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Regreso al futuro III

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De tener una máquina del tiempo -un DeLorean no, porque no sé conducir, pero sí una lavadora Balay de esas que centrifugan sin dar muchos bandazos- jamás se me ocurriría visitar el tiempo de Jesucristo. Menuda gilipollez. Lo responden hasta los viandantes no católicos cuando les ponen un micrófono en los morros: “Pues yo... viajaría al año 0, para conocer a Jesús”. Y sonríen muy satisfechos con su originalidad. Para empezar: no existe el año 0; y para seguir: Jesús no existió. Jesús no es más que el resumen mitológico de aquellos predicadores desaseados que se bañaban a orillas del Jordán. Casi todos esquizofrénicos que se escapaban del Manicomio Municipal de Cafarnaúm. Tipos que veían visiones, que ostentaban la Verdad, que decían ser hijos del mismísimo Dios... Una caterva de pirados.

Luego, en la segunda posición del ranking, también originales que te cagas, están los que dicen que ellos irían, “sabusté”, al tiempo de los romanos, a conocer... a los romanos, pero así, sin especificar, sin aclarar si viajarían a la Roma republicana o a la Roma imperial. Si a conocer ya de paso a los etruscos o saludar con la mano a los bárbaros que cruzaban el Rin vociferando. Qué se la he perdido a esta gente, me pregunto yo, en el tiempo de los romanos: malos olores, violencia, mugre, muertes tempranas, ciudades asoladas por las ratas... Un único esplendor, quizá, en el palacio del emperador, y el resto para olvidar, como esos que viajan a la India para ver el Taj Mahal y luego ya no saben dónde posar la mirada sin sentir pavor o vergüenza.

Yo, la verdad, no sé a qué tiempo viajaría con mi lavadora Balay. Porque el Far West de “Regreso al futuro III” tampoco me seduce gran cosa. Tampoco la Edad Media, ni la Revolución Francesa, ni el tiempo de los hititas... Siempre he dicho que me gustaría haber vivido La Movida madrileña, por aquello de llevar una vida licenciosa rodeado de gachises. Pero haberla vivido de joven, y no ahora, teletransportado a 1980 con 50 tacos en el DNI. El cuerpo todavía aguanta -no lo digo por presumir- pero las tentaciones seguro que fueron muy fuertes, y muy continuadas, al otro lado del Manzanares.




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Regreso al futuro II

🌟🌟🌟🌟🌟


A lo largo de mi vida he intentado tres veces -pero sin mucho convencimiento, la verdad- hacerme millonario. Hubo una época en que hacía la quiniela de fútbol todas las semanas y todas las fiestas de guardar, pues también rellenaba la que recogía los partidos de la Champions. Siempre le ponía 4 dobles, o sea, 16 columnas, que a razón de 0´50 euros por columna -y parezco, ya quisiera yo, una azafata del “Un, dos, tres”- me daba un gasto total de 8 euros por intento. Muy lejos de la ludopatía, sí, pero también muy lejos del empeño verdadero de quien quiere ser millonario y no recorta en gastos innecesarios -los libros, las pelis, la comida china- para ponerle un par de dobles más al azar impredecible de los balones.

(Impredecible, claro, porque no tenía en mi mano el almanaque...)

Cansado de no acertar más allá de las pedreas de 10 resultados, tuve otra época en la que quise matar a mi madre a fuerza de disgustos, a ver si heredaba sus posibles, que tampoco son para hacerse millonario, pero sí para llevar una vida más desahogada. Por lo menos para viajar algo más, y pedir los platos más caros en el menú. Yo atormentaba a mi madre con mis fracasos con las mujeres, con mi vida gris de funcionario, con mi supuesto talento tirado por la borda: que si este blog, que si el fútbol, que si lecturas sin provecho... Mi madre sufrió -y sigue sufriendo- lo suyo, pero descubrió el juego muy pronto y decidió no morirse por estas pérdidas tan baladíes. Así que me abocó, plena de amor y de cariño -porque una madre siempre te apoya en todo lo que decidas- a ganarme los millones por la vía de la creación literaria. 

He transitado por ella más o menos tres años, produciendo un diario sin recorrido, una novelita sin éxito y otra novelucha sin editar. Tres gotas en la mar de los fracasados. Tres esfuerzos muy poco titánicos que no han cosechado ninguna repercusión. Y que, más bien, me ha costado dinero tramitar.

Así que ahora, en un cuarto y último intento por salir de la pobreza, no hago más que asomarme por la ventana a ver si Marty y Doc aparcan el DeLorean y se dejan las llaves puestas mientras se toman un chato en el bar. Ese maldito almanaque...




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Regreso al futuro

🌟🌟🌟🌟🌟


Puede que yo esté muy tonto estos días, pero “Regreso al futuro” me ha parecido por primera vez una tragedia, y no una comedia descacharrada. 

Nada que objetar, por supuesto, a su presencia en el santoral. Es un clásico que jamás se nos morirá.  Da igual que la veas diez o veinte veces: siempre le encuentras la gracia, la ocurrencia, el detalle genial que antes se te escapaba o ya habías olvidado. Estoy hablando desde las tripas, claro, desde la pura subjetividad. “Regreso al futuro” nos dejó boquiabiertos en la adolescencia y todavía no ha venido nadie a recolocarnos la quijada. La vimos dos veces en el cine y muchas más -muchísimas- en el VHS de un amigo millonario. Años después la recuperé en las reposiciones del viejo Canal +, y todavía hoy me quedo viéndola hasta el final, la pille donde la pille, cuando hago zapping por los canales del Movistar. Me sé -nos sabemos- los diálogos de memoria.

La volví a ver cuando Alejandro era pequeño y quise introducirle el gusanillo de la cinefilia. De hecho, ayer vimos la película juntos porque él anda de visita y yo ando de convalecencia. Aquel gusanillo chiquitín ya es como el gusano de “Dune” que repta por sus neuronas. Alejandro, separado de “Regreso al futuro” por una generación, disfruta la película tanto como yo, y en eso atisbo que no todo lo que digo es añoranza y anteojeras.

Quiero decir que “Regreso al futuro” sigue siendo trepidante y divertidísima. Genial. Pero acabo de comprender que Robert Zemeckis y Bob Gale son dos pesimistas de la condición humana. Su película es un acto terrorista contra el libre albedrío. Nos están diciendo que da igual lo que hagas en la vida. Que todo está escrito. Conocerás a quien tengas que conocer; te engañará quien tenga que engañarte; te enamorarás de quien tengas que enamorarte. Vivirás las alegrías y las penas que tengas predestinadas, quieras o no. Porque si un día te haces el despistado y emprendes un camino divergente, vendrá alguien del futuro para rectificar tu deriva y dar cumplimiento a las escrituras. El texto sagrado de tu destino no admite correcciones. Lo decía el mismísimo Jesucristo en uno de los evangelios.






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Tras el corazón verde

🌟🌟🌟

Ya sé que le he puesto tres estrellas ahí arriba, en la crítica, llevado por la nostalgia de los viejos tiempos, pero tampoco quisiera engañar al lector o a la lectora: Tras el corazón verde es más bien mala, absurda, y ha envejecido como el vinagre y no como el buen vino. Le han caído los años como costras, como lamparones en la piel, desde que mis amigos y yo la alquilábamos en el videoclub para enamorarnos de Kathleen Turner y sentir el vértigo de las persecuciones y los tiroteos. Que además tenían lugar en la selva de Sudamérica, y aquello era como volver a ver a Indiana Jones en acción, con las lianas y las serpientes, el chiste ocurrente y la rubia jamona que le acompañaba en la aventura.



    En 1984 yo todavía era un niño muy impresionable, un cinéfilo muy lejos de David Lynch o de Eric Rohmer, y cualquier majadería de persecución al estilo Equipo A me dejaba boquiabierto. Ahora, enfrentado a las viejas películas, no termino de entender aquella fascinación por la violencia que sólo era un pim, pam, pum y una exhibición idiota de las armas. Una cosa que en realidad se rodaba para los adolescentes de Oklahoma, inmersos en la cultura del rifle, del fusil automático, del voy a salir el domingo con papá a pegar unas ráfagas por el monte, y no para nosotros, los chavales de León, que el único fusil que habíamos visto en nuestra vida era el cetme de los soldados que hacían guardia en el cuartel.

    Lo único que no ha envejecido en Tras el corazón verde es el amor de este cuarentón por la belleza de Kathleen Turner, que se preservó en los fotogramas antes de que la enfermedad la retirara. Una vez conocí a una mujer encantadora que me enviaba corazones verdes para indicar que le gustaban mis comentarios y mis escritos, y eran corazones verdes muy parecidos a esta esmeralda de la película. Nunca lo entendí muy bien, la verdad, porque en internet se dice que el corazón verde es una expresión de amor por la naturaleza, o una expresión de celos entre los amantes, y en nuestro caso ni lo uno ni lo otro. Una vez se lo dije, ella me dijo que ok, que tomaba nota, y volvió a enviarme un corazón verde al final de sus palabras. Quizá soy yo el equivocado después de todo, así que nada: le dedico un corazón verde a Kathleen Turner, y a aquella mujer, por los viejos tiempos, signifique lo que signifique.

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Náufrago


🌟🌟🌟🌟

He puesto Náufrago en el DVD para coger un poco de moral, y tomar notas, y ejemplo, ahora que el gobierno nos va a ampliar el confinamiento, y que esta casa ya empieza a coger el aire y la brisa de una isla desierta en  el continente. Quería recordar, viendo la película, que si Chuck Noland se pasó cuatro años en la isla del Pacífico sin televisión y sin teléfono, sin microondas y sin ordenador, y sobrevivió, y aprendó una lección, y además adelgazó todos los kilos que le sobraban, por qué no, Álvaro Rodríguez, que vive rodeado de comodidades, con un panadero que pasa todos los días a las 12 para traer el sustento básico sin tener que cazarlo, ni ponerlo al fuego, por qué no, digo, iba a soportar 6 semanas y las que vengan después con la sonrisa en la boca, y el espíritu no diré que alborozado, pero sí al menos sereno, imitando casi al de un nepalí en su montaña. Por qué no tomarse este accidente de la vida como eso: una aventura en la isla desierta, pero de mentirijillas, con tecnología, y colchón para dormir, y vecinos que comparten la arena y los cocoteros. Y un océano de tiempo disponible, en cualquier dirección en la que mires, sin que nadie venga a rescatarte por miedo a las patrulleras.



    Y lo cierto es que al levantarme -bueno, no exactamente al levantarme, sino tras ducharme, y asimilar el primer café- descubro con una punzada de optimismo que dispongo de 16 horas limpias por delante, confinadas pero libres, para hacer lo que quiera dentro de la ley: leer, y ver películas, y escribir chorradas, y llamar por teléfono, y cotorrear en las redes, y tomar aire en la calle aprovechando que Wilson, perdón, Eddie, mi perrete, es un sujeto paseable que entra dentro de la normativa. Pero luego, según avanza el día, uno se desinfla, y se pierde en bobadas, y lamenta el desperdicio de las horas para una vez que las tenía todas, glotonamente, como en un regalo inesperado de los dioses. Hay quien encuentra placer en el asesinato improductivo del tiempo, pero yo no. Cuanto más tiempo tengo, menos lo valoro, y es como si a uno le dijeran: "vas a vivir mil años", y se tira a la bartola, pensando que ya habrá vida suficiente para hacer cosas interesantes.


    Al final, ya ves tú, he terminado la película llorando, disparándome por la culata, porque lo del naufragio de Tom Hanks es casi lo de menos, y lo que verdaderamente duele es verle perder al amor de su vida, que le esperó sin olvidarle, pero que tampoco tenía tiempo que perder.



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Forrest Gump

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El otro día, zapeando por los canales de pago, nos encontramos mi hijo y yo con Forrest Gump mientras recogía chatarra y tapas de retrete a bordo de Jenny, su barco pesquero. Pitufo ya conocía a Hanks de la película Big, así que picado por la curiosidad me preguntó de qué iba todo aquello. Yo le explicoteé, groso modo, quién era Forrest Gump, y qué pintaba pescando gambas en aquel barco oxidado, y alguna luz de empatía debió de encenderse en su cabeza, porque hoy por la noche, ante el muestrario de DVDs esparcido sobre la mesa, se decantó por la carátula de Forrest sentado en el banco de Savannah. Le ocurrió a Pitufo lo mismo que a veces nos sucede cuando vamos al cine, que antes de la proyección nos pasan el tráiler de otra película que despierta en nosotros el hambre inaplazable de ir a verla, porque algo en esos dos minutos de imágenes vertiginosas conecta directamente con un gusto, con una sensibilidad, con un buen recuerdo guardado en la memoria. Son misterios de la mente de cada cual.

Vimos las dos horas y pico de metraje de un solo tirón. No paramos ni a mear, ni a tomarnos un vaso de leche. Los dos parones que hicimos fueron mínimos, sólo para rebobinar un par de diálogos que se nos habían trabado en los oídos. A veces pienso que Pitufo es excepcional, y que estas sentadas ininterrumpidas no están al alcance de todos los niños de su edad. Es el orgullo de padre que todo lo tiñe de heroísmo. Luego, en la calma reflexiva, uno comprende que habrá millones de niños similares por el ancho mundo, también fascinados por las películas que a oscuras, en salones silenciosos, les ponen sus padres pesadísimos. Lo que ocurre es que aquí, en este contexto rural que nos ha tocado vivir, somos más bien una excepción, un par de excéntricos que a veces no cuentan toda la verdad de su chifladura por el cine, para no ser objetos de la burla general.

Forrest Gump, como todos sabemos, saca conclusiones erróneas de la realidad, inocentonas y muy literales, quizá las mismas que sacaría Pitufo puesto en su lugar. A los dos se les escapan algunas claves, algunos dobles sentidos, algunas hipocresías del espíritu humano. Por eso, cuando yo me reía, Pitufo me miraba sorprendido, asombrado de que yo encontrara un chiste donde él sólo veía una lógica aplastante. Pero transcurrida la primera hora de metraje, era yo quien de vez en cuando sondeaba sus gestos, para saber qué se le iba quedando de Forrest y sus andanzas. Porque es una película atípica en su incipiente filmografía. Quizá la primera completamente distinta a todas las demás, Es comedia, sí, pero también un dramón de aúpa, y, por supuesto, una historia romántica cuyo colofón no deja un ojo seco en el personal. No va de tiros, no va de porrazos, no va de críos asalvajados y molones. No es de dibujos animados. Los efectos especiales no son de animar bichos, ni de encender espadas láser. Es una película adulta, a falta de otra expresión mejor. Su primera peli, quizá, de chico grande.

            Le he preguntado, al terminar, qué le había parecido. Un nueve, me respondió. Se veía en su expresión que no me mentía.
- ¿Sólo un nueve? -le recriminé en broma. 
- Bueno, pues un diez.






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