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Los cazafantasmas

🌟🌟🌟


La película es un caca. Una caca ectoplásmica, ya que estamos. De las que no huelen, pero tienen consistencia. Si no estuviera Bill Murray sosteniendo el tenderete, con sus jetos impagables, y sus chistes de cínico ateniense, no la pondrían ni en las nostalgias del TCM, ni en los rastrillos del Canal Hollywood. O la pondrían a horas muy intempestivas, sin anunciarla en las cortinillas. La trama es una memez, los efectos especiales vergonzosos, y Sigourney Weaver, la verdad, por muy sexy que se ponga cuando hace de diosa sumeria, nunca me puso como señorita, ni como señora.

Pero joder, son los cazafantasmas, y los cazafantasmas son amigos de la adolescencia, años ochenta que te cagas, los de Gordon Gekko y Ronald Reagan en la cima de la avaricia, los del PSOE perdiendo las siglas centrales en cada decisión y en cagada. Recuerdo -con una nitidez aplastante, y preocupante, porque dicen que eso es un indicio de la vejez- que vi Los cazafantasmas en el cine Abella de León, con doce años, con los coleguitas de entonces, ya preadolescentes perdidos, aullando como micos entre centenares de semejantes. Los cines de antes... El cine Abella era mi territorio, mi finca particular, porque yo entraba gratis por ser hijo de empleado, y mis amigos conmigo, claro, nunca las chicas que yo deseaba desde la distancia de una acera, que era una distancia, precisamente, como de vivo y de fantasma, o viceversa.

Todo esto podría dar para un río de recuerdos, porque jodó, qué año, 1984, para nada el que imaginó Orwell, pero jodó, qué año, al menos en lo personal, en lo provinciano del colegio y del fútbol, de los segundos amigos y las primeras erecciones. En 1984 no existían los fantasmas, porque habíamos abjurado de cualquier metafísica de los curas, pero sí existía, rotundo, hecho de piedra y ladrillo, el cine Abella, que iba a durar mil años o más en las carteleras. Y luego, lo que son las cosas: el cine Abella cerró y se convirtió en un taller de bicicletas, y casi al mismo tiempo, como fenómenos comunicantes, empezaron a brotar los fantasmas por doquier, de los muertos de León, de los amigos perdidos, de los amores nunca correspondidos.





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Armas de mujer

🌟🌟🌟🌟

Ser una mujer como Melanie Griffith en Armas de mujer no tiene que ser nada sencillo. Ella se mira al espejo y se sabe inteligente, incisiva, capacitada para ascender dentro de los cotarros profesionales. Sin embargo, cuando lanza su gran idea en la reunión, o su gran ocurrencia en la fiesta de la empresa, comprueba que los hombres se quedan obnubilados en su pechamen, indomable bajo los ropas, o en el culamen, que no tiene cráneo que lo contenga. Es entonces cuando vuelve a asumir la desgracia irresoluble de las mujeres hermosas: que su inteligencia viene secuestrada en una carcasa ósea y no es evidente a primera vista, y que esos tipos hipnotizados apenas han comprendido nada de lo que ha dicho. Ellos carraspean incómodos cuando les interroga con la mirada: "Repetidme lo que he dicho...".

     La transición del simio que babea al hombre que escucha aún no está perfeccionada por la evolución, y en esos trances se nos ve el plumero, el pelo de la dehesa, el vello del orangután...

        Es triste, sí, pero es real, indisimulable. Lo primero que vemos los hombres en una mujer es la belleza, la simetría, la proporción de las formas. Es un escaneo involuntario que los hombres más civilizados finiquitamos (me incluyo) en cuestión de décimas de segundo, antes de recomponer el gesto y mostrarnos interesados en la conversación. Sin embargo, los hombres más apegados al pasado evolutivo tardan mucho tiempo en procesar, y son como un procesador pentium de los antiguos, que se queda ahí, rulando, haciendo ruido, atorado en una única tarea. Al final, la única diferencia entre el caballero y el cerdo sólo es la velocidad de procesamiento. Una cuestión tecnológica. Cuantitativa, pero no cualitativa.

 De hecho, en la película, el personaje de Harrison Ford primero es bonobo de la selva, ensordecido por el deseo, y ya luego, con el instinto reposado, y la dignidad restablecida, un amante ejemplar que ha cumplido la transición canónica del macho al hombre, del gorrino al civilizado. La aspiración íntima de las mujeres enamoradas.




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El año que vivimos peligrosamente

🌟🌟🌟

Los occidentales tienen la extraña costumbre de enamorarse en ambientes exóticos y peligrosos. Mientras los oriundos del subdesarrollo se acechan en las junglas para llevar a casa un cuenco de arroz, los imperialistas que trabajan en las embajadas, o escriben mentiras para los periódicos, dedican su tiempo libre a los escarceos del amor. Los hemos visto en muchas películas, besándose bajo las lluvias torrenciales del monzón, mientras ahí fuera se matan los guerrilleros y los gubernamentales.

    Los amantes de las películas casi siempre se conocen en el cóctel del embajador, o en el baile del general, y les basta un cruce de miradas y un saludo protocolario para amarse con la locura arrebatada de los trópicos. Quizá confunden el calor del ambiente con el ardor de la sangre. La excitación de la adrenalina con la exaltación de la pasión. Quizá toman lo exógeno por lo endógeno, lo circunstancial por lo duradero. En sus tierras de origen todo es tranquilo y civilizado, y los corazones no están acostumbrados a latir más deprisa por culpa del peligro que se respira en el aire. Tal vez confunden la taquicardia del amenazado con la agitación del enamorado.

    La guerra civil todavía no ha estallado en Indonesia cuando Mel Gibson y Sigourney Weaver se conocen en un sarao típico de los anglosajones -el crocket, o el cricket, o el aniversario de la Reina. Pero es obvio que no queda mucho para que comiencen las hostilidades. Los barcos cargados de armas ya están llegando a los puertos, y los soldados indonesios tienen órdenes de limpiar sus fusiles. Hace mucho calor en las Indias Holandesas, y la pobreza es extrema, y el odio ya forma montañas inmensas de excrementos. La guerra civil va a ser sanguinaria como pocas, y las balas no van a distinguir a los nativos de los turistas. Gibson y Weaver tendrán que coger el avión en cualquier momento para salvar sus culos enamorados. Cuando esto suceda, en el aeropuerto de destino, el amor que ahora los envuelve no durará más allá de la cinta de equipajes. El frío y la seguridad de saberse vivos matarán el virus tropical en un santiamén.



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Alien, el octavo pasajero

🌟🌟🌟🌟🌟

Alien sigue el esquema clásico de las películas de terror: un bicho aberrante se carga a varios seres humanos desprevenidos, y luego, ya en luchas épicas que serán el bloque jugoso de la película, se enfrentará a todos los que bien armados -con la Biblia, o con el lanzallamas- se interpondrán en su camino. La fórmula es veterana, y universal, y en el fondo poco importa que el monstruo sea Drácula, el Anticristo de La Profecía o el tiburón blanco de Steven Spielberg. O el xenomorfo de Ridley Scott.

    Alien se podría haber quedado en una película de corte clásico, bien hecha, con sus sustos morrocotudos y su heroína victoriosa que fue un hito feminista del momento. Y sus ordenadores de antigualla, claro, que siempre son de mucho reír en las películas de hace años, incapaces de anticipar la era de internet y del WhatsApp que avisa que algo no va bien en el planeta pantanoso. Pero Alien, de algún modo, trascendió. Se convirtió en una franquicia, y en una referencia. En un meme que recorre la cultura popular y las barras de los bares.

    Al éxito de la película contribuyó, sin duda, el diseño anatómico del bicho, desde su fase larvaria -pegado al casco de John Hurt- hasta convertirse en el primo de Zumosol con más mala hostia de los contornos estelares. Pero hay algo más en Alien que el diseño espectacular o que el guion milimetrado. Es su... atmósfera. Malsana e irrespirable. La presencia del Mal, diríase, y eso que yo descreo de tales doctrinas maniqueístas. Pero en la oscuridad de los cines, como en la oscuridad de las iglesias, uno se abandona a cualquier filosofía que quieran proponerle, y se finge crédulo, y abierto a nuevas visiones, y en algunos momentos de Alien llego a sentir ese escalofrío teológico, ese aliento apestoso en el cogote. Ese imposible metafísico tan ajeno como el Bien: el Mal. Algo que sólo he sentido en contadas ocasiones: en El exorcista, en La semilla del diablo, en El resplandor

Aquí, en Alien, el Mal no sea un ente fantasmagórico, ni etéreo, sino salgo puramente biológico, tangible, y quizá por eso mucho más terrorífico. El xenomorfo es Jack Torrance armado con una dentadura asesina. 




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La tormenta de hielo

🌟🌟🌟🌟

Cuando el matrimonio de Ben y Elena Hood termina por congelarse en La tormenta de hielo -porque la chispa de la pasión ya no se enciende, y las manías del otro se han vuelto insoportables-, lo primero que piensan es en acudir a un asesor matrimonial para que les diagnostique el origen del mal, y le ponga remedio con unos cuantos consejos de Perogrullo, de puro sentido común, que ya recitaban las abuelas de los malcasados en los tiempos medievales. 

    La cosa, por supuesto, no funciona, porque nadie conoce mejor los secretos de la pareja  que la pareja misma, que se ha visto desnuda en la cama, y cagando en el váter, y vomitando intimidades en las fiestas alcoholizadas. ¿Qué va a saber de ellos un terapeuta que sólo los conoce de visita, que sólo dispone de recetarios de aplicación general? Un terapetura que tal vez -Dios no lo quiera- sea él mismo un hombre separado, o una mujer divorciada, y tenga una versión muy particular o muy sesgada del asunto.


    Desengañados de la terapia -y con muchos menos dólares en el bolsillo- el matrimonio Hood probará con el método más tradicional de acostarse con una persona de confianza para descongelar los hielos perpetuos. Y ya de paso, después del coito, o de lo que sea, aprovechar para aligerarse el espíritu con varios desahogos: que si mi marido no me comprende, que si mi mujer es una arpía, que si tengo que rehacer mi vida con otra persona y tal y cual.

    El señor Hood no tardará mucho en encontrar otra cama donde volver a sentirse un ser humano sexualizado. Pero lo que allí encuentra es más hielo todavía cuando el pito se le baja. Sexo del bueno, sí, pero nada más, porque la señora Carver, una vez satisfecha, no tiene humor para aguantar sus rollos postcoitales de macho proclive al autobombo. La señora Hood, por su parte, necesitará tomarse varios vasos de ponche para jugar al intercambio de parejas en la fiesta de unos vecinos sofisticados, y terminará -irónicamente- en los asientos abatibles de Mr. Carver, que no tarda ni tres segundos en confirmar que aquello es una cana al aire bastante lamentable. 

    Si esto era la prometida infidelidad, el cacareado adulterio, mejor me quedo como estaba, piensa la señora Hood mientras regresa a su casa cabizbaja. Allí se encontrará con el también derrotado señor Hood, tan bien follado como ninguneado por su amante, y entonces, mirándose a los ojos desengañados, ambos comprenderán que aún existe una tercera solución para los matrimonios mal avenidos: el ajo y el agua.





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Avatar

🌟🌟

Avatar, en el fondo, despojada de lirismos y de arborescencias, solo es la historia de un pobre tullido -excombatiente de alguna guerra patriótica de los americanos-, al que ya no le hacen caso las mujeres de su pueblo, allá en Wisconsin. 

    Nuestro héroe, como un vecino que yo tengo, que se fue a las selvas del Caribe a encontrar el amor de su vida, se embarca en una misión espacial cuyo destino es Pandora, un planeta cuyas frondosidades se parecen mucho a las de Cuba, o a las de la República Dominicana. En Pandora, según cuentan los hombres que han regresado de allí, y según atestiguan los reportajes fotográficos del National Geographic, viven unas jatazas de mucha impresión, altísimas, atléticas, esbeltas, prácticamente desnudas en su hábitat natural. Antropomórficas hasta resultar casi atractivas. E inocentes, en grado sumo, porque ellas no conocen la maldad ni el engaño, y son como aquellas polinesias, melanesias y micronesias que recibían a la tripulación del capitán Cook con los brazos abiertos, y se prestaban al intercambio amoroso a cambio de unas baratijas fabricadas en Southampton.

    Las pandoreñas tienen muchos pros sexuales, pero también algunas contras evidentes. Está, en primer lugar, que tienen un rabo, ostensible, aunque éste, afortunadamente, les cuelgue por detrás y no por delante, lo que corta de raíz confusiones muy problemáticas, y chistes muy propicios del cuñado o del amigote. Tal rabo, por añadidura, es un apéndice muy sensible de las pandoreñas, prácticamente una terminal nerviosa que ellas utilizan para comunicarse con la naturaleza. Si se le pone un poco de imaginación humana al asunto, puede resultar un juguete sexual de primera categoría, en varios usos y circunstancias que Avatar, por ser una película para todos los públicos, prefiere obviar y mantener en secreto.

    El sol de Pandora, cuando cae sobre las pieles de sus criaturas, no las tiñe del color bronceado que resulta tan sexy para el homo sapiens, sino de un color azul-pitufo que a muchos hombres les da como repelús, como asco de sustancia química. Nuestro hombre, por fortuna, no padece de estos remilgos coloristas, que además le parecen colindantes con el racismo. Lo que le tiene más mosca es el asunto del idioma, porque las pandoreñas no dicen "mi amol", ni "mi amorsote", sólo palabras guturales que por supuesto no proceden del tronco indoeuropeo, sino de alguna civilización extraterrestre que llegó al planeta mucho antes que los humanos. Pero el lío del lenguaje tampoco va a detener las apetencias de nuestro héroe. Sigourney Weaver, antes de lanzarlo a la selva, ya le había enseñado el vocabulario básico del cortejo, y con eso es suficiente para que Neytiri, en una primera impresión, quede fascinada por el nuevo na'vi aparecido en la selva. Uno muy tímido, muy torpe, aunque encantador en grado sumo, que se comporta como si su cuerpo estuviera en un sitio y su mente en otro muy distinto...





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Luces rojas

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“La razón por la que la gente cree en fantasmas es la misma por la que cree en casas encantadas, o túneles de luz. Porque significaría que hay algo después de la muerte.”

Lo dice el personaje de Margaret Matheson en Luces rojas, y es una gran verdad que ya apareció en este diario a cuento de Insidious, y de Darkness,  películas de terror que pasaron sin pena ni gloria por mi televisor. El personaje de Margaret Matheson -que es una inverosímil doctora en Parapsicología Fraudulenta por la Universidad de Nosédonde- lo interpreta Sigourney Weaver. Y cada vez que habla Sigourney, en cualquier película, es como si sentara cátedra, porque esta mujer, con la edad, y con las arrugas, ha adquirido una presencia y un tono de voz que se vuelven irrefutables. Aunque asegure que por el mar corren las liebres, y que por el monte las sardinas, tralará. La antítesis de cualquier político de nuestros días.

El resto de la película es un timo metapsicológico de manufactura impecable. Un guión imposible que dejamos transcurrir sólo porque somos espectadores comprensivos, y consumidores pasivos con el intelecto mermado. Por eso, y porque no queremos perdernos la belleza delicada de Elizabeth Olsen, que es la hermana pequeña de ese dúo aborrecible de las gemelas Ashley y Mary-Kate. Elizabeth es una belleza sin pretensiones, modesta y alegre. Aquí, en Luces rojas, el guión  le endosa un papel ridículo de mujer florero, pero ella es un jarrón encantador, y sale airosa del empeño con solo prestar su rostro y su sonrisa.



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