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La voz más alta

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Roger Ailes fue, para entendernos, el Jiménez Losantos del Partido Republicano. El hombre con aspecto de batracio y mirada de lobo que hizo de Fox News su criatura, su rancho, y también su lupanar particular. Y por ahí, por la boca del pene, murió el pez. Los dioses justicieros tendrían que haberle condenado por dejarnos en herencia a Donald Trump, al que Ailes sacó de las sombras de los mentecatos de la tele, de los millonarios sin escrúpulos, para convertirlo en presidente de los Estados Unidos, y en digno candidato al verdadero Damien Thorn anunciado en La Profecía, pero con el pelo teñido de naranja, y los tres seises de la bestia tatuados en el culo. Ailes, como Losantos, como cualquier gurú del conservadurismo, sabía que el cuerpo electoral es básicamente estúpido, miedoso, poco formado, y que bastan dos slogans machacones y tres consignas patrióticas para que la gente vote en contra de sus intereses, y prefiera que el rico siga expoliándole a tener que compartir el consultorio médico con un negro, o a que le toquen dos duros más del bolsillo para tener que reformar ese mismo consultorio. La gente es así, básica, primaria, de poco pensar, siempre con prisas, y  Ailes sabía que la doctrina que endilgaban sus “informativos” entraba mejor si la leía una mujer guapa, al estilo que gusta en América: rubia, de labios carnosos, y pechos altivos. Un poco como hacen aquí en los informativos de La Sexta, que siempre, desde el nacimiento de la cadena, presenta una mujer de bandera para endilgarnos ese progresismo que sólo es fuego artificial y nada de barricada. Me imagino -porque si no el tándem terrible de Ferreras y Pastor ya lo hubieran denunciado- que en La Sexta, más allá de una decisión empresarial, de marca, de lucha despiadada por el share, todo transcurre con absoluta corrección. En el despacho de Ailes, en cambio, el abuso, la amenaza, el intercambio de sexo a cambio de favores, fue práctica habitual durante años. Bastó que una mujer valiente, que ya estaba hasta los cojones de ser manoseada y violada, se dejará caer al vacío de una demanda con pocos visos de prosperar, para derrumbar en su caída a la siguiente mujer, y esta a la siguiente, en un juego de fichas de dominó que finalmente terminó con Roger Ailes, obligado a renunciar, acallado, muerto al poco tiempo en el ostracismo.



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Z. La ciudad perdida.

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Cuando a principios del siglo XX el coronel Fawcett regresó de su expedición geográfica al Amazonas -donde había ido a trazar la frontera que separaba Bolivia de Brasil y sacar alguna tajada territorial para el Imperio Británico-, se presentó ante la Royal Geographical Society afirmando que había encontrado las ruinas de una ciudad perdida: una de cultura extrañamente avanzada, impropia de la selva que sólo poblaban los indios atrasados. La llamó Z porque según él la ciudad amazónica era la última pieza que completaba el puzle de las civilizaciones humanas.


    Nadie le creyó. La primera explicación plausible -que venía avalada, supuestamente, por los diarios de unos exploradores portugueses del siglo XVIII, a medio camino de la narración y la fantasía- es que tal ciudad, de existir, sería el vestigio de la civilización atlante que desapareció en las brumas de la historia. Tal vez El Dorado, que tan afanosamente buscaron los españoles y los portugueses en una fijación infructuosa que terminó convirtiéndose en un lugar común de la lengua. La segunda explicación es que los propios indios -tal vez una tribu especialmente dotada- fueron capaces de trascender su atraso secular al menos una vez en la historia, y crear una cultura que estuvo a la altura de otras que florecieron en lejanas latitudes y longitudes.


    Pero los miembros de la Royal Geographical Society no estaban dispuestos a admitir ninguna de las dos conjeturas. La primera opción era descabellada, mal documentada, prácticamente indemostrable. Y la segunda posibilidad era, sencillamente, imposible. A comienzos del siglo XX el racismo no era la palabra cargada de connotaciones que es ahora. Racista era, prácticamente, todo el mundo, y no sólo los antisemitas que ya en Alemania caldeaban el ambiente. Ni siquiera los círculos intelectuales se salvaban del prejuicio racista, que entonces no era considerado como tal, sino un científico saber, y un consenso racional. 

    Los indios, los negros, los melanesios.., todos esos humanos que habitaban zonas tropicales con mucho calor y muchos mosquitos eran genéticamente inferiores, y sólo había que comparar una ametralladora con una lanza para cargarse de razones. Para las mentes más avanzadas de la época, eso no justificaba la esclavitud, la explotación laboral, la esquilmación de los bienes y los territorios. Pero pretender, como pretendía el coronel Fawcett, que los indios fueran capaces de construir por sí solos una ciudad prodigiosa en el interior del Amazonas era casi como plantear una broma entre colegas de profesión.





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Foxcatcher

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Si no supiéramos de antemano que Foxcatcher está basada en una historia real, dos horas después, al terminar la película, nos habríamos llevado las manos a la cabeza con las ocurrencias de los guionistas, y hubiéramos dicho que estos irresponsables, en un ataque de creatividad febril, juntaron a las churras de la multinacional química con las merinas del wrestling olímpico. Una historia infumable e inconcebible.

    Lo que cuenta Foxcatcher es una cosa de ver y no creer. Te lo cuenta un amigo en el café y piensas que le ha echado demasiado orujo al carajillo, o que está mezclando dos películas que en realidad no guardan relación: una con los hermanos Schultz esforzándose en ganar las medallas de los Juegos Olímpicos, y otra con John du Pont, el heredero de la fortuna familiar, que megalómano perdido se cree capacitado para dirigir asuntos deportivos de los que no tiene ni pajolera idea. Foxcatcher es una película que al no informado, al no enterado, podría parecerle surrealista y excesiva. El mismo Bennett Miller, según confiesa en una entrevista, decidió dejar muchas cosas en el tintero porque mil rótulos explicativos no hubiesen salvado Foxcatcher de la incredulidad general.  

    Foxcatcher sirve para recordarnos dos cosas: la primera, que es muy cierto que la realidad supera con creces a la ficción, y que muy cerca de nosotros, tal vez en el mismo pueblo o en el mismo vecindario, está sucediendo una historia increíble que necesitaría un rótulo explicativo que avalara su veracidad; la segunda, que los actores cómicos, cuando se meten en la piel de personajes inquietantes y desalmados, alcanzan una hondura de insensatez que otros actores no consiguen, tal vez porque el humor es el género más negro de todos, el que a fuerza de reírse de la gente la desnuda, y la denuncia con mayor eficacia. En Foxcatcher lo borda, el gran Carell, que ya en The Office encarnaba a un personaje que tenía muy distorsionada su autoimagen, y que se veía en proyectos que no le correspondían, y en hazañas que jamás estarían a su alcance.


    No puedo dejar de pensar en todos los desempeños que me ocupan a lo largo de la jornada, el de maestro de escuela, el de entrenador de fútbol, el de bloguero insomne de estas ocurrencias, y un escalofrío de vergüenza me recorre por la espalda al pensar que tal vez yo mismo sea un falsario, un estúpido, un arrogante que se dice competente en estas tareas y en realidad nunca se ve desnudo ante el espejo. Ni John du Pont ni Michael Scott habrían admitido un dedo acusador, una versión disonante de su engreimiento. ¿Por qué habría de hacerlo yo, entonces, pillado en tal pecado?



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