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El prodigio

🌟🌟🌟🌟


Aunque soy ateo suelo llevarme bien con la gente religiosa. Ellos saben que yo no quemaría conventos ni convertiría las catedrales en casinos. En la juventud quizá sí, pero ahora ya no... Me reformé. Me ayudó que estudié doce años con los curas y que pasé diecinueve casado con una apostólica romana. De toda su familia -a la que un día habría que dedicar una película de Azcona y Berlanga si pudiéramos resucitarlos- solo me llevaba bien con el cura que nos casó, un hombre errado en la metafísica pero un santo acertado en todo lo demás.

La gente religiosa adivina en mí al cura que pudo haber sido y no fue. Se sienten en compañía de alguien que, al menos, entiende lo que dicen. Recuerdo muchas parábolas de la Biblia porque sacaba sobresalientes en la asignatura de Religión... Yo soy -ya digo- un ateo convencido, y además un libertino, un nihilista de la moral, pero conservo la apariencia de jesuita y la retórica de las homilías. Soy el Católico Bizarro, como aquel Supermán Bizarro de los cómics. La imagen especular pero deformada. El levógiro de las creencias.

Con estos católicos de la película -irlandeses algo cerriles del siglo XIX- podría sentarme a charlar sobre lo divino y sobre lo humano, pero negando lo divino y reafirmando que en el fondo somos unos bonobos. No hay problema. Mientras solo sean palabras vamos de puta madre. El problema surge cuando la religión pone en peligro la vida de las personas, o al menos compromete seriamente su felicidad. Entonces ya no hay armisticios ni retóricas. Discutir sobre el sexo de los ángeles o sobre la existencia del demonio puede ser hasta divertido. Al final siempre sale una película a colación y yo ahí me muevo como pez en el agua. Pero discutir cosas serias no merece ni un segundo de esfuerzo. En esos trances, como la enfermera de la película, lo que hay que hacer es actuar. Oponerse de manera dulce pero determinada. Ni un paso atrás. Prietas las filas de los laicos. Ni buen ciudadano ni hostias democráticas. Ni una duda, ni una concesión, ni una sonrisa siquiera. 

Cuando se juega con las cosas de comer hay que volver a gritar junto a Voltaire: "Écrasez l'infâme!"





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Gloria


🌟🌟🌟

Las conozco. Están ahí, en las mismas aplicaciones donde yo busco el amor. Tienen 60 años, o más, y no se rinden a la soledad. Se les enciende el pilotito verde con cierta frecuencia, afanosas, seguramente ilusionadas.  Me las imagino con su ordenador portátil tirando su caña de pescar a ver si queda algún pez lustroso por las cercanías. O me las imagino, más bien, con el candil de Diógenes, buscando un hombre honrado entre la multitud de pretendientes, uno que no se presente sólo para el bailongo y el folleteo, pero que tampoco quiera una mucama gratuita que le planche los calzoncillos. A veces he hablado con alguna que me envió un corazón nostálgico, nada sexual, nada indagatorio, sólo porque tengo esta cara de sacerdote que los maristas me forjaron, y ellas encuentran en mí un ratito de confesión, de examen de conciencia, pero sin absoluciones, claro, que ya somos todos mayorcitos, y sabemos muy bien dónde y por qué hemos pecado.



    Recuerdo, por contraste, a mi madre, que se quedó viuda a la misma edad que yo tengo ahora, 47, haciendo un juramento como de Scarlett O’Hara en la puerta de su casa: “Juro que aquí jamás volverá a entrar ningún hombre”, o algo así, y así se quedó, tan a gusto, tan a sus anchas, pero sola, sola en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza. Estas mujeres de internet no quieren cometer el mismo error. Y lo curioso es que vienen a estas páginas con un talante más abierto, menos miedoso, que el que traen por lo general sus compañeras más jóvenes. Las mujeres como Gloria, la de la película, hace ya mucho tiempo que se divorciaron del hombre que las hizo infelices, y la herida ya no supura, y la lengua ya no recuerda. O se han quedado viudas, algunas, y se han visto solas por causa sobrevenida, sin desearlo. Vienen más limpias que las mujeres de mi edad, que acaban de sufrir el abandono, el trauma, el litigio legal, y en el fondo están hasta los cojones de los hombres, aunque los busquen, y en esa contradicción lo fían todo a la aparición de un Príncipe Azul que nunca llega, que nunca se divorcia de Leticia Ortiz para pasar algún día por su villorrio. Las Glorias del mundo son exigentes, pero flexibles; resabiadas, pero cálidas. Dentro de unos cuantos años, cuando yo llegue a su edad, tal vez la fortuna me sonría por fin.



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Disobedience

🌟🌟🌟🌟

Disobedience es un remake encubierto de Los Puentes de Madison. Aquí ya no estamos en el condado de Madison, en Iowa, sino con los ortodoxos judíos, en Londres, pero el amor, el sexo, la posibilidad de un giro pasional que pondrá la vida patas arriba y dejará a los vecinos turulatos y ahítos de chismorreos, también se presenta en forma de fotógrafo que pasaba por allí. O de fotógrafa, en este caso.


    Si Francesca Johnson, en la película de Eastwood, cantaba aquello de “Hace tiempo que ya no siento nada al hacerlo contigo”cuando escuchaba los discos de Rocío Jurado, y pensaba en el señor Johnson como en un buen marido ya amortizado, no es muy distinto lo que canta la desdichada Esti Kuperman cuando sintoniza los 40 Principales en su casa de Londres. Esti es la mujer del rabino Kuperman, esposa ejemplar que todavía busca el primer hijo que consolidará su matrimonio. O mejor dicho, que terminará de clavarla a la cruz de su sacrificio, atravesando con felicidad, pero también con dolor, sus pies y su vientre. 

    Esti se siente atrapada en una cárcel, en un destino que no es el suyo, pero le falta valor para romper los barrotes. Los polvos del viernes viernesete -que al parecer es el día escogido por los judíos ortodoxos para cumplir el débito conyugal, como lo era el sábado sabadete para los católicos ejemplares- no la satisfacen. No encienden la menor llama en su cuerpo. Primero porque el rabino, temeroso de Dios, estricto cumplidor de la ley talmúdica, apenas se detiene en el solaz de los preámbulos, en el jugueteo de los gentiles. Él se posiciona, insemina, y se levanta del lecho para cumplir otras obligaciones. Y segundo porque Esti, en sus entrañas, en la verdad pecadora de su alma, desea que el cuerpo del hombre sea sustituido por el cuerpo de una mujer. Y no de una mujer cualquiera, además, al contrario de Francesca Johnson, que soñaba con un hombre indeterminado que llamara a la puerta de su granja. Esti sigue amando a una mujer muy concreta: Ronit, la hija del gran Rabino, que decidió exiliarse cuando sintió que se ahogaba, en un arranque de valentía, y decidió irse a Nueva York para dar rienda suelta a su verdad.

    



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Una mujer fantástica

🌟🌟🌟

A veces, en los extravíos más tontos del pensamiento, me sorprendo a mí mismo imaginando cuántas personas asistirán a mi funeral. Quiénes, de los actuales, y quiénes, de los futuros... Espero que sean pocos, pero escogidos. Los cuatro gatos con pedigrí. No quiero a los paisanos con boina, ni a las beatas del pueblo. Ni a los familiares lejanos, y alejados. Sólo la carne magra de los afectos. Mi hijo, claro, y los dos amigos que me queden. Y mi última amante, por supuesto. Me pregunto si ella consentirá que las Otras, las Anteriores -tan escasas, pero tan escogidas- hagan presencia ante mi cuerpo presente. Si organizará una ceremonia privada o un concilio vaticano alrededor de mis carnes no resucitadas. Qué se dirán a mis espaldas, o a mis frontales, en caso de tal. Qué callarán o qué compartirán, las muy traviesas La descojonación de mis intimidades: lo del retrete, lo de los calzoncillos, lo del sonido gutural… Me gustaría que se rieran de lo lindo, de mis defectos, y de mis manías, y que reinara el buen humor en un sepelio prohibido para los curas.


  Para nada lo que sucede en Una mujer fantástica, que a la pobre Marina no la dejan ni pisar el tanatorio. Marina lo era todo para Orlando, pero al mismo tiempo no era nadie. Sin papeles firmados que atestigüen el amor o la propiedad, da igual que Orlando lo hubiera dejado todo por ella, y que muriera en sus brazos en la mala hora del soponcio. Todo eso no otorga ningún privilegio para gestionar las cosas del muerto. La sangre de la sangre, comandada por la ex esposa humillada, toma las riendas de la burocracia y Marina es espantada como una mosca cojonera. Le echarían insecticida, o le zurrarían con el matamoscas, si pudieran. La arrojarían al infierno, incluso, los muy inquisidores, los muy católicos, porque ni siquiera tienen claro que ella sea Marina, o Marino, atrapado, o atrapada, todavía, en el cambio de sexo. Como si eso importara una mierda en estas cuestiones. Y en todas las demás.





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