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Annie Hall

🌟🌟🌟🌟🌟

Alvy Singer habla con los espectadores en la escena inicial:

“¿Conocen este chiste? Dos señoras de edad están en un hotel de alta montaña. Y dice una: “¡Vaya, aquí la comida es realmente terrible!” Y comenta la otra: “Sí, y además las raciones son tan pequeñas”. Pues básicamente así es como me parece la vida: llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza... Y sin embargo, se acaba demasiado deprisa”.


En la librería, con Annie, comprando libros sobre la muerte:

Alvy: Tengo una visión muy pesimista de la vida. Si vamos a salir juntos debes conocerme. Yo creo que la vida está dividida en lo horrible y lo miserable. En esas dos categorías... Lo horrible son los enfermos incurables, los ciegos, los lisiados... No sé cómo pueden soportar la vida. Me parece asombroso. Y los miserables somos todos los demás. Así que al pasar por la vida deberíamos dar gracias por ser miserables. Por tener la suerte de ser miserables.


Psiquiatra: ¿Hacen el amor con frecuencia?
Alvy: Casi nunca, tal vez tres veces por semana.
Annie: Constantemente, unas tres veces a la semana.


Annie y Alvy se despiden más allá del ventanal de la cafetería:

Alvy [voz en off]: Fue magnífico volver a ver a Annie. Me di cuenta de lo maravillosa que era, y de lo divertido que era tratarla. Y recordé aquel viejo chiste, aquél, aquél del tipo que va al psiquiatra y le dice: “Doctor, mi hermano está loco. Cree que es una gallina”.  Y el doctor responde: “¿Pues por qué no lo mete en un manicomio?” Y el tipo le dice: “Lo haría, pero necesito los huevos”. Pues eso, más o menos, eso es lo que pienso sobre las relaciones humanas: son totalmente irracionales, y locas, y absurdas, pero supongo que continuamos manteniéndolas porque, la mayoría, necesitamos los huevos.

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Siento la necesidad imperiosa de reencontrarse con "Annie Hall" cada dos o tres años, en soledad o en compañía. Y me da igual lo que diga el Santo Oficio de las Moradas Indignadas. "Annie Hall" , en los que a mí respecta, es una obra maestra que no conoce el desgaste del tiempo, ni de la maledicencia. Una de las diez películas que me llevaré a la isla desierta cuando las irenes y las iones me conmuten la quema en la hoguera por el destierro de por vida.





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Retrato de una dama

🌟🌟🌟


Algún crítico malévolo lo llamó “cine de tacitas”. De tacitas de té, se sobreentiende. No sé si fue Javier Ocaña quien lo inventó, o Javier Ocaña quien lo recogió. Da igual. Se lo leí a él, y el hallazgo es cojonudo. Porque el cine ambientado en la época victoriana transcurre, efectivamente, alrededor de mesas de té donde las mujeres socializan y los hombres... bueno, los hombres nunca están. Ellos suelen estar de pie, en la chimenea, fumándose un puro, o repantigados en los sofás, con sus coñacs y sus leontinas, repartiéndose la plusvalía de los obreros y negociando el amor de las mujeres como quien negocia traspasos de futbolistas.

El amor, según ellos, está reservado para las amantes que les esperan desnudas en sus pisos de Londres, o en sus chabolos de la campiña. La misma palabra lo dice, jolín: amantes. Lo otro, que es el matrimonio, emparentar con las otras sangres de la burguesía, es un asunto demasiado serio para dejárselo a las mujeres, que se pierden en sentimientos y en lloreras. En libros de cursilerías. Qué sería de ellas sin nosotros, celebran a risotadas mientras se pegan otro lingotazo y encienden otro habano con billetes de diez libras.

El ”cine de tacitas” nos ha legado películas infumables, de lanzar cócteles molotov a la pantalla o destruir el televisor a martillazos. Pero también nos ha dejado las películas de James Ivory, y “La edad de la inocencia”, y la obra maestra de la elegancia que es “Sentido y sensibilidad”. ¿”Retrato de una dama”? Pues ni fu ni fa. Ni fu de fuego ni fa de fascinante. La película es demasiado larga, demasiado estilosa. Pretenciosa, iba a decir. Le sobran treinta minutos por lo menos. Demasiada enagua verbal me parece a mí. John Malkovich sobreactúa y Nicole Kidman lleva unos pendientes horrorosos, de abuela de la posguerra, que deslucen toda su belleza.

Sospecho que “Retrato de una dama” sería una petardada mayúscula si no fuera porque a veces suena la música de Schubert, que estremece, y la música de Wojciech Kilar, que te pone la gallina de piel, como dijo el holandés errante.



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El resplandor

🌟🌟🌟🌟

Ese sexto sentido que en la película llaman "el resplandor" no es un prodigio tan infrecuente. No hay que tener midiclorianos en la sangre, ni poseer el sentido arácnido de Peter Parker, para presentir la desgracia en cada recodo de la vida. Simplemente hay que hacerse mayor, pegarse varias hostias de campeonato, e ir aprendiendo poco a poco a distinguir los entornos hostiles y los personajes chalados. El cocinero del hotel Overlook, que se tira el rollo de poseer "el resplandor" y haberlo heredado de su abuela querida, en realidad sólo es un hombre veterano que ha visto pasar por el negocio a tipos de todo pelaje, lo mismo clientes que empleados. Y cuando conoce al próximo guardián de la época invernal -un desgreñado con cara de loco, aliento de alcohólico y sonrisa de psicótico inminente-, y descubre, además, la mirada asustada en su mujer, y la taradura extraña de un chaval que habla con su propio dedo, los pelos que no tiene en la cabeza se le erizan de miedo, y el presentimiento de que esa familia va a terminar siendo el ejercicio de un aizkolari ya no le deja disfrutar de sus merecidas vacaciones. Así que el pobre hombre, maldiciendo su suerte, su puto resplandor, decide internarse en las carreteras nevadas de Colorado para ir a rescatar a esos desgraciados que ya se defienden cuchillo en mano, allá en el cuarto de baño.






    Y qué decir de ese pobre chaval, que lleva años conviviendo con un padre que se parece mucho a Jack Nicholson, el actor que una vez hizo de loco en una película de manicomios y le dieron un Oscar por clavar la chifladura. Papá, el querido Jack, que para más inri se llama igual que el actor, es un tipo que también sonríe con todos los dientes, hace gestos raros con las manos y emite sonidos guturales cuando habla. Allá en Denver, cuando papá soltaba las maldiciones o sacaba la mano a pasear, había vecinos, policías, familiares incluso, y uno se sentía lejanamente protegido. Sólo había que abrir la ventana y gritar, o coger el teléfono y llamar. Pero aquí, en el hotel Overlook, en las montañas donde Cristo perdió el mechero y todavía no lo ha encontrado, no hay nadie que responda a la llamada. La emisora de radio no funciona, las líneas telefónicas se cortan con las nevadas, y el invento de internet es todavía un cuento de hadas en 1980. Él y su madre están indefensos contra este Homer Simpson sin puta gracia que sin tele y sin cerveza ha perdido la cabeza. Este chaval no tiene ningún "resplandor": sólo está acojonado. Y tiene pesadillas sangrientas.




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