Annie Hall
Retrato de una dama
🌟🌟🌟
Algún crítico malévolo lo llamó “cine de tacitas”. De tacitas
de té, se sobreentiende. No sé si fue Javier Ocaña quien lo inventó, o Javier
Ocaña quien lo recogió. Da igual. Se lo leí a él, y el hallazgo es cojonudo. Porque
el cine ambientado en la época victoriana transcurre, efectivamente, alrededor
de mesas de té donde las mujeres socializan y los hombres... bueno, los hombres
nunca están. Ellos suelen estar de pie, en la chimenea, fumándose un puro, o
repantigados en los sofás, con sus coñacs y sus leontinas, repartiéndose la plusvalía
de los obreros y negociando el amor de las mujeres como quien negocia traspasos
de futbolistas.
El amor, según ellos, está reservado para las amantes que les
esperan desnudas en sus pisos de Londres, o en sus chabolos de la campiña. La
misma palabra lo dice, jolín: amantes. Lo otro, que es el matrimonio, emparentar
con las otras sangres de la burguesía, es un asunto demasiado serio para
dejárselo a las mujeres, que se pierden en sentimientos y en lloreras. En
libros de cursilerías. Qué sería de ellas sin nosotros, celebran a risotadas mientras
se pegan otro lingotazo y encienden otro habano con billetes de diez libras.
El ”cine de tacitas” nos ha legado películas infumables, de lanzar
cócteles molotov a la pantalla o destruir el televisor a martillazos. Pero
también nos ha dejado las películas de James Ivory, y “La edad de la inocencia”,
y la obra maestra de la elegancia que es “Sentido y sensibilidad”. ¿”Retrato de
una dama”? Pues ni fu ni fa. Ni fu de fuego ni fa de fascinante. La película es
demasiado larga, demasiado estilosa. Pretenciosa, iba a decir. Le sobran treinta
minutos por lo menos. Demasiada enagua verbal me parece a mí. John Malkovich
sobreactúa y Nicole Kidman lleva unos pendientes horrorosos, de abuela de la
posguerra, que deslucen toda su belleza.
Sospecho que “Retrato de una dama” sería una petardada
mayúscula si no fuera porque a veces suena la música de Schubert, que estremece,
y la música de Wojciech Kilar, que te pone la gallina de piel, como dijo el holandés
errante.
El resplandor
Ese sexto sentido que en la película llaman "el resplandor" no es un prodigio tan infrecuente. No hay que tener midiclorianos en la sangre, ni poseer el sentido arácnido de Peter Parker, para presentir la desgracia en cada recodo de la vida. Simplemente hay que hacerse mayor, pegarse varias hostias de campeonato, e ir aprendiendo poco a poco a distinguir los entornos hostiles y los personajes chalados. El cocinero del hotel Overlook, que se tira el rollo de poseer "el resplandor" y haberlo heredado de su abuela querida, en realidad sólo es un hombre veterano que ha visto pasar por el negocio a tipos de todo pelaje, lo mismo clientes que empleados. Y cuando conoce al próximo guardián de la época invernal -un desgreñado con cara de loco, aliento de alcohólico y sonrisa de psicótico inminente-, y descubre, además, la mirada asustada en su mujer, y la taradura extraña de un chaval que habla con su propio dedo, los pelos que no tiene en la cabeza se le erizan de miedo, y el presentimiento de que esa familia va a terminar siendo el ejercicio de un aizkolari ya no le deja disfrutar de sus merecidas vacaciones. Así que el pobre hombre, maldiciendo su suerte, su puto resplandor, decide internarse en las carreteras nevadas de Colorado para ir a rescatar a esos desgraciados que ya se defienden cuchillo en mano, allá en el cuarto de baño.