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El acontecimiento

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En la sinopsis de “El acontecimiento” pone “Francia, 1963...”. Y eso, hace apenas un año, cuando se rodó la película, era como mencionar los tiempos de la Edad Media o de María Castagné. De las tinieblas del aborto clandestino, en los países civilizados, nos separaban 60 años que ya nos parecían como 60 siglos.

El mismo día que descargué esta película -hará cosa de dos semanas- 1963 era como mencionar el año del Diluvio Universal, o el año de la fundación de Roma. 1963 era el año antiquísimo de nuestras abuelas tardías o de nuestras madres primerizas. Por entonces, las españolas que querían abortar viajaban a Londres, y las mujeres francesas me imagino que lo mismo. Y sin embargo, desde hace solo tres días, por obra y gracia del Espíritu Santo, y de sus macabros sacerdotes en el Tribunal Supremo de EEUU, el aborto clandestino ha pasado de ser una pesadilla olvidada a una mostrenca realidad.

De momento, la transustanciación del terror solo se extiende por las Grandes Praderas de Norteamérica, pero en nuestra querida Europa, en nuestra querida España, ya hay cuervos de mal agüero afilándose el pico sobre las ramas: el facherío que crece en las urnas, y los curas que son la mala hierba que jamás se morirá.

“El acontecimiento” no es cine político, ni social, ni siquiera reivindicativo: es cine de terror. No llega a la categoría de gore porque siempre -o casi siempre- hay una mano que tapa, una cabeza que oculta, un encuadre que deja el mondongo desencuadrado. “El acontecimiento” es el cuento macabro de una chica perdida en el bosque y de una bruja que la acoge en su cabaña para introducirle unos hierros mortales en la vagina.

Decía el otro día Juan José Millás que ahora mismo, en esta España tan problemática, era el mejor momento de la historia para nacer gay, o negro, o diferente. Pero que desde hace tres días, con la tormenta que se avecina, nacer mujer es de pronto una lotería menos afortunada.




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Monsieur Hire

🌟🌟🌟

Desde la ventana de mi habitación veo el patio de la casa vecina, con sus plantas y sus bancos de madera. Más allá, la planicie agrícola de las lechugas y las patatas. Al fondo, altas pero redondeadas, las montañas que separan Invernalia de Galicia. El paisaje es bonito; en verano invita a levantarse de la cama y echar a caminar; en invierno, con la lluvia, induce a pensar cosas melancólicas detrás de los cristales. Que apenas se vea gente también contribuye a la belleza del panorama. Los paisajes, con humanos dentro, siempre tienen algo de inquietante y amenazador.



            El señor Hire, en Monsieur Hire, cuando se asoma por la ventana a contemplar el mundo no ve paisajes bucólicos del agro productivo. Él vive en París, encerrado entre edificios, pero lejos de maldecir su mala suerte de urbanita, goza de la visión perpetua de una vecinita que se desviste sin percatarse de sus ojos lascivos, que se vuelven turulatos. Monsieur Hire es un calvorota de mediana edad que se parece mucho a Pepe Viyuela, y está lejos, muy lejos, en el mercado del amor, de llegar a tratos provechosos con tan bella damisela. Le queda, como consuelo, el amor platónico, que es una puta mierda ensalzada por los juglares.


         Patrice Leconte, en su afán por epatar al espectador, tira por una tercera vía que bordea peligrosamente el ridículo. Nuestra chica, cuando descubre el pastel humeante del señor Hire, en lugar de gritar y llamar a los gendarmes de Louis de Funes, se deja admirar mientras el novio le hace el amor sobre la cama. Como invitándole a participar, como soñando un ménage à trois que en París se ve que es costumbre y hasta regalo de bienvenida a los vecinos. Como las tartas de manzana de los americanos, o los ruidos a las tres de la mañana de los españoles. 




   


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