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Gene Kelly: Anatomía de un bailarín

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“Hizo feliz a la gente”. Es lo que pone en la escultura dedicada a Bill Shankly, el mítico entrenador del Liverpool, a la entrada del museo de Anfield. Y no se me ocurre mejor piropo para ningún muerto homenajeado, sea entrenador de fútbol o bailarín de los musicales americanos. 

En internet solo he encontrado una estatua dedicada a Gene Kelly, lo que me parece un síntoma preocupante de la decadencia de Occidente. Incluso de la caída del imperio americano, que lleva 80 años colonizándonos pero que a cambio nos regala el mejor cine del mundo y el espectáculo nocturno de la NBA. La escultura de Gene Kelly -que también hizo feliz a la gente- no tiene ningún texto de alabanza, y para más inri no está en Estados Unidos, sino en Londres, que fue el lugar de su exilio artístico y personal cuando el senador McCarthy se puso muy tonto con él y con su señora, siendo Kelly un demócrata de izquierdas y Betsy Blair más roja que los tomates de New Jersey.  

Este documental titulado “Anatomía de un bailarín” no figura en ninguna guía conocida de internet, así que puede ser que yo lo haya soñado, y que sea un añadido onírico como esos números bizarros que el propio Kelly metía en sus películas. Pero yo juraría que no: que el documental venía en el disco 2 de esta edición de lujo de “Un americano en París”, que una vez me cobraron en El Corte Inglés a tan alto precio que gracias a mi compra salvaron la temporada y pudieron pagar a los trabajadores. Abrazos y todo, me dio aquella guapa señorita al frente de la caja registradora, aunque luego, ay, se olvidara de pedirme el número de teléfono.

El documental es de esos que se agradecen por su honestidad. El genio y el plasta, el creador y el tirano.. También es verdad que los invitados riñen al fantasma con una sonrisa de añoranza. Kelly era un ególatra y un perfeccionista, y gracias a eso construyó una década de musicales prodigiosos. Entre ellos “Cantando bajo la lluvia”, que es la película que me llevaré a la isla desierta cuando me deporten. Una obra maestra a pesar de que Kelly, sobrado de sí mismo y exigente al máximo en los rodajes, pusiera a todo el mundo al borde de un ataque de nervios. 




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Siempre hace buen tiempo

🌟🌟


Niego la mayor. Ya nunca hace buen tiempo. Cada vez que el telediario declara que por encima de 30ºC gozamos de “buen tiempo”, me dan ganas de traspasar la pantalla para protestar. Pero no hay solución: los metereólogos obedecen consignas del sector turístico, que vive de abrasar a los guiris en las playas y de abrasarlos luego en el chiringuito. Todo lo que sea sequía, quemadura y cáncer de piel es bueno para el negocio y se endulza con el lenguaje. En España, preferir el clima templado creo que ya está penado por la ley.

Diga lo que diga Gene Kelly, ya nunca hace buen tiempo. Si acaso en la última quincena de abril, o en la primera de octubre, que son los últimos bastiones del clima civilizado. A eso se han quedado reducidos el otoño y la primavera, que en nuestros libros de la EGB  duraban tres meses de bonanza. Es el cambio climático, estúpido, que ha reducido el arco parlamentario al bipartidismo del invierno y del verano. Un invierno cada vez más suave, eso es verdad, pero también un verano más insoportable y apocalíptico. Los franceses se ríen de nosotros diciendo que África comienza en los Pirineos, y lo cierto es que no andan muy desencaminados. Pero es que ahora resulta que es la puta verdad.

Y no: tampoco hace buen tiempo en lo metafórico. En la película hay “happy end” porque se trata de un musical de Hollywood, pero es evidente que a partir de cierta edad ya cuesta conservarlo todo: los amigos, el amor, el pelo en la cabeza... A cada uno según sus pecados y de cada uno según su constitución. Cada vez más viejos y más pellejos todos. 

Ni siquiera a Gene Kelly le iba demasiado bien en lo profesional cuando se puso los patines en la escena culminante. De hecho, “Siempre hace buen tiempo” fue su canto del cisne. El último clásico verdadero de sus andanzas. Aquí se juntaron los mismos que tres años antes rodaron “Cantando bajo la lluvia”: el director, el productor, los guionistas, Kelly y su entusiasmo... Pero aquello fue un milagro y esto fue un bajonazo. Jolín: trabaja Cyd Charisse y solo nos regala un número de baile. Y sin patorra ni ná. La decadencia, ya digo.





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Bodas reales

🌟🌟🌟


Siempre que en la parrilla del TCM yo encontraba el título de “Bodas reales”, pensaba: esto debe de ser un documental sobre bodorrios regios, seguramente anglosajones, con toda la pompa y la circunstancia que rodea a semejantes indeseables. Mi madre, por ejemplo, tiene los DVD de las bodas borbónicas y todos tienen títulos muy parecidos. Me refiero, por supuesto, a las bodas últimas: cuando se casó la Menos agraciada, y la No me consta, y el parto bien aprovechado que se llevó finalmente a la mujer que yo tanto amaba: Leticia Ortiz, musa de mis telediarios nocturnos en  CNN + y luego de los diurnos en TVE, aunque ahí ya leyera los textos dictados por el gran capital.

El otro día, sin embargo, buscando ampliar mis horizontes, me dio por pinchar en la ficha de “Bodas reales” y descubrí que en realidad se trataba de una película de Fred Astaire dirigida por Stanley Donen. Un musical clásico, de los de toda la vida, con personajes que de pronto rompen a cantar o a bailar en medio de la vida civilizada. Yo antes odiaba estas transgresiones, pero ahora, no sé por qué, me parecen más reales que la vida misma. Tendemos a pensar -siguiendo a los griegos que inventaron el teatro- que la vida se mueve entre la comedia y la tragedia, y no es verdad: todo es una gran broma, un gran cachondeo que trasciende los géneros teatrales, y los musicales son el verdadero porro que llega a la esencia real de nuestras emociones. 

Cuando Jane Powell se pone a cantar en “Bodas reales” dan ganas de coger la pantufla y lanzársela al televisor, pobrecico, que ninguna culpa tiene. Pero cuando aparece Fred Astaire para llevársela a bailar y marcarse unos claqués sobre el escenario, a mí se me van los pies sobre el puf, y se me pone la sonrisa tonta de envidioso compulsivo. Yo, como Nanni Moretti en “Caro Diario”, siempre soñé con aprender a bailar. Pero este esqueleto, y esta musculatura, y esta coordinación lamentable, apenas dan para sostenerme en pie y no trastabillar al caminar.

(“Bodas reales”, por cierto, es la película en la que Fred Astaire baila por las paredes y luego por el techo. Dancing on the ceiling, como también cantó y bailó Lionel Ritchie, en homenaje).





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Dos en la carretera

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Desde que la sociología se preguntó si las personas emparejadas son más felices que las personas sin pareja, la respuesta es que sí, en cualquier estudio que se encargue, en cualquier cultura que se escrute. Y parece obvio, la verdad, casi de Perogrullo. Un gasto innecesario de tiempo y de papeleo. Las personas emparejadas son cuidadas en la enfermedad, consoladas en la desdicha, satisfechas en el sexo... O al menos así se presupone. Se dice, con mayor o menor romanticismo, que estas personas están "completas", como si conformaran un círculo, o un tándem, o un puzle de dos piezas tan básico como necesario. 

    Es la tesis que defiende Dos en la carretera, la road movie que protagoniza el simpático matrimonio Wallace. Que no son Marcellus y Mia Wallace conduciendo por Los Ángeles, sino Audrey Hepburn y Albert Finney surcando un verano sí y otro también el mapa de Francia, camino de la Riviera. Dos en la carretera también defiende que el dinero no hace la felicidad conyugal. Sólo si te saca de la pobreza extrema, o de la necesidad material. Porque con el techo cubierto, el estómago lleno y las facturas pagadas, la felicidad crece en una pendiente muy poco pronunciada por más lujos que se  añadan. El matrimonio Wallace no sonríe más ancho ni está más satisfecho por alojarse en hoteles caros y pedir langostas de plato principal. 

    Ayer mismo, antes de dormir, yo clausuraba el libro Sapiens, de animales a hombres, que tanto ha dado que hablar en los círculos intelectuales. Y también en los círculos intelectualoides, que es donde uno se mueve como pez en una charca. Curiosamente, en sus últimas páginas, el autor se hace varias preguntas sobre la felicidad del Homo sapiens, y una de ellas, a la que dedica un sustancioso párrafo, plantea la posibilidad de que el matrimonio no haga a las personas felices, sino que sean las personas felices las propensas al matrimonio. De tal modo que los Wallace sólo estén dando vueltas en círculo por los caminos de la filosofía conyugal -condenados como están a entenderse-, mientras conducen en línea recta hacia las playas soleadas del Mediterráneo.


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Un día en Nueva York

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Es sábado por la mañana. En el desayuno, sin la prisa de la escuela, mi hijo y yo vemos el arranque de Un día en Nueva York, que hemos pillado por casualidad en los canales de pago. Es justo la escena inicial, cuando Gene Kelly, Frank Sinatra y el otro tipo cuyo nombre se comió la historia bajan del barco cantando ”New York, New York... ¡It’s a wonderful town!, dispuestos a destripar la ciudad en un solo día.

Mi hijo se ha levantado tan somnoliento que ni siquiera protesta por la usurpación de su territorio, donde los dibujos animados son reyes absolutos y tiránicos. Yo me ducho, me visto, saco el perro a pasear, y al volver a casa, cuarenta minutos después, ahí sigue el retoño, en la silla del comedor, con el desayuno ya terminado, siguiendo las andanzas de los tres marineros cantarines. Y aunque quiero alegrarme, no sé si preocuparme también. O Un día en Nueva York es un clásico tan luminoso que encandila incluso a los niños playstónicos del siglo XXI, o este chaval no ha dormido un carajo y ni siquiera sabe qué es lo que está viendo, más allá de unos tíos vestidos de primera comunión que cantan y bailan cuando les apetece. 

Tengo la tentación momentánea de preguntarle, de desvelar el misterio científico de su interés, pero en el último instante prefiero pasar de largo por el pasillo. De pronto me da miedo conocer la verdad. Un niño de trece años fascinado por Un día en Nueva York -no drogado, no alelado, no amenazado-  sería realmente, en los tiempos que corren, un friki. Una rareza de la que presumir sólo en voz baja, en ambientes muy selectos y discretos. Un motivo de orgullo, sí, y hasta de honda satisfacción. Pero una preocupación más en este páramo cinematográfico donde nadie nos entiende, y nadie nos acepta. El repelente niño Vicente al que uno no sabría si exhibir o esconder.








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