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Sangre fácil

🌟🌟🌟

Uno guardaba un mejor recuerdo de Sangre fácil, la película con la que hicieron su debut los hermanos Coen. Hace casi treinta años, dioses míos... Hoy he vuelto a verla en este miniciclo sin calendario que voy dedicando a la entrañable pareja de Minnesotta, y me he quedado frío y descolocado. Lo que yo tenía por un thriller de guión enrevesado y momentos brillantes se ha quedado sólo en lo último: en los momentos brillantes. En un puñado de perlas que los joyeros primerizos no supieron engarzar. Se oyen los coros, una vez más, de aquellos enemigos míos que sostienen que los hermanos Cohen hacen gran cine pero mediocres películas. Nos les daré la razón en voz alta a estos malandrines, porque tengo que mantener el orgullo y la palabra jurada, pero esta vez sí que musitaré alguna maldición por lo bajini. Yo, que guardaba Sangre fácil en el estante de las películas míticas y fundacionales, he tenido que quitarle uno de estos adjetivos pomposos y degradarla al escalón inferior donde esperan su turno las películas que sólo tienen un interés histórico, cinéfilo, de consulta y de nostalgia. Que ya no tienen, ay, la categoría de gran película inaugural de los fines de semana, de acontecimiento festivo en estos viernes laborales del invierno que se recrudece.

Y es que no se puede, para empezar, por mucho que trempe con ella el señor Joel Coen, colocar de femme fatale a una mujer de tan escaso atractivo -aunque una actriz de tan buen hacer- como Frances McDormand. Para que los protagonistas de Sangre fácil pierdan la chaveta de tal modo hay que poner en disputa una hembra de méritos más exuberantes. Mandíbulas como las de Frances, que los celtíberos disculparíamos en la vida real porque ella es rubia y de ojos azules -y eso aquí se pondera mucho- se convierte en foco molesto de nuestras miradas, en naufragio maxilofacial de nuestro enamoramiento. En sumidero anatómico por el que se fugan nuestros ímpetus y nuestras cinefilias. Frances I de Habsburgo, y V de Illionis.




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