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Un largo adiós

🌟🌟🌟

El verano es el tiempo de las malas películas, o de las películas dudosas. Pero no por un designio de los dioses, sino por decisión propia. En verano, fuera de mi refugio, de mi rincón, veo las ficciones en esta misma pantalla donde escribo. El portátil, es, por propia definición, transportable, desplegable casi en cualquier sitio. Se aviene a los hoteles y a las casas ajenas. Con él puedes tirarte en la cama, arrebujarte en el sofá, amodorrarte en el vagón de tren… Hacer más corta la espera en el aeropuerto, si uno volara hacia los destinos de ensueño. El portátil lleva las películas descargadas en su panza y te las ofrece con dos golpes de ratón. Se ven bien, con muchos píxeles y tal, y sólo a veces hay que mover un poco la pantalla porque los personajes, de pronto, se convierten en sombras. Puedes ponerte auriculares y subtítulos. El cine portátil está bien, pero no es cine. O yo, al menos, no lo entiendo como tal. Ya me costó años asumir que el cine en la tele es cine, aunque ahora, la verdad, con esas pantallas descomunales que no rebajan la definición, el que no quiere montarse una sala en casa es porque no quiere. Y además no hay que aguantar al de las palomitas, al del móvil, al que no para de hablar...



    Es por eso que dejo para el verano, para el portátil deshonroso, las películas que debo ver pero que en verdad no quiero ver. Las películas que yo mismo me autoimpongo en esta tonta cinefilia. En este alarde de cultureta provinciano. En esta gilipollez supina que me quita horas de vida. Horas que podría emplear, por ejemplo, en ver las películas indudables, cojonudas, que me hacen verdaderamente feliz. Me gustaría dedicarle un largo adiós a esta manía, a esta tontuna, a este sacrificio en aras de la nada. Pero no puedo. Si en algún sitio leo, por ejemplo, que Un largo adiós es algo así como una de detectives crepuscular, y que es de Robert Altman, y que si esto y lo otro y lo de más allá, allá voy yo, de cabeza, pero sin ganas, como jaleado por una panda de amigos que te llaman gallina en el trampolín. Sé, de antemano, que no me va a gustar, que si llevo décadas descartándola por algo será. Que ni las titis que rodean a Philip Marlowe, ni su mitología, ni sus frases ocasionales de macho man, van a convencerme de lo contrario. Así que la descargo, la aparco, la olvido, y cuando llega el verano, la descubro con sorpresa en el portátil, como un bicho que hibernaba, y que ahora se despereza y me llama papi, o papuchi, ya más bien…


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Gosford Park

🌟🌟🌟

Gosford Park es una película que pone a prueba la inteligencia de los espectadores vulgares. Y yo, que soy uno de ellos, confieso que he naufragado en este mar proceloso de los cien personajes que se reúnen en la mansión a tomar el té y cazar la perdiz. Tan ocupado estaba en resolver el puzle de los parentescos putativos y las relaciones extramatrionales, que no he podido admirar los movimientos maestros de la cámara, ni las composiciones pictóricas del plano, que decían los críticos de la época. Donde otros fueron capaces de apreciar la percepción áurea de la toma y la segunda intención de los diálogos, yo, menguadico de entendederas, bastante tengo con recordar los nombres de los personajes, y trazar las líneas imaginarias que los unen con sus maridos y mujeres, amantes y sirvientes. Un lío morrocotudo que Robert Altman tampoco hace mucho esfuerzo por desenredar, la verdad, quizá porque prefiere quedarse con un puñado de espectadores exigentes, y no con una tropa de cinéfilos de tres al cuarto que no valoran sus osadías.



        Las películas como Gosford Park me causan una pequeña depresión, porque uno, aunque se sabe limitado, siente una punzada en el orgullo cuando tal limitación es puesta a prueba, y sobrepasada por las circunstancias. No es lo mismo saberse tonto que ser llamado tonto a la cara. Esta vez, sin embargo, he contado con el consuelo de mi señora madre, que anda de visita por estos pagos, y que alentada por la magnificencia de la campiña británica se ha apuntado a la sesión nocturna del sofá. 

    Cada vez que me perdía en los laberintos, yo, de reojo, escrutaba su rostro para descubrir un atisbo de inteligencia, pero sus ojos, fijos en la pantalla, brillaban con el mismo deslucimiento que los míos. Era obvio que andaba tan perdida como yo, y que seguramente, cuando yo no la miraba, me buscaba con la misma tribulación del espíritu. Me queda, pues, el consuelo de la genética. Yo no soy tonto, como decía Homer Simpson de su gordura: es el metabolismo. Un gen de más o de menos que me niega la proteína adecuada para comprender estos fárragos y otros parecidos. O eso, o que nosotros, mi madre y yo, como en el cuento de Andersen, hemos señalado al emperador desnudo.


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