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Barbie

🌟


“Me olía que era una majadería, pero confirmado”. Lo dice Carlos Boyero en la cortinilla de su programa en la SER, y yo lo repito cada vez que me enfrento a una película que no tenía ganas de ver -al menos Boyero las ve porque le pagan, mientras que yo las veo porque soy gilipollas- y a la media hora me doy cuenta de que, en efecto, tenía que haber elegido otra película. Que el bodrio no merecía la pena ni siquiera por curiosidad; ni siquiera por tener un alimento que llevarme a la boca y luego defecarlo con estos dedos, sobre este teclado, para cumplir el castigo que los dioses me impusieron. 

Larga es mi condena, en virtud de mis muchos y graves pecados. Entre ellos, según Greta Gerwig, el de ser hombre.

“Barbie” es una majadería. Y si solo fuera una majadería, pues mira, cada uno con sus gustos. Si sirve para hacer feliz a las mujeres que en su día jugaron con las Barbies y esperan recobrar un pedacito de su niñez... Nada que objetar. Mi hermana tenía una Barbie que le regaló no sé quién -seguro que mis padres no, porque era una muñeca muy cara- y yo la recuerdo siempre desnuda -a la Barbie-, en la caja de los juguetes, levantándome los primeras y confusas turbiedades. Cuando me enteré de que Margot Robbie hacía de Barbie en la película me dije: “A ver si hay suerte...”. 

Pero “Barbie” no es solo una memez diseñada para nostálgicas. “Barbie” es otro ajuste de cuentas con los hombres. La enésima causa general. Me imagino que Pam y sus secuaces -¿secuazas?- aplaudían con las orejas en el cine. Y uno, la verdad, ya empieza a estar cansado. Yo les aseguro que el 95% de los hombres son tipos majos y decentes. Los conozco muy bien porque me muevo entre ellos. Es verdad que llevamos todo el día una película porno en la cabeza, pero casi siempre disimulamos de puta madre y nos comportamos con mucho decoro. Quedan varios cavernícolas entre nosotros, es verdad, pero les juro que afeamos sus conductas y no quedamos con ellos para beber. Todos los bien nacidos estábamos con el feminismo hasta que se convirtió en misandria y revanchismo. Los hombres somos muy simples, pero no merecemos ser tratados como monos. Jolín. 




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La gran apuesta

🌟🌟🌟🌟


Cuando todo se desmoronó, allá por el año 2008, empecé a leer libros de economía. No lo había hecho jamás. A veces me aventuraba en las páginas salmón de los periódicos y terminaba mareado. Sí: en 2008 todavía leíamos el suplemento dominical, que manchaba los dedos de tinta y luego servía para recoger el pis de los perretes.

Como no tenía ni papa del asunto, leí libros de “divulgación”, sencillitos, economía para dummies. Sabios muy prestigiosos se ofrecieron a darnos la comida masticada como a polluelos hambrientos de saber. Yo era de ciencias, pero de ciencias físicas y químicas, con un ojo siempre puesto en la astronomía o en los designios de la genética, para nada en este enredo de germanías financieras y verborreas de lo bursátil. Lo explican al principio de “La gran apuesta”: todo esto es así para que usted no se entere, para que no se meta en el negocio. Para que estos cuatro hijos de puta puedan seguir robándole parapetados en lo incomprensible.

Aun así, pese al esfuerzo didáctico de los autores, yo no me enteraba de gran cosa. Me fallaba la motivación -que se desinfló rápido, y el tiempo precioso -que repartía con la Liga de fútbol.  Pero algo sí que aprendí: que el dinero no son los billetes ni las monedas. Que el dinero es una cifra, una entelequia. Humo. Dinero es lo que pone en la cartilla del banco, nada más. Pero no es real. Se puede convertir en billetes cuando acudes al cajero, pero podría no hacerlo si vienen mal dadas. Que se lo digan a los argentinos del corralito.... El dinero es una cosa ficticia que hoy vale tanto y mañana vale tanto dividido por dos, o por cien. El dinero que usted tiene en la cartilla -esto de la cartilla ya es un hablar, claro- está atado a otros dineros. En realidad, lo que hay detrás de la ventanilla de su oficina es un gran casino donde una pandilla de desalmados -y los políticos que lo permiten- cogen su dinero y lo transforman en fichas para apostar. 

De eso va en realidad “La gran apuesta”: una versión dolorosamente real del “Casino” de Scorsese, donde se juega con el dinero de usted y al final terminan por desplumarle. Ayer como siempre. 




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First Man

🌟🌟🌟

Yo soy de los que piensan, como Íker Casillas, y como la madre que me parió, que el ser humano nunca llegó a pisar la Luna. Para mí, Íker Casillas es el segundo advenimiento de Jesucristo, la Parusía que los cristianos llevan dos mil años esperando y que ahora mismo no reconocen. Y todo lo que diga el mostoleño de Nazaret, o el nazareno de Móstoles, va a misa y hay que asumirlo como Verdad revelada. No queda otra.

Solo a él, al Elegido, he visto yo hacer milagros televisados, indudables, sin truco alguno ni efectos especiales, desviando balones en escorzos imposibles para la física, en intuiciones que sobrepasan  la química de las sinapsis. Es Dios redivivo, ya digo. Y si este hacedor de milagros dice que Neil Amstrong no dejó su huella en la superficie lunar, y que su hazaña sólo es propaganda americana de barras y estrellas -la mentira más gorda que se disparó en los cincuenta años de la Guerra Fría- yo, como prosélito de su religión, no tengo más remedio que reafirmarme en lo que siempre sospeché desde chaval, cuando era un jovencito comunista y me restregaban por la cara la superioridad tecnológica de los americanos: que el viaje del Apolo XI fue un montaje perpetrado por Stanley Kubrick en el mismo estudio donde poco antes rodó su odisea del espacio. Como aquel viaje a Marte ficticio de la misión Capricornio Uno, que era una película con mucha miga y mucho paralelismo...

    Y sin embargo, querido lector, y querida lectora, soy consciente de que todo esto es un terraplanismo estúpido, una creencia insostenible. Cómo agarrarse a que miles de personas involucradas en el proyecto Apolo hayan guardado silencio hasta ahora. Cómo asumir esa disciplina imposible, ese juramento de cartujos... Ese imposible del cacareo humano.  Porque además qué bello sería, como proponen en First Man, que Neil Armstrong subiera a la Luna con la esperanza de encontrar allí a su hija fallecida, por si el Cielo quedaba más bien cerca que lejos, y la descubría correteando por la superficie, jugando con otros niños, dando saltitos con sus alas de ángel ya incorporadas.





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La La Land

🌟🌟🌟

Hace dieciocho meses que entré en el cine predispuesto a que me gustara La La Land. Yo iba entregado a la causa, rendido de antemano, con la crítica ya casi escrita en mi cabeza: que si vaya obra maestra, que si vaya carrusel de emociones, que si menudos son los números musicales y tal y cual... Pero me llevé un chasco monumental. Una decepción como pocas. Pensé, como Chiquito de la Calzada, que una mala tarde la tiene cualquiera, y que quizá era culpa mía, del mal de amores, o del mal de estómago, y no del señor Chazelle ni de sus entregados bailarines. Así que decidí aplazar esta crítica para un segundo visionado más reposado, en casita, concentrado, en versión original, sin gente dando por el culo con el teléfono móvil y las palomitas.

    Pero sigo en las mismas con La, La, Land. Y la verdad es que no termino de entenderlo.  Porque yo vivo enamorado de Emma Stone, que es la chica de los ojos como platos, y quiero, además, de mayor, ser como Ryan Gosling: plagiarle el estilo, los andares, la mirada indescifrable y la sonrisilla de picarón. Admiro al señor Chazelle desde que hiciera su Whiplash memorable, y soy, para más inri, un converso al género musical. Creo a pies juntillas en los arrebatos líricos y en los bailoteos sin prólogo. Un día comprendí que la vida no es un drama, ni una comedia, sino una aventura musical, y que siempre suena una canción en nuestro interior -una sinfonía, un chotis, una balada de amoríos-, y que si no nos lanzamos al baile mientras compramos el pan o esperamos al autobús es por pura vergûenza, por puro sentido del ridículo, no porque nuestros pies no estén predispuestos a la acción.


    Pero empieza otra vez La La Land y noto que mi predisposición va muy por delante de mi juicio. Emma Stone sale radiante, y Ryan Gosling luce irresistible, y el señor Chazelle se marca unos virtuosismos muy originales. Hay risas y bailes, amor y tontunas. Sueños y decepciones en la ciudad del "La, La, La" que no es el Madrid de Massiel, sino la ciudad de Los Ángeles donde nunca se pone el sol. Pero pasan los minutos y la película se me escurre entre los dedos. Otra vez. Quiero amarla, disfrutarla, sentirla en las vísceras como el peliculón que yo presumía de antemano. Todo es irreprochable y muy bonito. Pero no termino de ver el alma, el espíritu, y lo digo yo, que reniego de cualquier metafísica, de cualquier palabreja espiritual. Veo, pero no siento; asisto, pero no participo. Entiendo, pero no termino de comprender. 


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Blade Runner 2046

🌟🌟🌟🌟

O yo lo he entendido muy mal, o no sé dónde está el misterio de la reproducción replicante. Los replicantes no son androides ni cyborgs. No son los sintéticos que joden la marrana en todas las películas de la saga Alien, que los parten por la mitad y se ponen como locos y salen cables como intestinos y borbotean líquidos lechosos de alimentación. Si estamos hablando de fisiología –que no de filosofía- los replicantes son hombres y mujeres exactamente iguales a nosotros. La única diferencia es que no han sido cocinados en un útero, ni han salido al mundo atravesando un cuerpo de mujer. Y que sus creadores -esos hijos de puta de la Tyrell, o de la Wallace- los fabrican con fecha de caducidad muy corta para que no den muchos problemas y trabajen a destajo en las colonias.


    En ningún momento de Blade Runner -la original- ni de Blade Runner 2046 -la secuela- se nos dice que la espermatogénesis y la ovogénesis sean procesos cancelados en sus funciones corporales. Y el sexo, además, como se intuía entre los personajes de Rutger Hauer y Daryl Hannah –una cosa muy salvaje- y entre Harrison Ford y Sean Young -un asunto más sosegado- no parecía un comercio prohibido por la legislación. En Parque Jurásico, al menos, los genetistas tomaban la precaución de que todos los dinosaurios fueran hembras. Aunque luego la vida se abriera camino… Los replicantes, en cambio, son fabricados sexuados, y muy atractivos por lo general, y aunque lleven un código tatuado bajo el ojo, lloran, sangran y mean como todo hijo de vecino, y suponemos –o suponíamos- que el semen fluía entre sus cuerpos con los riesgos evidentes de procreación.

    Pero se ve que los seguidores de la aventura estábamos equivocados. Así las cosas, convertida la reproducción entre replicantes en un milagro de la biología, Blade Runner 2046 se parece más a un evangelio futurista que a una segunda parte de la película original. Hay una criatura nacida de una Virgen María sin posibilidad de concepción; un rey Herodes apellidado Wallace que lo persigue sin descanso para diseccionarlo; un departamento de Policía que lo busca en paralelo porque teme que algún día encabece la revolución de los esclavos. Deckard resucita de entre los muertos. Hay un ángel del Señor, incorpóreo, que se pasea por la Tierra con el nombre artístico de Joi. Y hay, por supuesto, enhebrando el relato de tales maravillas, un Jesucristo replicante que duda de su naturaleza íntima hasta el último momento. ¿Sueñan los androides con caballos de madera?



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Half Nelson

🌟🌟🌟

El planteamiento clásico de las películas que transcurren en un instituto conflictivo es que cuatro hijos de puta le hacen la vida imposible al docente, éste acaba pidiendo la baja tras un grave altercado que se lleva sus gafas y su dignidad por delante, y hacia el minuto quince de metraje, lanzado en paracaídas, o arribado en una barcaza de desembarco, se planta en la tarima un marine con cara de muy mala hostia que viene armado con una tiza de caballero Jedi. En un par de escenas bastantes tensas, el marine suelta un par de ironías que ponen en vereda al líder del motín, repele una agresión que es la última tentativa de hacerlo desistir de su apostolado y reconduce las clases de Química Orgánica o de Historia Universal hasta lograr que sus alumnos alcancen la iluminación intelectual y el perdón de los pecados.


    Half Nelson es una película perteneciente al género pero contada del revés. En este instituto de Brooklyn situado a mil kilómetros de un futuro prometedor, no es un alumno quien aparece agazapado entre los retretes fumándose un canuto de heroína, ni es el docente quien lo descubre y, en lugar de denunciarlo, charla con él sobre los principios básicos de la salud. En Half Nelson, es el profesor de Historia, el más molón además de todo el claustro, el John Keating de los institutos públicos, el que un día se queda tirado en los baños con la mirada perdida, y el canuto entre los dedos, y es ella, su alumna Drey, la chica que vive en el epicentro del barrio donde se mercadea la droga, la que acude en su ayuda y en su consuelo. Y en su secreto también. 

El inmaduro de la película es el profesor Dunne, el marine venido a menos, que no es capaz de salir del atolladero de su vida, atrapado en esta llave de lucha libre llamada "Half Nelson" de la que es imposible zafarse sin romperse algún hueso.



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Los idus de marzo

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Para triunfar en el mundo de la alta política es aconsejable no ser buena persona. Cualquiera, dadas las circunstancias, podría ser el alcalde de su pueblo, o el representante local de un partido marginal, si hubiera que echar una mano a la comunidad o a los amiguetes que te reclaman. Sólo hay que leerse los papeles, firmar los documentos y manejar la suma y resta con llevadas para administrar los presupuestos. Y tener un poco de sentido común. Pero la política de verdad, la que consiste en ascender peldaños para alcanzar las esferas del poder, necesita tíos y tías con virtudes muy poco recomendables. No se puede llegar a presidente de nada, ni a subsecretario de cualquier cosa, si no se dispone de cierta habilidad para mentir, de cierta indiferencia para liquidar rivales. De tragaderas como bocas de metro para pactar con los enemigos si la situación lo requiere. Hay que manejar un cinismo de griego clásico para decir una cosa y luego sostener la contraria sin que a uno se le quite el sueño por la noche, ni el autorrespeto durante el día. Y sin que luego, delante de la cámara o del micrófono, la disonancia cognitiva altere tu gesto o tu mirada. O te haga temblar la voz. Hay que tener mucha jeta, mucho orgullo, mucho disimulo. Un autocontrol gélido que mete miedo en los votantes. Y luego hablan de la abstención...




    Pero hay gente todavía más sospechosa que los políticos: los asesores de los políticos. Lo aprendimos en Veep, o en The Thick of It, que son dos comedias canónicas donde los adláteres que rodean a la vicepresidenta, o al ministro de turno, son todavía más mezquinos y más intrigantes. Verdadera gentuza que vive directamente de la mentira, de la intoxicación, de la traición al compañero. Y lo aprendimos, también, en películas dramáticas como Los idus de marzo, donde los políticos que entrechocan las cornamentas sólo son actores secundarios en manos de sus asesores, que los traen y los llevan, los recomiendan y los advierten, los jalean o los reprenden. Tipos que conocen a la perfección los resortes del sistema, las estupideces de los votantes, las artimañas de los rivales. Una jungla de gorilas trajeados, chimpancés lúbricos, orangutanes con estudios y panteras rubias con ojos verdes que te nublan los sentidos. Es ahí, en ese ecosistema tan salvaje, done se juega el prestigio y los cuartos el bueno de Ryan Gosling. 

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Dos buenos tipos

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En las buddy movies tradicionales, que son esas películas donde una pareja dispareja de detectives resuelve sus casos a tiroteos y a cacharrazos, uno de los policías hace de atildado, de eficiente, de respetuoso con el marco legal, mientras que el otro va a su puta bola y se caga en las normas del régimen interno, y del régimen exterior. El primero suele ir vestido de manera sobria, con traje y corbata, y lustrosos zapatos, mientras que el segundo lleva cualquier camiseta barata y luce barba de varios días de resaca. El detective ejemplar está casado, tiene hijos, vive en una casa que es la envidia del vecindario; el detective conflictivo, por el contrario, para equilibrar el ying con el yang, es un caradura que folla a diestro y siniestro pero malvive en un apartamento de mala muerte, a veces en el mismo barrio donde compran el pan y trafican la marihuana los malotes que habrá de perseguir a continuación.

    Casi treinta años después de Arma letal, Shane Black vuelve a retomar el género de la buddy movie con Dos buenos tipos, pero esta vez, agotada ya la fórmula del contraste, ha decidido que los dos detectives sean igual de tolilis y de desastrados. Las risas que perdemos en el juego de las diferencias las ganamos en el descojone absoluto, en la chapuza laboral, en la ineficacia casi ibérica de las pesquisas. El inconcebible Gosling y el autoparódico Crowe se ven envueltos en un caso de espionaje industrial que está mucho más allá de sus menguadas capacidades, y se pasan la película metiendo la pata y poniendo cara de merluzos ante la adversidad. De hecho, se parecen mucho más a Mortadelo y Filemón que a Mel Gibson y a Danny Glover. Crowe, que es el cerebro menos disfuncional de la pareja, ejerce de Filemón adusto y mandón, mientras que Gosling, que va todo el día fumado o apijotado, es el Mortadelo que repite a todas horas "sí, jefe" y lo va embrollando todo cada vez más. 

    Dos buenos tipos es un cómic muy loco de Ibáñez en el que actúa, de estrella invitada, Sophie, la hija listísima del inspector Gadget, para hacer el trabajo profesional que su padre y el otro colega no son capaces de sobrellevar.



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Cruce de caminos

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Todas las vidas humanas están interconectadas de alguna manera. Somos bolas de billar en el gran tapete de la vida, que entrechocan y se influyen. Lejanísimas carambolas pueden afectar a la larga nuestro azaroso discurrir. La bola que nos mueve ha sido movida por otra que a su vez fue desviada por otra anterior y tal y tal y tal… Es un razonamiento escolástico que en la Edad Media buscaba a Dios como el origen de todas las cosas, el impulsor primero de la primera bola inmóvil. La cadena de acontecimientos que nos mueve es infinita e inextricable.  Haría falta un ordenador tan grande como el planeta mismo para prever todos los destinos que están en juego. El gran sueño de Laplace.


            Todo esto ya lo sabíamos antes de ver Cruce de caminos, la aburridísima película de este director tan plasta llamado Derek Cianfrance. El mismo que hace meses me arrancó bostezos del alma en Blue Valentine. Cianfrance te muestra los destinos cruzados de estos personajes como si estuviera diciéndote:  “Hosti, tú, mira, lo que he descubierto: que si alguien mata a alguien, el homicida toma caminos en la vida que antes no hubiera tomado, y eso hace que la vida de su hijo también se vea afectada y tal y tal y tal… ¿Curioso, no? Filosofía pura.” Vete al carajo, Cianfrance, y repásate Short Cuts, la obra maestra de Robert Altman, que también iba de vidas que se cruzaban, duraba más de tres horas y no tenía nada de pedante. Y entretenía mucho. Y nos regalaba, además, la visión seráfica del pubis pelirrojo de Julianne Moore, atisbo sensual del paraíso que no nos espera a los pecadores irredentos.





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Crazy stupid love

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Hay películas que como Crazy, stupid, love te ganan desde el título, porque en él se resume, con una cita elegante, la esencia de una gran verdad: que el amor es realmente un sentimiento loco y estúpido, aunque inevitable, como todos sabemos. De no ser así, indomable y anárquico, no estaríamos hoy aquí: ni quien esto malescribe, ni quien condesciende en leer las ocurrencias.

Que Steve Carell sea la estrella del reparto no es una casualidad. Crazy, stupid, love necesita su rostro ambiguo para dar con el tono justo de la comedia agria. Quieres reírte con él, en los amoríos y los desamoríos, en los requiebros y los desplantes, pero la sonrisa que a uno le sale es de simpatía, de reconocimiento de uno mismo en su personaje, más que de regocijo, o de burla. Quien no se identifique con alguna de las desventuras aquí retratadas, es que vaga por la vida sin un corazón que lo anime.

Iba para gran película, Crazy, stupid, love. Para segundo sobresaliente consecutivo en esta nueva tierra de promisión que parezco haber encontrado. Por debajo de sus chistes y sus equívocos, fluía una filosofía muy afín a mi pensamiento, como de finales del otoño, como de día que amanece melancólico y tonto. Pero sucede que los actores tienen que comer, y pagar las facturas de sus mansiones, y para ello necesitan el dinero abundantísimo de las taquillas. Es por eso que al final, después del gran trabajo de cinismo que habían desarrollado, se pliegan a un desenlace donde el amor triunfa, la esperanza se impone y las nubes plomizas dejan paso al solazo que nos alumbra. El negocio del cine, no nos olvidemos, vive sostenido por los optimistas. Ellos son quienes abarrotan las salas y los salones. Los depresivos y los nihilistas sólo aportamos el chocolate del loro. Somos el espíritu crítico que clama por la verosimilitud en el desierto.




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