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Bullitt

🌟🌟🌟🌟


El trabajo del teniente Frank Bullitt es un no parar que produce mucho desasosiego. Un día le toca batirse a tiros con los maleantes y otro perseguirlos a goma quemada por las cuestas de San Francisco. Los espectadores nos lo pasamos pipa, pero él sufre un estrés laboral que no puede ser bueno para su salud. Cada día puede ser el último cuando se trabaja de inspector de policía en una película americana. 

Otros días, los más llevaderos, el teniente Bullitt no se juega el pellejo en sus frenéticas pesquisas, pero tampoco es agradable entrar en los hoteles para encontrar mujeres degolladas o mafiosos con la jeta tiroteada. Ni tener que aguantar a ese hijoputa del fiscal del distrito, tan repeinado y tan bien trajeado, que solo quiere lanzar su carrera política sin respetar los tiempos ni las éticas del trabajo policial. Frank Bullitt, en algunas escenas, es como el agente Filemón Pi enfrentado al superintendente Vicente, todo tensión a punto de explotar en bocadillos llenos de signos raros y caras de cerditos.

Otros inspectores de policía -como aquellos de “The Wire”- terminarían la jornada poniéndose ciegos a whiskys en el bar de la esquina. Beber para olvidar. Y con el alcohol, claro, el derrumbe de los matrimonios, o de los amores, porque muchos llegan a casa muy tarde, o muy mamados, irascibles o verracos según los índices en sangre. Y quizá, quizá, impregnados con el olor de alguna prostituta, aprovechando que pasaban por delante del club-club-club camino de Ítaca. 

Frank Bullitt, sin embargo, está a salvo de todo eso. En casa, cuando termina la jornada laboral, le espera Jacqueline Bisset para preguntarle qué tal en el trabajo y aderezarle la ensalada para cenar. Y luego, seguramente, porque ella es joven y lozana, y Steve McQueen un macho irresistible de la especie, echar un polvo enamorado que borre toda la mugre acumulada durante el día. En los brazos de una mujer así las jornadas laborales se disipan como niebla bajo el sol. 

La escena más tensa de la película no tiene que ver con los criminales perseguidos, sino con ese “tenemos que hablar” que es el preludio de la tragedia verdadera. 







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Apocalypse Now

🌟🌟🌟🌟🌟


Río arriba está la locura. El corazón de las tinieblas, como dijo Joseph Conrad. El coronel Kurtz es el Lado Oscuro. El Reverso Tenebroso. El otro yo al que nunca quisiéramos conocer. Nadie está libre de enfilar la carretera del manicomio. La persona más cuerda del mundo solo está a dos pasos del desquiciamiento: basta un traspiés genético o una experiencia traumática para pasar de la lucidez productiva a la lucidez de los maniáticos.

El coronel Kurtz es el Darth Vader de la guerra del Vietnam. Llegó al conflicto para restablecer el equilibrio de la jungla y terminó volviéndose loco de remate. Kurtz, que parecía construido enteramente por los midiclorianos de West Point, no pudo soportar la barbarie de la guerra más absurda del siglo XX. Vietnam ha pasado a ser, en el habla popular, un sinónimo del sindiós que provocan los pirados al volante.

La locura del coronel Kurtz es un aviso para los navegantes del río Nung. En especial para el capitán Willard, que ha recibido la orden de asesinarlo. Willard también está al borde del derrumbe, muy cerca del punto de fractura. Desde la primera escena ya susponemos que es un hombre trastornado de por sí, pero Saigón, en 1968, no parece precisamente el mejor sitio para curarse. Es como si allí hubieran instalado un Manicomio General para recluir a todos los militares chalados de Norteamérica. “Mejor tenerlos allí, matando chinos, que aquí dentro planeando magnicidios”, debieron de pensar en la Casa Blanca tras el asesinato de JFK. Es el gran problema de la casta militar: que cuando se aburre necesita emprenderla contra algún enemigo, real o imaginario, y conviene fabricarles una guerra para que se entretengan con sus mapas y con sus juguetes de tropecientos millones.

La II República española hizo más o menos lo mismo con sus generales: los envió a África con la esperanza de que los moros se revolvieran y los mantuvieron ocupados. Pero los moros no tenían selva para esconderse, así que al final se dejaron hacer, y los generales, sin nadie a quien bombardear o fusilar, decidieron inventarse otra cruzada para entretener las tardes de los domingos.





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Garra

 🌟🌟🌟


Mi corta carrera como jugador de baloncesto se desarrolló en la temporada 85-86. Yo estaba en 8º de EGB y ya medía lo que mido ahora: 1’85 si voy erguido por la vida, o 1’83 si las penas se posan en mis clavículas. Un curso antes, los maristas habían intentado reclutarme para jugar al balonmano, que era el deporte sagrado del colegio. Pero yo, callándome los motivos, le dije que no, y que gracias, porque el balonmano era el deporte del enemigo. Y el enemigo era el mismísimo beato -ahora ya santo- Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros desde las esculturas y los murales. Él nos quería así: sublimando los instintos con una pelota de balonmano. Y nosotros le odiábamos.

Al año siguiente nos tocó de tutor el hermano Pedro, que era un marista al que habían traído de no sé dónde para retirarlo. Mejor no preguntar, sí... El hermano Pedro -más conocido como HP- era un franquista que en clase nos alertaba de los peligros del socialismo y en el patio nos predicaba las maravillas del baloncesto, que según él era el deporte de las élites y de los chicos buenos, nada que ver con la purria de los barrios que jugaba al fútbol, y que éramos la mayoría de nosotros.

Aun así, dada mi estatura, HP me captó para jugar en la selección del colegio. Él podría haber sido el Adam Sandler de mi biografía, pero lejos de confiar en mí, me torturaba. Yo tenía un gancho demoledor, y metía los tiros libres con soltura, pero no sabía defender; y HP, en lugar de enseñarme, me chinchaba: “Así no, señor Rodríguez”; “Más intensidad, señor Rodríguez”... Si le hubiera preguntado cómo defender me hubiese arreado un bofetón. Eran otros tiempos.

Así estuvimos hasta que llegó la Navidad y fuimos a jugar un partido amistoso en Oviedo, contra otros pobres desgraciados. El hermano HP me tuvo en el banquillo hasta los minutos finales, que ya eran los de la basura. Salí a la cancha perdido y enfurruñado. Creo que no hice nada. En el viaje de vuelta, sinuoso e hijoputesco, se acercó hasta mi asiento y me dijo que hasta que no dejara de jugar al fútbol en los recreos no volvería a jugar jamás con él.

Y no volví a jugar.





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El Padrino II

🌟🌟🌟🌟🌟


Cuando yo era chaval se decía mucho aquello de “segundas partes nunca fueron buenas”. La gente mayor se refería a que los afanes retomados nunca salen bien: un matrimonio, o una guerra, o un empeño vocacional. Lo que no se consigue con el primer impulso -venían a decir, en su asentada sabiduría- caca de la vaca. Pero nosotros, los chavales, que aún nos preparábamos para los primeros afanes, y que todo nos lo tomábamos por el lado del fútbol, o por el monotema de las películas, añadíamos la coletilla de “... salvo El Padrino II” , que era una segunda parte tan buena como la primera, e incluso más, porque era más larga, y salía más tiempo Al Pacino, que era nuestro actor preferido. Al Pacino era tan canijo y tan cetrino, y sin embargo tan magnético, que era capaz de arrearte una hostia sólo con la mirada, moviendo una ceja, y de ligarse a  la mujer más longilínea de la peli sólo con guiñar el otro ojo. Una esperanza para los feos del mundo, para los don nadie de la barriada.

Ahora que estoy viendo los Padrinos de seguido, más con el ojo crítico más que con el ojo fervoroso, y con el otro ojo bien asentado entre los cojines, tengo que decir que El Padrino II no es tan buena como la primera. Es una obra maestra, sí, pero incluso en el reino de las obras maestras hay condecoraciones diferentes. El Padrino II es más enredosa, más titubeante. Es como si nada terminara de salir redondo, sino más bien elíptico, con la casi-perfección de una órbita celeste. Lo que pasa es que nos da un poco igual, porque todo lo que se cuenta en ella es nutritivo e inmortal, como de héroes trágicos de la antigua Grecia: la familia y la sangre,  la avaricia  y el perdón...   Hay temas que nunca pasan de moda, como bien sabía, siglos atrás, el patriarca de los Lannister.

¿He dicho que nada termina de salir redondo en El Padrino II? Bueno, exageraba... La última media hora de la película, cuando Michael Corleone desata su venganza sobre los justos y los injustos, es, no sé, quizá el mejor rato de la historia del cine. Pacino ya no necesita ni mover la ceja para desatar toda su furia: le basta con sentarse en el sofá, abismar la mirada y cagarse en todo Cristo mientras hace la digestión carnicera con una menta poleo. 




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El Padrino

🌟🌟🌟🌟🌟

Yo nunca he creído en la astrología. Una vez la mujer amada me leyó la carta astral y me dijo: “Algún día te dejaré”. Y me dejó, pero no porque hubiera leído ningún futuro, sino porque ya había tomado la decisión, la muy piruja, meses antes de ejecutarla. Así cualquiera... No creo en esas pamplinas de los planetas alineados, de las constelaciones que marcan el derrotero. Yo veía Cosmos de niño y me hice discípulo racional de Carl Sagan. Qué tendrá que ver la estrella Sirio con el destino de mi novela, o con las copas de Europa del Madrid, que también forman parte de mi peripecia.

Sí, creo, en cambio, en algo llamado peliculogía, que es una ciencia infusa que ahora está de moda en los círculos artísticos, y que  dice que la película que se estrena el día de tu nacimiento marca tu destino como si te aplicaran un hierro candente sobre la piel. Yo, por ejemplo, que soy un adepto de esta creencia, llevo la marca de El Padrino en la posadera izquierda: el tatuaje esquemático y sombrío de Marlon Brando con su flor en el ojal. La vida no me hizo mafioso, ni católico, ni dueño de un casino en Las Vegas, pero sí un cinéfilo de provincias que aguanta clásicos de tres horas impertérrito, con el culo pelado en mil batallas estáticas.

Yo nací el 16 de marzo de 1972, a las cuatro de la mañana, y a esa misma hora, pero en la Costa Este -o sea, no a la misma hora, sino a las diez de la noche- se estrenaba El Padrino en cinco cines muy escogidos de Nueva York. La première había tenido lugar el día antes, a todo lujo, organizada por la Paramount, que estaba cagada de miedo: El Padrino todavía no era el fenómeno, el clásico, la película sagrada a la que siempre regresamos. Hoy he vuelto a verla con el relajo de quien ya recita los diálogos de memoria y me he quedado, por ejemplo, boquiabierto con la primera media hora. En la boda de Connie Corleone están todos los personajes, decenas de ellos, y es imposible perderse en las presentaciones. Es más: en esa boda, ya que hablamos de futurologías, están descritos todos los finales que llegarán. Porque el carácter es el destino, como decían los griegos, y cumplida esa media hora ya sabemos de qué pie cojean todos los personajes: la ira y la avaricia, la estulticia y la frialdad, la traición y la lealtad.



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Open Range

🌟🌟🌟

De pequeños nunca tuvimos muy claro lo que era un vaquero. Pensábamos que se les llamaba vaqueros porque llevaban pantalones vaqueros, como nosotros, los tejanos, o los jeans, que en aquellos tiempos nunca se rompían ni se desgarraban, por mucho que los restregaras en el cemento del colegio o en los cardos del descampado.



    Los vaqueros, en las películas de nuestra infancia, eran unos pendencieros que se pasaban el día en el saloon, jodiendo, o jodiendo la marrana, más borrachos que sobrios, más desafeitados que aseados. Los vaqueros venían de la nada, y se dirigían a ningún lugar. Sólo pasaban por allí  a vengarse de alguien, o a cobrar una deuda, pero en nuestra estulticia nunca nos preguntábamos de qué vivían realmente, salvo que vinieran de asaltar un banco, o de encontrar oro en el Yukón, en un golpe de fortuna. Éramos tan cortos -o yo al menos era tan corto- que nunca se nos ocurrió pensar que la palabra vaquero venía de vaca. Pero aunque lo hubiéramos pensado, no nos hubiéramos creído que esos jichos de la pistola, esos prestidigitadores del tiroteo, se dedicaran verdaderamente, pasado el fin de semana, a cuidar vacas en el monte, ataviados con la boina y la cachava.

    Ni cuando aprendimos nuestras primeras faunas en inglés, y leímos aquello tan evidente y tan flagrante de cowboy, caímos en el quid de la cuestión, y yo creo que acabé por enterarme muchos años después gracias a Río Rojo, la película de Howard Hawks, que iba de unos vaqueros que, sorprendentemente, aunque apuestos y machotes, se ganaban la vida guiando ganado por las praderas del Medio Oeste. Quizá, si de aquella hubiéramos visto películas tan ilustrativas como Open Range -que al menos se molesta en explicar el conflicto socio-laboral que desemboca en los tiroteos-, hubiéramos aprendido mucho antes que los vaqueros, cuando llegaban al pueblo a medio hacer, y entraban en el saloon tras atar a sus caballos, venían deslomados de estar trabajando todo el día, oliendo a mierda de vaca y a sangre de las manos desolladas. Una comparecencia muy poco romántica, muy poco glamorosa, que en las películas de antes preferían disimular con el montaje, y con músicas de misterio.



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Viudas

🌟🌟🌟

(contiene spoilers)

Las viudas son tres señoras que apremiadas por las deudas que dejaron sus exmaridos -unos golfos apandadores que murieron en acto de servicio- deciden dar un golpe con el que satisfacer a los deudores, llenar la cuenta corriente para abrirse camino en la vida, y ya de paso, ya puestas en el papel de atracadoras que heredan el negocio conyugal, recuperar el orgullo de mujeres que una vez fueron desenvueltas e independientes.



    Las viudas se reúnen en naves industriales abandonadas, en aparcamientos clandestinos de gargantas profundas, y manejan un plano misterioso que parece ser la sede central del Chicago Bank, o una sucursal de Fort Knox a orillas del lago Michigan. La película promete un golpe espectacular, de mujeres ninja saltando muros, desconectando alarmas, reduciendo gorilas, sorteando rayos láser que surcan los espacios…. Después de casi dos horas de preparativos uno esperaba, qué se yo, el atraco al tren de Glasgow, o el Ocean’s Eleven de Chicaco. El robo madrileño a la Casa de Moneda y Timbre, ahora que estoy empantanado en paralelo con La Casa de Papel... Pero al final resulta que la fortaleza es la casa particular de un anciano que otrora fue el pedáneo del barrio, y que guarda sus millones en una caja fuerte que ni siquiera tiene una contraseña alfanumérica, sólo numérica, y más bien corta, como nunca recomiendan hacer los manuales. El único obstáculo que han de salvar las viudas es un guardia jurado que a esas horas de la madrugada, en el piso de abajo, anda entretenido con los deportes de la tele, o con el porno del Canal + americano. Un tipo negligente al que bastará con darle un hostión en la cabeza para que pase de estar medio dormido a yacer inconsciente del todo.

    Es un anticlímax profundo, ay, toda la parte final de Viudas, que empezaba con fuerza, con interés, entre las intrigas políticas, las corruptelas municipales y las mujeres que se ataban los machos. Una película que al final se queda en entretenida, en olvidable, que se llevará el viento de esta primavera cuando vuelva a soplar cualquier  tarde de estas, mientras doy el paseo con el perrete, o leo en el soto, pensativo ya de otras realidades, y de otras ficciones.



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Gracias por fumar

🌟🌟🌟🌟

Existen tres tipos de trabajos: los que mejoran el mundo, los que lo limpian y los que lo llenan de mierda. 
Los primeros son los que curan el cáncer, los que construyen puentes, los que hacen reír... Los que meten goles memorables o salvan ballenas en lanchas inestables que zarandean las olas. A mí me hubiera gustado trabajar en algo de esto, pero me faltó el talento, o me pudo la pereza. O daban fútbol por la tele. Me quedé en la segunda categoría, que es amplísima, y universal, donde estamos la mayoría de los currelas y los funcionarios, los autónomos y los esclavizados. Ni estropeamos el mundo ni lo mejoramos: sólo lo gestionamos, lo adecentamos, le quitamos el polvo. Cuidamos de personas, de cosas, de animales, atendemos al público. Barremos las calles o entregamos el pan. Servimos copas y limpiamos culos. Apagamos fuegos y archivamos documentos. Nadie se acordará de nosotros cuando hayamos muerto, como decía la otra película, pero al menos nadie podrá achacarnos nada. Lo hicimos como pudimos. 

    Conseguimos, al menos, no pasar al lado oscuro donde están los que ensucian el mundo con sus oficios de mierda. Los que viven de sembrar la desgracia ajena, la muerte y el dolor. La destrucción de la naturaleza y la aparición de enfermedades. Tipejos como Nick Naylor, el simpático rubiales a sueldo de las tabacaleras, que cobra una pasta gansa por salir en la tele defendiendo que fumar no es tan malo como lo pintan, y que al final es un acto de responsabilidad individual, no una extorsión del fabricante que figura en la cajetilla. Hay que tener una jeta como de aquí a Lima, claro, y unos escrúpulos extirpados en la mesa de operaciones. Y una sonrisa irresistible como la de Aaron Eckhart, que encanta a las serpientes y seduce a los incrédulos. Él sólo lo hace para pagar la hipoteca, claro, y lo demás se la suda.



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Matar a un ruiseñor

🌟🌟🌟🌟

Atticus Finch, en el imaginario común, ha quedado como el padre que todos desearíamos haber tenido cuando éramos hijos, y el padre que todos aspirábamos a ser, cuando los hijos ya eran los nuestros y ejercíamos el oficio. Nos sigue maravillando su rectitud moral, su severidad razonada, su capacidad de encarar las circunstancias con el gesto de un estoico y la paciencia de un sabio. Pero qué tarde, ay, ahora que ya hemos colgado las botas y los hijos campan a su aire, con lo poco que hemos sabido transmitirles. Comparados con Atticus Finch, que todo lo explica con verbo certero y flema británica, sin descomponer nunca el rostro ni la voz, nosotros, los padres de mi ecosistema, que hemos nacido en una época más vehemente y más atropellada, nos hemos comportado como auténticos verduleros de la pedagogía, como verdaderos exaltados del magisterio. Todo lo hemos enseñado a voces, a gritos, a tacos, con amplios gestos de regocijo o de lamento, como italianos exagerados en una comedia de Alberto Sordi. Las comparaciones son odiosas, sí, y en ésta con el gran Atticus - o con lo que hizo de él el gran Gregory Peck- salimos la mayoría trasquilados.



    Y eso que Atticus Finch, para los estándares modernos, contaminados ya para siempre del caso Madeleine, es un padre bastante dejado, incluso irresponsable según algunos talibanes. Es cierto que los chavales de Atticus, cuando él ha de trabajar en el juzgado, quedan a cargo de la criada Calpurnia. Pero Calpurnia, aunque tiene nombre de patricia romana, es una mucama que se pasa el día haciendo comidas sin olla exprés, y poniendo coladas sin lavadora automática, y no tiene tiempo para patrullar a la vivaracha Scout y a su hermano Jem, que libres del Gran Hermano ocupan los días enteros en la calle, yendo de acá para allá con sus fantasías. Eran otros tiempos, por supuesto, los años treinta, pero no muy distintos de los que yo mismo viví. Nosotros, en el arrabal de León, también nos criamos libres en las calles . Nosotros también teníamos nuestras casas malditas, nuestros tontos del barrio, nuestros hombres del saco. Nuestros lugares secretos y nuestros atávicos temores. Quinquis y gitanos incluso, de los que huíamos de lunes a jueves y con los que jugábamos las pachangas de viernes a domingo. La infancia de Harper Lee no fue muy distinta de la nuestra, y quizá por eso entendemos y justificamos la pachorra sólo teórica de Atticus Finch. Nuestros padres, para nada irresponsables, eran un poco como él, y nada en su labor nos sorprende ni nos escandaliza. 



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THX 1138

🌟🌟🌟

En la sociedad futurista que George Lucas imaginó para THX 1138, los humanos son como abejas obreras encerradas en un inmenso panal. Todo el mundo viste con túnicas blancas, lleva el pelo rapado y vive en minúsculos apartamentos cerca del trabajo. No tienen más objetivo en la vida que trabajar, y que reponer fuerzas y energías para seguir trabajando. 

    Para que nadie caiga en la tentación del sindicalismo y pida un día libre a la semana, o una jornada laboral de ocho horas, las fuerzas del orden mantienen a la población drogada con pastillas. Los obreros han de seguir un régimen obligatorio a la hora de las comidas, y están controlados por funcionarios que cuentan las píldoras y monitorizan las ingestas. Es así como los mantienen en un estado ficticio de placidez, en el que nada se anhela ni se desea. Luego, por si las moscas, para detectar a los cripto-comunistas que se las guardan bajo la lengua y las escupen en el retrete, los obreros son electroencefalogramados en controles rutinarios o sorpresivos, para saber quién lleva las ondas cerebrales acompasadas y quién tiene la cabeza en otro sitio, imaginando liberaciones de la clase obrera y asaltos a los palacios de invierno. 

     Las relaciones sexuales están prohibidas con severísimos castigos. El sexo confunde y atonta; crea vínculos afectivos, ensueños idiotas, y la economía se resiente con tanta mandanga del corazón. Si la ciudad produjera pañales o chupetes ya sería otro cantar.  Los capataces cambiarían las pastillas por otras para que los obreros follaran como locos y dieran salida al stock de productos, produciendo clientes pequeñitos. Pero en esta colmena futurista sólo se fabrican robots-policías, que van armados con picanas y tienen un andar muy torpe. Unos auténticos inútiles con cara de metal y corazón de plutonio. 

            THX 1138, el personaje, es un obrero especializado que vivía feliz en su distopía laboral hasta que es expulsado del paraíso terrenal. LUH, que así se llama nuestra Eva del futuro, le cambia unas pastillas por otras para dejarlo turulato y poder acostarse con él. LUH va ciega de hormonas, quién sabe si por un error en su medicación, o si por un defecto genético en su cerebelo, aí que pito-pito-gorgorito, decide liar al pobre de THX para frotar carne contra carne, y pelo contra pelo. Nuestro héroe se lo pasa pipa en el primer revolcón, porque además LUH es una mujer hermosa de piel blanquísima y un mar infinito de pecas. Justo la mujer que a mí también me vuelve loco en esta distopía real del siglo XXI, donde uno vive igualmente drogado y esclavizado por el trabajo, y el pito tambièn se arrastra melancólico y mustio. 






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Apocalypse now

🌟🌟🌟🌟🌟

Llegan las ocho de la tarde y no me veo capaz de llegar al final del día. Un cansancio que no sentía desde hace meses se apodera de mis músculos y me hace razonar cosas disparatadas. Los fantasmas se cuelan bajo la puerta aprovechando que esta semana he dormido menos, que he descuidado el ejercicio, que ha regresado el tedio de las jornadas laborales. Vuelvo a ser el funcionario que llega a casa no cansado -porque eso es en la mina, o en la obra- pero sí mal dormido, mal encarado, con la libertad del verano esfumada en jirones de niebla coloreados. Y eso que ya no hace calor, y que las nubes alivian de vez en cuando esta puta insolación. Benditos sean los cielos encapotados, y los fríos venideros, que me librarán de esta tortura tropical, de este microclima de los cojones que vive instalado en los cielos como un OVNI portador de la catástrofe.


Son las ocho y desearía no seguir despierto, apagarme como hacía C3PO cuando quería refrescarse los circuitos. Pero no quiero dormir, tampoco. Aún me quedan cuatro o cinco horas de vida, y ya soy demasiado mayor para desperdiciar estos ratos concedidos. En el fondo estoy sano, no me duele nada, no puedo quejarme de una vida que otros menos afortunados soñarían. No quiero tumbarme en la cama para dejarme atrapar por unos sueños que esta semana se han vuelto maniáticos, muy pesados, devolviéndome a los seres queridos con los rostros desfigurados y a los seres odiados con todo lujo de detalles. Podría leer, pero me dormiría; podría venir al ordenador, pero me dejaría la vista; podría bajar al bar, pero allí no hay nadie con quien hablar.  Así que sólo me queda el cine. Paso el dedo índice por la estantería de los DVDs buscando una película larga, larguísima, de contenidos muy densos que me dejen noqueado en el sofá, no del todo vivo, pero tampoco del todo muerto.  Apocalypse Now… La he visto cuatro o cinco veces, pero eso no importa. Leo en la carátula que esta versión del director, la Redux, se va a las tres horas y media de metraje, y eso es justo lo que necesitaba. Con ese empujòn en el reloj podré sobrevivir a este día que nació torcido, y que quizás, quién sabe, acabe en un gran éxtasis cinéfilo. 

La vida es remontar los ríos, y los días.








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