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El hombre del norte

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Pues sí, queridos amigos, y queridas amigas: ustedes están como yo. Por un lado está la película y por otro el misterio que la sobrevuela: comprender cómo estas bestias del Norte, que en el siglo IX eran poco más que primates con espada, pecadores irracionales de la tundra y de la taiga, llegaron, con el tiempo, a construir las civilizaciones más avanzadas que jamás ha conocido la humanidad. Ese milagro escandinavo que es la envidia cochina de todos los votantes socialistas del sur, que siempre introducimos la papeleta soñando con noches eternas y trenes que llegan a la hora.

Qué cambió, qué genes se modificaron, qué conquistas se produjeron, cuáles fueron los vientos benévolos de la historia, para que los descendientes de estos borrachos impenitentes, de esos carniceros profesionales, crearan un Edén próximo al Círculo Polar donde los  impuestos son altos pero las prestaciones cojonudas. Donde las calles han sido tomadas al asalto por las bicicletas y las flores. Donde ya se da la inexistencia práctica de hombres y mujeres a no ser para negociar los asuntos de la cama, porque ya nadie pregunta por ese detalle vital a la hora de pagar o de contratar.

Ay, los nórdicos... Confieso que yo vivía enamorado de ellos mucho antes de saber lo que era la socialdemocracia, porque antes de las ideas políticas estuvieron los cómics de “El capitán Trueno”, y allí -al principio en blanco y negro, pero luego ya a todo color- vivía la novia eterna del capitán, Ingrid de Thule, con su cabello rubísimo y su piel blanca como la leche de las cabras. Una mujer todo belleza y todo valentía, que amaba al capitán como todos querríamos ser amados alguna vez. Ingrid era la princesa de las nieves y la reina de las brumas. Y, al mismo tiempo, el calor que te protegía de todo escalofrío. Ay, Ingrid... De aquellos sueños infantiles vinieron luego estas fascinaciones, y estos apostolados de lo nórdico. Me ponen una de vikingos y ya me quedo turulato. Cuanto más sangre ponen a chorrear, yo más me adentro en el misterio.





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El faro

🌟🌟🌟

Todavía hoy, cuando me preguntan qué quiero ser de mayor, respondo que farero, que es un oficio que siempre me sonó a misantropía, y a lejanía de los humanos. Vivir a orillas del mar, en el acantilado, donde sólo se aventuran los turistas despistados, y las furgonetas que traerían los víveres a mi puerta. Me gustaría ser farero, sí, si todavía estoy a tiempo, y quizá en mi calidad de funcionario aún pueda hacer una promoción interna, o convalidar estudios, o presentar una instancia ante mis superiores, no sé, algo así, aunque perteneciendo a la Junta de Castilla y León -que sólo tiene mares de cereales y océanos de secarrales-, veo difícil que me ubiquen en un faro que ilumine a los navegantes.



    Me cuentan, de todos modos, los hombres y las mujeres de la mar,  que los faros ya no son como los de antes, como los de la película insólita de esta tarde. Que ya funcionan casi solos, con muy poco mantenimiento, y que el Ministerio de Costas y Faros ya no paga a funcionarios para que vivan en ellos tumbados a la bartola casi todo el día, leyendo, fumando, dando paseos melancólicos, con la única tarea de cambiar la bombilla cuando se funde y de sacarle brillo a los cristales. Y me embarga, de nuevo, cuando escucho esas noticias, la sensación de haber nacido tarde, fuera de época, porque también me hubiera gustado ser, en su defecto, condenado a la vida de secano, un maestro rural, de los de  la vieja escuela, con barba y reloj de bolsillo, en aquella época no tan lejana en la que había colegios en los pueblos, y los vecinos te regalaban quesos y chorizos por Navidad, y eras el tuerto en el país de los ciegos -culturalmente hablando-, y el maestro era una figura respetada, admirada incluso, que formaba parte de las “fuerzas vivas” del lugar, junto al cura, al alcalde y al sargento de la Guardia Civil.

    De todos modos, lo que tengo muy claro, y desde esta tarde cinematográfica todavía más, es que si algún día cumplo mi sueño, seré un farero solitario, lobo estepario de mar, aunque termine hablando con las gaviotas, o con los balones de voleibol. Te toca un loco de compañero como cualquiera de estos dos, y ya tenemos el manicomio preparado, en el fin del mundo, donde nadie puede escuchar tus gritos de auxilio…




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La bruja

🌟🌟🌟🌟

Cuando el Mayflower arribó a las costas de Nueva Inglaterra y los puritanos asesinaron a los primeros indios para desembarcar sus bártulos y cultivar los huertos, empezó la tragedia de los aborígenes de Norteamérica. Los europeos primero los sedujeron, luego los arrinconaron, y más tarde, con la llegada masiva de bocas que alimentar, los expulsaron más allá del Mississippi, hasta confinarlos en los Territorios Indios. Les despojaron de la caza y de los pastos, y cuando osaron rechistar, los despojaron de la vida. De este genocidio sabemos muchas cosas porque lo vimos de chavales en las series de televisión, y en las películas del Oeste. Y porque luego, de mayores, vimos documentales que desmitificaban a John Wayne y al Séptimo de Caballería, tan aparentes en sus monturas, y tan despiadados en sus motivaciones.

    Sin embargo, del genocidio que sufrieron los dioses autóctonos nunca se rodó una película, ni se hizo una serie de postín. Cuando en la tierra se produce un abuso cultural, en los cielos se produce un atropello paralelo, y los perdedores también son desterrados a las nubes menos apetitosas del amanecer. En las alturas también hay un Territorio Indio donde Manitú se lame las heridas, y los dioses de la naturaleza se sientan alrededor de las fogatas a recordar los viejos tiempos. Los europeos trajeron a un dios crucificado que llevaba diecisiete siglos ganando batallas, y tras él, en procesión, llegó su corte de demonios, de dementes, de pecadores de la pradera que luego alimentaron los chistes de Chiquito de la Calzada.

    Donde llega el Bien, al poco llega el Mal a un solo paso de distancia, porque ambos son conceptos relativos que no pueden vivir sin su pareja, como en los matrimonios, o en las ligas de fútbol muy reñidas. Junto a Jesús, los puritanos de La bruja trajeron unos miedos muy negros en sus almas, y al desembarcar los soltaron por ahí, para que se infiltraran y se reprodujeran, y al mismo tiempo que crecían el maíz y la patata, crecían las brujas y los impíos. Allí empezaron a montar sus akelarres, y a seducir a los perdidos, y todavía hoy, cuatro siglos después, siguen conspirando contra la América decente que vota al Partido Republicano como Dios manda.  


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