Mostrando entradas con la etiqueta Rosamund Pîke. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Rosamund Pîke. Mostrar todas las entradas

Saltburn

🌟🌟🌟


Aunque algunos sigamos votando a la izquierda por respeto a nuestros antepasados, lo cierto es que los pobres ya hemos perdido la lucha de clases. Esto no tiene remedio. Al final no hicieron falta los tanques para reducirnos: nos pusieron un par de tías buenas en los telediarios para desinformar y depusimos las armas con una sonrisa de bobos y una erección en la bragueta. Los pobres, la verdad, es que damos un poco de asco. En eso le doy toda la razón a lady Catton, la señora de Saltburn y sus dominios.

Cautivo y desarmado el ejército proletario, los partisanos podríamos tirarnos al monte para montar unas guerrillas tocacojones. Pero la venganza es un círculo sin fin y hay que recordar que los policías trabajan para esta gentuza y no para nosotros. Estaríamos perdidos igualmente. Así que solo nos queda una solución: convertirnos en ellos. No despojarlos, sino suplantarlos. Olvidarnos de la lucha y diluirnos en su mundo de opulencia. Mandar nuestra educación y nuestra decencia a tomar por el culo. Tirarnos de cabeza al cráter para que el fuego nos despoje de todo lo que fuimos. 

Pero para hacerse rico, ay, hay que nacer rico, o nacer sin escrúpulos, o ambas cosas a la vez. Y la mayoría venimos de la barriada y tenemos conciencia moral. No podríamos jugar al golf sobre los cadáveres financieros de millares de inocentes. No valemos para eso. No tendríamos agallas para transponer la verja de Saltburn y adueñarnos de las almas y de los objetos. 

Digo esto porque la película no contiene ningún mensaje subversivo ni revolucionario. Es entretenida y provocadora, pero nada más. Si Oliver hubiera sido Oliver Twist, pues mira, lo hubiésemos entendido. Leña al mono y al explotador. Y luego, en la fanfarria final, una colectivización soviética de Saltburn y de sus tierras. Pero no hay nada de eso en la película. Oliver ni siquiera es pobre de verdad: sólo es un puto pirado. Un caos en movimiento. Un Joker de Batman. En él no hay odio de clase. Ni siquiera estaba enamorado de su Adonis. Sólo quería follárselo. Por amor también hubiéramos entendido sus intenciones. Nada más incendiario y respetable que el amor despechado. Pero es que ni eso, jolín. 




Leer más...

State of the Union

🌟🌟🌟🌟

Supongo que no soy el primero en deducir que esta pareja disfuncional no necesitaba, a fin de cuentas, una terapia. Que la terapia sólo era el mcguffin para que los diálogos íntimos se fueran desplegando, y que ellos mismos, sin necesidad de ningún profesional, fueran descubriendo la causa última de su distanciamiento.

    En cada uno de los diez episodios de State of the Union, Tom y Louise se encuentran en el bar minutos antes de entrar en consulta, y allí, mientras toman su pinta de cerveza o su vino blanco, plantean lo que van a decirle a su mediadora para mantener una imagen de pareja unida. Pero lo que se dicen en el bar es tan lúcido, tan sincero  -y, a fin de cuentas, tan enamorado- que la figura de su terapeuta, nunca vista en pantalla, se irá diluyendo en el transcurso de la trama. O quizá ése sea, después de todo, el truco oculto de las terapias de pareja, las ficticias y las reales: convertir la cita presencial en una ceremonia simbólica que concrete el esfuerzo de muchas más horas, íntimas, que produjeron largas conversaciones sobre el reparto de la culpa. El terapeuta, quizá, como el mago de Oz, que obra con su mera presencia.



    La conclusión a la que llegan Tom y Louise en el episodio final es que se aman “sin sentimientos”. O lo que es lo mismo: que se aman sin saber muy bien por qué, sin razones, con las vísceras, con el sistema límbico a secas, y que su matrimonio -que exigiría un apego más racional, un compromiso nacido en el lóbulo frontal de la cordura- va a seguir estando en crisis permanente hasta que la muerte los separe, o hasta que otro amor se cruce definitivamente en su proyecto. El giro de guion es verosímil, porque uno, en la vida real, sospecha que muchas parejas siguen el mismo esquema de amor interrogado o interrogante. Sin embargo, en el transcurso de la serie, uno no deja de pensar que aquí hay un fallo de casting muy gordo, y que la razón verdadera por la que Tom y Louise no terminan de encajar es que ella se parece demasiado a Rosamund Pike, la mujer que volvió loco a Barney Panofsky y a muchos espectadores con él, solidarios en la taquicardia enamorada,  y que mientras ella flota en pantalla, y es tan bella que no sé qué narices hace atrapada en estas discusiones pedestres, él, Tom, que sí, es simpaticote y tal, y tiene un par de ojillos azules y vivarachos que le dan cierto atractivo, podría ser el compadre de cervezas de cualquier bar de mi pedanía, un mortal cualquiera que sólo aspira a las Rosamund Pike de la vida en sueños o en melopeas de las muy gordas.



Leer más...

El rehén

🌟🌟🌟

Después de parir el celebérrimo anuncio de la Coca-Cola, Don Draper se arrellanó en la silla giratoria de su despacho, puso las piernas sobre la mesa, y mientras se pegaba un buen lingotazo de whisky on the rocks, miró hacia el infinito del ventanal, más allá de los rascacielos de Manhattan, y se preguntó: “¿Y ahora qué?”. Como dijo una mañana Lester Burnham haciéndose una paja en la ducha, a partir de ahora todo va a ser cuesta abajo: la decadencia de la inspiración, el declive de las ambiciones, el Ozymandias Melancholia de su sexo antes incombustible... Don acaba de cumplir cuarenta y tantos años, dos tercios de su ajetreada vida si la salud lo respeta -cuarto y mitad con un poco de suerte-, y el futuro se esconde tras una cortina que le da miedo descorrer... 

    Don, por supuesto, acaba de tirarse a su secretaria para celebrar el alumbramiento de su cocacólica idea, y entre el alcohol en sangre, la modorra postcoital, y el merecido reposo de las neuronas extenuadas, le asalta un sueño confuso en el que se ve trabajando para la CIA, de diplomático, en algún lugar donde lluevan las hostias como panes. Un puesto ideal para su porte, para su inteligencia, para su labia legendaria. Los trajes a medida, los coches oficiales, el gesto enigmático... Mujeres a gogó, y los mejores alcoholes de la región. Don, en su despacho del edificio Sterling & Cooper, duerme su sueño durante unos minutos que parecen semanas, tan vívido que parece real, y al despertar, como teletransportado, como abducido por un OVNI fabricado en el Pentágono, se encuentra aterrizado en Beirut, en el Líbano, trabajando ya para la CIA, con un traje nuevo, con unas gafas de sol especiales para la luz del Mediterráneo, talcualico que en el sueño. 

    Porque al fin y al cabo, lo de ser diplomático y lo de ser publicista viene a ser más o menos lo mismo. Consiste en vender burras, en camelar al cliente. Convencer al americano medio de fumar Lucky Strike es el mismo trabajo que convencer al palestino medio, y al israelí medio, de que los intereses americanos en la región es mejor no tocarlos, por si acaso.




Leer más...

Perdida

🌟🌟🌟🌟

Acabo de ver la primera temporada de Mindhunter y he caído en la cuenta de que David Fincher ha empleado la mitad de su filmografía en retratar a psicópatas cometiendo sus tropelías, o disimulando que las cometían. O, como en este caso, confesándoselas a los investigadores del FBI. 

En Seven, John Doe perpetraba un asesinato por cada pecado capital que los primeros cristianos consignaron como tales, y menos mal que dejaron la lista en sólo siete, con la cantidad de vicios que corren por el mundo. Zodiac, en la película del mismo nombre, permaneció para siempre en el limbo de los anónimos, quizá porque era muy listo, o muy afortunado, o un imbécil integral tan errático como una mosca cojonera. En la primera temporada de House of Cards, Frank Underwood se miró ante el espejo con aires de megalomanía y se conjuró para ser presidente de los Estados Unidos costara lo que costara, cayese quien cayese. Y en Millenium, para completar esta plantilla de psicópatas ilustres, Martin Vanger, el extranjero en este equipo de galácticos, confiesa ante el periodista Blomkvist sus glorias asesinas por los campos nevados de Suecia.

Y no para ahí la cosa: tres años antes de recaer en Mindhunter para dirigir tres episodios y ejercer de productor ejecutivo, David Fincher, quizá para completar su tesis doctoral, retrató la personalidad de una mujer llamada Amy Dunne que aporta nuevos matices y nuevas enjundias a esta orla de licenciados en psicopatía. Casada con un panoli de la América Profunda que tiene ínfulas de escritor, la señorita Amy, que iba para gran dama en Nueva York y se quedó en clase media de Missouri, vive la vida mediocre de un matrimonio que se desgasta entre la ruina de los sueños y la rutina de lo cotidiano. Y los escarceos infieles del señor Dunne, claro, que ahora prefiere a una señorita más joven y de pechos más impetuosos. Hasta el momento de descubrir el affaire, Amy Dunne sólo era una niña malcriada de Nueva York, una pija canónica de mucho cuidado, pero a partir de entonces, un cable en su cerebro hará conexión con la zona muy oscura de los instintos criminales.





Leer más...

El mundo según Barney

🌟🌟🌟🌟

En El mundo según Barney, y también en el mundo según yo, la decisión más importante de la vida es elegir la pareja que habrá de combinar sus genes con los nuestros. O fingir que se mezclan, si la decisión no fuera tal. La reproducción, revestida de amor y poesía, es el mandato fundamental de la biología, el impulso ciego que nos guía dentro del laberinto. Todo lo demás, salvo la muerte o la enfermedad, es accesorio o aplazable. 

          El problema del amor, con toda su trascendencia, es que no corresponde a una decisión racional ni voluntaria. El amor es un imbécil asilvestrado que salta donde menos te lo esperas, casi siempre jodiendo la marrana. Si uno pudiera enamorarse haciendo estudios de mercado, nos ahorraríamos estos desengaños que parten el corazón en dos, y luego en cuatro, y así sucesivamente, hasta convertirlo en una pulpa que duele en cada latido. Uno, desprovisto de GPS, casi siempre se enamora de quien no debe, porque el impulso es imprevisible, y tan ciego que va dándose topetazos con los deseos. Por cada amor correspondido, hay otros noventa y nueve que mueren en el intento, abortados antes de nacer. Amores que nacen de un malentendido, de una ilusión, de una mirada casual que nosotros, en el delirio romántico, en la urgencia de querernos correspondidos, interpretamos como una aquiescencia. De ahí, al hostiazo supremo, al beber para olvidar, sólo hay una petición de teléfono. El amor, ya lo dijo el poeta, es una inmensa putada. Una desagradable obligación. La tiranía de unos genes que no conocen lo que se cuece ahí fuera, lejos de sus núcleos celulares.

Como decía el gran sabio Marcial Ruiz Escribano, "el gorrino y la mujer, acertar y no escoger". Y el gorrino y el hombre, tres cuartos de lo mismo. El amor, al final, hay que jugárselo a los chinos. Y que salgan los genes por Antequera. Tan importante, y sin embargo tan aleatorio. El amor es una mierda. Salvo el de  Miriam y Barney, claro, en la película de hoy, al otro lado del televisor…


Leer más...