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La ballena

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En “La ballena” no hay sutilezas, ni elegancias, ni rincones del alma sin alcanzar. Si a las películas para adultos -bueno, eso era antes- las llamamos pornográficas porque en el despliegue se ve toda la chicha y toda la limoná, sin que nada quede a la imaginación del espectador, a este espectáculo del obeso mórbido y lacrimógeno habría que llamarlo, del mismo modo, pornografía sentimental. Cuando finaliza “La ballena” ya no queda nada por contar, por llorar, por echarse a la cara entre los personajes. Si en el porno carnal quedan vacíos los genitales, aquí quedan vacíos los lagrimales. Yo lo llamaría un “tear cum”, por si hace fortuna la expresión. 

A ningún personaje se le llegan a ver los susodichos genitales, pero el espíritu de todos se pasea desnudo por la casa de Brendan Fraser, que es el único escenario donde transcurren las muchas catarsis. Aronofsky ha querido rodar un drama y le ha salido un dramón. Se ha pasado mucho de rosca -como suele ser habitual- y así es difícil empatizar con el personal. Hay un momento, en todo dramón, en el que sientes que la mano del director está hurgándote por dentro, manipulándote con músicas y diálogos, y es ahí, en ese contacto no consentido -porque no es no también en la ficción- cuando te sales de la película y comprendes eso, que estás viendo una película, y que ya apenas te crees lo que ves y lo que escuchas, aunque el esfuerzo de actores y actrices sea descomunal y digno de agradecer.

Había otra película en la que sus protagonistas decidían suicidarse comiendo hasta reventar. Se titulaba “La gran comilona” y recuerdo que salían en ella Mastroianni y Michel Piccoli. Como el guion era de Rafael Azcona la cosa no terminaba en dramón, que menudo era don Rafael para caer en la trampa de las cursilerías. “La gran comilona”, por no ser, no era ni un drama, sino una astracanada cuyo final la verdad ya no recuerdo. Es igual... Son dos formas de entender el cine, y yo me quedo con la de Azcona y Marco Ferreri. 

Posdata: me puse a ver “La ballena” después de la siesta, con el café y dos panes de leche en el regazo, bien untadicos en mantequilla, y tal fue mi impresión al ver a Brendan Fraser que aparté uno para la cena, avergonzado de mí mismo.





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Minority Report

🌟🌟🌟🌟🌟


Los precog de Minority Report son unos genios de la adivinación, unos mutantes de la neurona. Nada que ver con Rappel y su escuela de nigromantes. Pero los precog también son -vamos a decirlo todo- bastante limitados. Lo único que pueden ver en el futuro son los asesinatos. No sirven para acertar un quiniela, para adivinar si lloverá, para saber si finalmente fulanita me amará. No cuentes con ellos para saber si el gobierno agotará la legislatura, si la luz seguirá subiendo de precio, si la novela encontrará después de todo un editor... Para todo lo que no sea adivinar una muerte violenta, Ágatha y sus hermanos sólo son un adorno, una curiosidad científica. Y puede que también unos rehenes del Estado. Ellos mismos, las víctimas de un delito.

Sucede, además, que hay muchas formas de matar, diferentes al disparo o al apuñalamiento, y que ellos tampoco las sueñan en su piscina de los iones. Se puede matar de hambre, o cerrando un hospital, o reduciendo un presupuesto primordial. Se puede matar a disgustos, a insultos, a vejaciones. Se puede matar, simplemente, olvidando al pre-muerto. Y para toda esta panoplia de crímenes incruentos, ellos, los precog, están ahí como si oyesen llover.

Quiero decir que, después de todo, yo no soy tan distinto de los precog de la película. Yo también tengo una parcela de futuro donde las clavo casi todas, sin apenas equivocarme. Es la marcha del Real Madrid, concretamente su sección de fútbol masculina, donde quizá más por viejo que por perro, me las huelo todas con meses e incluso años de anticipación. No alcanzo, en mis profecías, el refinamiento de estos precog de Philip K. Dick,, que aciertan la hora exacta, y el lugar, y hasta concretan la escena con todo lujo de detalles. Lo mío, al no ser yo mutante, es mucho más modesto, más de aproximación en el diagnóstico, pero vamos: que si digo que fulano es una estafa de jugador, o se cae en el invierno de las alineaciones o en el verano a más tardar; y si digo que mengano es un pufo de entrenador, indigno de nuestro club, tarde o temprano lo acaban largando por la puerta chica. Y todo así. Y sin cables en la cabeza, ya ves tú.






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Synecdoche, New York

🌟🌟

El síndrome de Cotard es una alteración muy rara de la conciencia que consiste en la desconexión mental de sentirse vivo. El paciente, o la pacienta, vive convencido de que está muerto y de que continúa entre los vivos gracias a un designio de los dioses, o a un milagro inexplicado de la medicina. Estos sujetos -que a veces son gente infortunada que se ha dado una hostia monumental en la cabeza- afirman que su cerebro ya no funciona, y que sus órganos, a los que sienten paralizados y huelen putrefactos, han dejado de servirles. Es una pedrada mental de una entre cien millones. Una que figura en las páginas más recónditas de los manuales de psiquiatría. 

    En Synecdoche, New York -que ya es un título rarito de cojones para que nadie pida luego reclamaciones- Kaufman coloca de personaje principal a un tipo apellidado Cotard con toda la intención. Caden Cotard -al que da vida el no suficientemente llorado Philip Seymour Hoffman-  es un autor teatral que sobrevive como puede en la jungla de Broadway y sus circuitos colaterales. Ya en las primeras escenas descubrimos que algo no funciona bien en su cabeza: le asaltan olores extraños, se ve a sí mismo en la televisión, le salen hipocondrías de todo tipo...  Pero cuando su mujer decide abandonarle y llevarse consigo a Olive, su hija, Caden Cotard, sin dar un grito, sin romper nada frágil que estuviera a su alcance, se enchaveta por completo y ya decide declararse muerto en vida, cotardiano perdido, como esos tipos extrañísimos de los manuales.

    A partir de ahí, Synecdoche, New York es el porro mental de Caden Cotard construyendo una obra de teatro que refleje su propia vida, ya que la suya ha sido declarada fallecida. Y así se tira años y años, encaneciendo y deformándose, mientras sus subalternos, que también se dejan allí la vida, se quejan todo el tiempo de "a ver cuándo estrenamos". Lo dicho: un porro.  

    Luego -creo- la vida real y la vida del teatro se anudan, se confunden, y lo que era real pasa a ser imaginario, y viceversa, y hay actores que hacen de los propios actores, y mujeres que interpretan el papel central de Caden Cotard, y cosas así... O algo parecido. No sé. Synecdoche, New York es un juego mental para las élites culturales en el que yo descabalgué al poco de empezar. Até mi caballo al poste, entré en el saloon a tomarme la zarzaparrilla, y desde allí, a través de los ventanales, me puse a contemplar esta extrañísima película como quien mira un cuadro abstracto, o escucha la locura alucinante de un cotardiano de verdad.




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Control

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Con su epilepsia, sus arrebatos de éxtasis y su lenguaje florido, Ian Curtis, el vocalista y líder de Joy Division, estaba llamado a fundar una nueva religión. Ian no era carpintero, sino funcionario de la Oficina de Empleo, pero también mataba las tardes hablando del amor y de los misterios interiores. Las gentes de Manchester, arrastradas por su aura de chico extraño, escuchaban arrobadas sus poesías enrevesadas. Ian iba camino de ser el Pablo Coelho de las Islas Británicas cuando en 1976, en el mítico concierto de los Sex Pistols que retratara Michael Winterbottom en 24 Hour Party People, tuvo la revelación que marcaría su destino: no predicaría a orillas de los lagos, ni en las bodas de los ricos, sino que agarraría un micrófono, se rodearía de músicos próximos al punk y se dejaría llevar por el ritmo hipnótico de las notas.


            La película que nos cuenta su vida se titula Control, porque el gran miedo de Ian Curtis era perder el control sobre su enfermedad, que lo asaltaba incluso sobre los escenarios, o sobre su vida amorosa, marido infiel que sentía remordimientos cuando se acostaba con la bella Annick. La película es solvente, fría, a ratos hipnótica, como la música misma de Joy Division. Uno lamenta que se hable tan poco de la movida musical, y de los conciertos legendarios. Que el personaje de Tony Wilson, que en 24 Hour Party People era protagonista principal, aquí sea el secundario encargado de poner los chistes y las tontacas. Anton Corbjin prefiere irse por los cerros del amor y los celos, de los flirteos y las coyundas, y en estos dislates del corazón, Ian Curtis, el poeta, el maldito, pierde todo su carisma. Cuando se baja del escenario y se toma unas cervezas en el pub de la esquina, Ian es uno más entre nosotros, sus admiradores, o sus curiosos, con su matrimonio rutinario, su piso humilde, su esposa inapetente. Un Mariano más de los chistes de Forges.




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