todo hecho: los millones y la novia, y dos billetes de avión para escaparse. Parado ante la cinta transportadora me imagino mi propia maleta abierta sobre la pista de los aviones: algún calcetín con tomate, la camiseta sin planchar, el libro inconfesable abierto de par en par...  Mis vergüenzas al aire. No delictivas, como en la película, pero sí sonrojantes. 

También me da por pensar, recordando al pobre Sterling Hayden, en la mala suerte secular de los pobres. En el estigma que los persigue. Que nos persigue. Porque para robar sin que se note, sin montar un circo con máscaras y escopetas, ya hay que nacer rico, dentro del sistema. Quien menos lo necesita es quien nace más preparado para despojarnos. Que se lo digan a los miembros de la realeza... Dios tiene mucho sentido del humor. O es un mal nacido despreciable. 





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Stanley Kubrick, una vida en imágenes

🌟🌟🌟🌟

Durante mucho tiempo sostuve que Stanley Kubrick era mi director preferido. Ahora ya no estaría tan seguro. En estos treinta años que han transcurrido desde que descubrí sus películas en los cineclubs de León y en las Rebajas de El Corte Inglés, he visto tanto cine que ya no me cabe todo en la cabeza, y en el maremagnum he descubierto cineastas que compiten con el señor Huraño en su bendita genialidad.

Tengo que reconocer, además, que alguna película de don Stanley ya se resbala por mi atención... Que ha sufrido la corrosión mortífera de los calendarios. No voy a citarlas por respeto al maestro. Pero también digo: Stanley Kubrick jamás abandonará este panteón mío de los hombres ilustres. Repasando el documental he contado varias obras maestras que justifican su lugar en mis altares. Su lugar de preeminencia en las nubes del Olimpo. No así su asiento VIP en mi estantería, porque la tengo ordenada por orden alfabético, del director A al director Z, para no perderme cuando las busco, pero también para que ningún autor se crea mejor o peor que sus colegas. Stanley -ahora que lo conozco mejor gracias al documental -habría aplaudido sin duda esta sabia decisión. Él también era un rígido cartesiano; un maniático cargante de sus cosas. 

¿Sus obras maestras? Cada dos o tres años tengo que ver “Teléfono rojo: volamos hacia Moscú” y “Senderos de gloria” como si fueran alimentos básicos de mi vida. También “Lolita”, y “El resplandor”, y por supuesto “Eyes Wide Shut”, aunque muchos críticos con pipa la defenestren. Me da igual. Que les den por el culo, como en la orgía aquella. La contraseña era “Fidelio”, por cierto, por si quieren apuntarse. 

Estas cinco películas nunca conocerán el paso del tiempo. O sí, pero dentro de varios siglos, cuando por fin descubramos el monolito enterrado bajo la superficie de la Luna y nos enteremos de lo que vale un peine sideral. "El Manolito", como decía Carlos Pumares... “2001”, por cierto, es una de esas películas que ya no pueden verse sin consultar el teléfono móvil de vez en cuando.






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La chaqueta metálica

🌟🌟🌟🌟


Recuerdo, como una puñalada en el alma, que fue José María Aznar -el famoso “Ánsar” que hablaba en americano impostado y ponía los pies sobre la mesa- el tipejo que finalmente nos quitó el servicio militar. Supongo que lo haría por razones económicas, a él que tanto le iban las marchas militares y que lo mismo se apuntaba a matar moros en Asia que a invadir la isla de Perejil para que los generales tuvieran un entretenimiento y le pegaran cuatro tiros a las gaviotas. Manda cojones que la mili -la puta mili que dibujaba Ivá en “El Jueves”- tuviera que retirarla un tipo con la camisa nueva que Ana Botella le bordaba en rojo, y ayer. Él, manda cojones, él, el hombre con la sonrisa de hiena y el bigote de fascista, y no nuestros queridos muchachos del socialismo, siempre más pendientes de pegar pelotazos y de inaugurar fastos modernizantes. 

Aquel gesto de Ánsar fue una victoria, pero también una vergüenza para el sector no beligerante de este país: la España pacifista, ilustrada, que veía aquella instrucción con los sargentos chusqueros como una estupidez propia de los tiempos medievales. Un servicio a la patria -la patria de los curas, claro, de los terratenientes, de los banqueros, de los altos ejecutivos del IBEX 35- que te partía la vida por la mitad y además te rebajaba como persona. Que te hacía descender de la categoría de hombre a simio de la selva “nasío pa’ matá”. 

Yo, por fortuna, me libré de todo aquello. Primero porque pedí prórrogas de estudio y luego porque me hice objetor de conciencia. No tenía otro remedio. Enfrentado al salto de potro, a la escalada de cuerdas, a la limpieza exhaustiva de mi Cetme de combate, yo hubiera sido la versión española del recluta Patoso. Primero por naturaleza, y luego porque si me gritan, si me achuchan, ya no soy persona. Je suis el recluta Patoso y entiendo su turbación.

Al final, cuando ya me tocaba servir de bibliotecario en la Universidad, me llegó una carta diciendo que me daban por liberado. Por inútil total, incluso para desempeñar un servicio a la comunidad. Fue un aguijón en mi autoestima, pero una suerte del copón. Nunca tuve que sufrir a ningún héroe de pacotilla gritándome al oído, ni cagándose en mi madre.



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Barry Lyndon

🌟🌟🌟🌟


Una voz interior -la más tocacojones y desalmada que poseo- me iba susurrando todo el rato que “Barry Lyndon” se ha quedado un poco vieja y parsimoniosa Me repetía, la muy víbora y analítica, que un 10% del ADN de Martin Scorsese hubiera venido de perlas -las perlas de la condesa de Lyndon, por ejemplo- para aligerar su excesivo minutaje y no ir perdiendo fuelle con el paso de las décadas. Pero yo, a esta voz interior, cuando se pone a rajar sobre según qué películas del santoral, prefiero no hacerle caso y enmudecerla con el soliloquio que habla de la belleza inmortal de los clásicos. Porque mira qué es bonita, “Barry Lyndon”, como una sucesión de cuadros expuestos para el paseante de su museo... Yo, por supuesto, también tengo mis niños mimados, y mis niñas consentidas, y aunque soy consciente de sus muchos defectos no permito que nadie se meta con ellos en mi presencia, aunque sea una voz propia que nace de mis viejos instintos de cinéfilo.

En cualquier caso, las tres horas de “Barry Lyndon” encajaban como un guante de seda en las tres horas largas de esta siesta casi veraniega. Hay poco que hacer en La Pedanía entre las cuatro y las siete de la tarde, cuando más aprieta el sol y no corre un soplo de aire por las callejuelas. Esto, por supuesto, no es la Irlanda civilizada de Redmon Barry, donde el verano es apenas una molestia pasajera. Esto es el trópico trasplantado a un valle perdido del Noroeste Peninsular, rodeado de montañas que impiden la ventilación y multiplican la sensación de encierro en una prisión. 

Cuando Marisa Berenson apareció en mi televisor aletargada en su bañera, semidesnuda, esperando que la vida se pusiera en marcha más allá de los muros, me he sentido como reflejado en un espejo, yo que también yacía lánguido en mi sofá, desnudo de cintura para arriba, esperando que el sol dejara de filtrarse por las lamelas para anunciar que ya iniciaba su descenso a los infiernos, donde repostará el calor necesario para seguir molestando mañana por la mañana. 





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Lolita

🌟🌟🌟🌟🌟


En la novela de Nabokov, Lolita tenía 12 años. En la película, para amortiguar el escándalo, le pusieron 14. Y para que todo fuera menos tenebroso y retorcido, eligieron a una actriz de 16 años para el papel. Una actriz que además, cuando miraba por encima de las gafas de sol, parecía tener los mismos años que el mundo desde que es mundo. No sé cuántos, pero desde luego muchos más.

    Hoy en día todo esto es inadmisible. Nadie se atrevería a volver sobre los pasos de la nínfula de Nabokov. No hay manera. Es material explosivo, radioactivo, condenatorio. Lolita es una novela que ya no puede llevarse a los sitios públicos. Siempre habría alguien que te insultaría al pasar, que te llamaría pederasta, o amigo de los pederastas, o banalizador de la pederastia. La camarera, o el camarero, te escupiría en el café antes de servírtelo. Habría conocidos que se harían los suecos al pasar y no te saludarían. La última vez que la leí la novela -y juro que no miento- yo la llevaba en la mochila con las cubiertas cambiadas, de otra novela de la misma colección, como un terrorista que fuera por ahí con las matrículas del coche cambiadas.

    La película, por supuesto, ya sólo puede verse en la intimidad. No creo que nadie tenga el valor de volver a programarla en un cineclub, en una retrospectiva, en una sesión clandestina de la tele. Al responsable le montarían un escrache, le sabotearían la proyección, le llamarían delincuente, criminal, pornógrafo de lo infantil. De todo menos bonito. A él y a todos los espectadores que sólo estaban allí para ver una película de Stanley Kubrick. Lolita sigue siendo una obra maestra, pero ya es una película muerta. De hecho, yo no debería ni hablar de ella. No, al menos, en este foro público. Sólo entre amigos, en bares ruidosos, sin nadie alrededor. Nunca sabes quién puede estar malinterpretando, sobreanalizando, wasapeando a una amiga para decirle que acaba de desarticular una banda de abusadores. Con Lolita ya sólo se puede hacer esto: mencionarla. Constatar que los tiempos han cambiado. Y que las grandes películas permanecen. Ni siquiera me he atrevido a ilustrar la entrada con una foto de Lolita. Sólo salen sus pies. Ya estoy mostrando demasiado. Escribiendo demasiado.



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La naranja mecánica

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La naranja mecánica habla sobre la violencia y el libre albedrio. Y en ambos casos se ha quedado tan vieja como muchas filosofías del pasado. 

    Los debates que propone La naranja mecánica huelen a rancio, a pis reseco. Hace mucho tiempo que el conductismo se retiró de su cátedra para vivir un plácido retiro en el campo, cultivando hortensias y recorriendo senderos con un cazamariposas. Sus terapias nunca cambiaron a nadie de verdad. Sus monsergas sobre el condicionamiento jamás superaron al perro de Pavlov. En lo que a seres humanos se refiere, sólo sirvieron para que la gente aprendiera a comportarse en un contexto determinado. A esquivar ciertos castigos y a obtener ciertas recompensas. Y nada más. Cálculo y disimulo. Cien bofetones, o cien golosinas, jamás sirvieron para que un hijo o un alumno dejara de ser como es. Los sistemas basados en correctivos o en gratificaciones sólo enseñan a encubrir, a no meter la pata. Y luego, fuera de los focos, de la vigilancia, cada uno vuelve a ser como dios le trajo al mundo, libre como un animalillo. El experimento Ludovico que en La naranja mecánica pretende haber borrado los impulsos violentos de Álex, sólo es una mandanga arqueológica de la psicología.


    Y luego está lo del libre albedrío... El libre albedrío, el pobrecico, tampoco está ya entre nosotros. Él también se retiró de su cátedra para dedicarse a recoger caracoles en el campo, y a contemplar la obra magnífica de Dios. Freud ya lo había herido de muerte a principios del siglo XX. La existencia del subconsciente fue un descubrimiento tan humillante para el libre albedrío como la teoría de la evolución, o como la cosmología renovada de Copérnico. Pero tuvieron que pasar muchas décadas antes de que la ciencia moderna demostrara que, en efecto, antes de ser conscientes de haber tomado una decisión, esa decisión ya está tomada en nuestros fogones. Lo único que hace nuestro yo es quitar la campana para ver qué nos han servido esos cocineros silenciosos que urden nuestras decisiones. Si la gran cuestión de La naranja mecánica es si Álex puede optar entre el bien y el mal, el bostezo filosófico se adueña rápidamente de nuestras mandíbulas, y ya sólo reparamos en la estética un tanto kitsch y barroca de la película, que también tiene, por cierto, algo de demodé, y de sobrepasado.

    La naranja mecánica tuvo su momento de gloria porque salían violencias nunca vistas, y pechos inusitados, y palabros provocativos que eran de mucho escandalizar. Y hasta un ménage à trois rodado sin filtros ni ángulos ciegos, aunque eso sí, pasado a la velocidad espídica de la decencia. Pero ahora, cuarenta y tantos años después, los espectadores modernos ya estamos curados de tales espantos, y ni siquiera eso nos queda de la película. Qué le vamos a hacer. 



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Eyes Wide Shut

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El protagonista de Ampliación del campo de batalla -la novela de Michel Houellebecq- sostenía que el matrimonio se instituyó para que las personas insustanciales, sin atractivos que atraigan las miradas ni estremezcan los deseos, se ahorren la humillación de buscar una pareja sexual cada vez que aprieta el deseo. El matrimonio sería la institución benéfica que recoge todos estos corazones rotos y los aloja en habitaciones compartidas. El seguro de hogar de una cama caliente. La rendición de quien ya perdió para siempre las ganas de probar suerte. La paz del espíritu que se conforma con su destino y se aviene con lo que hay.

    Así decía, más o menos, el personaje torturado de Michel Houellebecq, que dejaba en el aire una pregunta sin responder: ¿por qué se casan, entonces, los hombres apuestos y las mujeres hermosas? A ellos no les cuesta nada satisfacer sus anhelos de compañía. Sólo tienen que acicalarse, salir a la calle, dejarse caer por los lugares frecuentados y fijar la mirada en un objeto de deseo. Acercarse, charlar, insinuarse. Probar suerte -como mucho- dos o tres veces antes de que una pieza disponible caiga abatida. No necesitan contratar un seguro sexual que les cobije en el fracaso. Porque ellos nunca fracasan. 

    ¿Por qué, entonces, terminan casándose? Eso es lo que también se pregunta el madurito que baila con Nicole Kidman al principio de Eyes Wide Shut. ¿Por qué querría estar casada una mujer tan bella como usted, que puede conseguir a cualquier hombre en esta fiesta o en cualquier otra? Y Nicole, que se presta y no se presta al juego de la seducción, sonríe con malignidad de gata instruida. La pregunta del galán ha calado en su conciencia. Vuelve a recordar que es una mujer con anillo en el dedo, sí, pero sumamente deseable para el resto de los hombres. 

    Mientras tanto, al otro lado del inmenso hall, su marido, que también es un hombre guapo que concita miradas de deseo, tontea con dos jovencitas que se lo quieren llevar al huerto del fornicio. Al final del arco iris, dicen ellas, tan resaladas... Su esposa le ha descubierto, y al llegar a casa, aunque ambos sólo han pecado de pensamiento y no de obra, se desata la guerra de celos. Su matrimonio se tambalea. Son demasiado guapos, demasiado interesantes para no soñar con otras oportunidades. Con nuevas parejas sexuales que aviven las llamas apagadas. Ellos se quieren y se desean. Se respetan, y se siguen guardando fidelidad. Pero sólo tienen que chascar los dedos...



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Habitación 237

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Alguien de cuyo nombre no quiero acordarme me recomendó, con encendidas alabanzas, y adjetivos muy sonoros, Habitación 237, que al parecer es el documental definitivo sobre las simbologías y ocultas intenciones que Kubrick puso en El resplandor

    Uno pensaba, en su cortedad de miras, que El resplandor era la adaptación de una novela de Stephen King: la historia de un escritor frustrado que se enfrenta a la pesadilla del folio en blanco y termina desquiciado. Un cuento de terror sobre la ausencia de talento y el abandono de las musas. Pero esta interpretación, después de haber visto las sesudas lecturas que se exponen en Habitación 237, se queda corta, banal, muy propia de este blog perdido en la blogosfera. Por el documental pasan espectadores de perspicacia singular que dicen haber descubierto en tal detalle o en tal "error" la prueba fehaciente, incuestionable, de que Stanley Kubrick hablaba realmente sobre el genocidio de los indios americanos, o sobre el Holocausto de los judíos, o sobre el Minotauro cretense resucitado en las Montañas Rocosas. O -lo más jugoso de todo- sobre la falsa llegada del hombre a la Luna que el mismo Kubrick rodara en 1969 para que los rusos se murieran de envidia, y los occidentales reconociéramos el poderío supremo de nuestros amos. 

    El mismo título del documental ya es, según estos exégetas de El resplandor, una pista irrefutable de que Kubrick estaba confesando su impostura selenita, pues la habitación original de la novela -donde Jack Torrance bailaba con el fantasma salido de la bañera- llevaba el número 217 estampado en la puerta, mientras que la habitación de la película, en unas explicaciones muy confusas sobre negocios y maldiciones que a nadie convencen, lleva el 237. Y 237.000 millas es, milla arriba milla abajo, la distancia media entre la Tierra y la Luna... El que tenga ojos, que vea. Hay que joderse.


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El resplandor

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Ese sexto sentido que en la película llaman "el resplandor" no es un prodigio tan infrecuente. No hay que tener midiclorianos en la sangre, ni poseer el sentido arácnido de Peter Parker, para presentir la desgracia en cada recodo de la vida. Simplemente hay que hacerse mayor, pegarse varias hostias de campeonato, e ir aprendiendo poco a poco a distinguir los entornos hostiles y los personajes chalados. El cocinero del hotel Overlook, que se tira el rollo de poseer "el resplandor" y haberlo heredado de su abuela querida, en realidad sólo es un hombre veterano que ha visto pasar por el negocio a tipos de todo pelaje, lo mismo clientes que empleados. Y cuando conoce al próximo guardián de la época invernal -un desgreñado con cara de loco, aliento de alcohólico y sonrisa de psicótico inminente-, y descubre, además, la mirada asustada en su mujer, y la taradura extraña de un chaval que habla con su propio dedo, los pelos que no tiene en la cabeza se le erizan de miedo, y el presentimiento de que esa familia va a terminar siendo el ejercicio de un aizkolari ya no le deja disfrutar de sus merecidas vacaciones. Así que el pobre hombre, maldiciendo su suerte, su puto resplandor, decide internarse en las carreteras nevadas de Colorado para ir a rescatar a esos desgraciados que ya se defienden cuchillo en mano, allá en el cuarto de baño.






    Y qué decir de ese pobre chaval, que lleva años conviviendo con un padre que se parece mucho a Jack Nicholson, el actor que una vez hizo de loco en una película de manicomios y le dieron un Oscar por clavar la chifladura. Papá, el querido Jack, que para más inri se llama igual que el actor, es un tipo que también sonríe con todos los dientes, hace gestos raros con las manos y emite sonidos guturales cuando habla. Allá en Denver, cuando papá soltaba las maldiciones o sacaba la mano a pasear, había vecinos, policías, familiares incluso, y uno se sentía lejanamente protegido. Sólo había que abrir la ventana y gritar, o coger el teléfono y llamar. Pero aquí, en el hotel Overlook, en las montañas donde Cristo perdió el mechero y todavía no lo ha encontrado, no hay nadie que responda a la llamada. La emisora de radio no funciona, las líneas telefónicas se cortan con las nevadas, y el invento de internet es todavía un cuento de hadas en 1980. Él y su madre están indefensos contra este Homer Simpson sin puta gracia que sin tele y sin cerveza ha perdido la cabeza. Este chaval no tiene ningún "resplandor": sólo está acojonado. Y tiene pesadillas sangrientas.




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