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Extras. Temporada 1

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La vida es como una caja de bombones, o como un vaso de whisky en la madrugada. Lo aprendimos viendo películas. También aprendimos que la vida es como un plató de rodaje: los protagonistas chupan cámara y los extras pasan desapercibidos al fondo de las escenas. En la vida, como en las películas, unos ganan dinero y otros no; algunos follan mucho y otros nada; unos son amados y otros simplemente queridos, o tolerados. Hay quien siempre está donde toca la lotería y quien siempre llega tarde al lugar equivocado, como cantaba Serrat. Vistos de lejos, desde las alturas de un globo o de un décimo piso, todos actuamos en la misma película cotidiana. Pero jodó, qué diferencia, de sueldos y de fortunas.  

Muchas veces me quedo mirando a los extras cuando la ficción es aburrida, o cuando ya conozco los diálogos de memoria, y me da por pensar quién es esta gente: si meritorios del séptimo arte o si gente recogida por la calle. Si, quizá, familiares o amigos que vienen a echar una mano o a hacer bulto en las escenas. Algunos actúan con toda naturalidad, como si de verdad estuvieran tomándose un café o paseando el cochecito por la ciudad. Son verdaderos profesionales del segundo y del tercer plano. Pero a otros se les nota que no saben qué hacer con las manos, ni cómo disimular con la boca, y quedan muy poco convincentes en el margen de la tele. A veces rompen la cuarta pared con una mirada fugaz que pasó desapercibida para el director. Quizá esperaban una indicación, o su segundo de gloria, su saludo a la gente del pueblo o del barrio: estoy aquí, mamá, o mirad, colegas, salgo en la tele...

En realidad, en mi caso, esto de haber publicado un libro y de tener otros dos rulando por ahí, a la espera de una oportunidad, no es más que el esfuerzo orgulloso de querer pasar de extra a protagonista. Un ruego al director para recitar, al menos, una línea de diálogo. O para posar unos segundos de más junto a los protas de verdad.


                                




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The Office (BBC). Extras del DVD

🌟🌟🌟🌟🌟


Lo dicen Stephen Merchant y Ricky Gervais en los extras de “The Office”: los que ven los extras de los DVD son unos frikis y unos perdedores. Y yo, que me doy por aludido, y que me parto el culo de la risa, no tengo otro remedio que darles la razón.

Si su serie ya es de por sí un producto para frikis -sobre todo si no eres un espectador habitual de la BBC- adentrarte en el tercer disco ya es como estar más allá de la comedia y de los seres humanos. Vivir en un frikismo apenas disimulado por las canas y las gafas de intelectual. A veces, ay, cuando me sorprenden así, con las manos en la masa, o en el mando a distancia, siento que soy un homínido a medio camino de una evolución todavía por determinar. El homo sillonensis, o el tonto del culo quizá.

Ellos, claro está, solo querían hacer la gracia. Un metachiste. Obsequiar a sus seguidores con otra broma del repertorio. O puedo que no, quién sabe, porque estos tipos son muy peculiares y muy cínicos. Quizá pensaron:  “Vamos a lanzarles un zasca a estos cotillas que quieren profundizar en nuestro oficio...” Yo, ante la duda, prefiero tomarme su chanza como una exhortación a la vida. Como una paulo-coellada pasada por su tamiz de verduleros: “Despierta, idiota. Sal a la calle y déjanos en paz. Qué más te da todo esto. ¿Te has reído con la serie? Pues ya está. Olvídanos. No quieras saber más. Conocer el truco estropea la magia. La vida es muy corta y transcurre más allá de tu ventana. Túmbate al sol antes de que llegue el invierno y el sofá ya sea -entonces sí- tu último refugio”.

Y tienen razón, sí, pero no del todo. Porque allí, en el tercer disco, el que solo miramos los maniáticos y los aburridos, ellos habían escondido dos joyas como premio a nuestro tesón. Dos especiales de Navidad -si es que es en “The Office” puede ser Navidad alguna vez- en los que se cuenta qué fue de David Brent tras ser despedido de su empleo. Y lo a gusto se quedaron en la oficina con su ausencia. ¿Ausencia, he dicho..?





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The Office (BBC). Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟


Dice la Wikipedia: “El efecto Dunning-Kruger es el sesgo cognitivo por el cual las personas con baja habilidad en una tarea sobrestiman su habilidad”. O sea: que quienes tienen menos inteligencia no solo están por debajo en las escalas, sino que además no saben reconocer esa situación de inferioridad. O sea: un desastre. Un naufragio cognitivo y metacognitivo. El argumento de Sócrates tirado a la papelera. Ellos, los afectados por el efecto Dunning- Kruger, se creen más inteligentes de lo que son y transforman el axioma socrático en “Solo sé que lo sé todo”.

David Brent, el jefe de la oficina en “The Office” es un Dunning-Kruger de libro. Puede que Ricky Gervais y Stephen Merchant supieran de esto sesgo antes de escribir el personaje. O puede, simplemente, que se hayan cruzado con varios de estos tipejos a lo largo de la vida. Gente inmune al ridículo cuando fracasa en lo que no sabe, o en lo que no debe, porque van por el carril contrario de la autopista y piensan que son los demás los equivocados. Los inferiores en capacidad. Es muy difícil tratar con estos memos y estas memas carentes de autocrítica, y por tanto ufanos y petulantes. Sobre todo si padeces el otro sesgo estudiado por el señor Dunning y el señor Kruger, que describe el hecho psicológico contrario: ser inteligente y no darse cuenta de ello, y subestimar continuamente las propias habilidades.

Los David Brent de la vida son seres odiosos y contumaces. No puedes razonar con ellos porque viven en otra dimensión de la realidad. No tienen por qué ser mala gente: simplemente viven desconectados del mundo. Les falta un tornillo, una neurona, un aminoácido fundamental. No son memos, sino metamemos, ignorantes de su propia memez. Te puedes reír un rato con ellos, pero al final cansan. 

Yo también me he cruzado con alguno y con alguna por la vida. Todo va bien mientras no tienes que medirte la polla o el intelecto. Ahí siempre pierdes, aunque ganes. Es una competición absurda. Es mejor cambiar de acera, o limitarse al compadreo.








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The Office (BBC). Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Yo tuve un amigo que se parecía mucho a David Brent: un tipo más bien bajo, rechoncho, con un ego tan grande que no podría explicarse ni en una telecomedia de 400 temporadas. 

Si existe un “The Office” de la BBC y otro “The Office” de la NBC, aún queda por rodar otro reboot para la Televisión de León titulado “La Oficina”. Porque mi amigo también era un comercial con traje y corbata, aunque no del papel, sino del sector de la cerámica. Un comercial al que además, para presumir de ser el sostén de la economía local, le pilló de lleno la locura de la construcción, cuando los azulejos y las baldosas se compraban casi a granel como las lentejas en el mercado.

Mi amigo -muy a lo David Brent- afirmaba que cuando él se ponía enfermo, y su despacho de vendedor quedaba vacío durante tres días- toda la construcción del Noroeste peninsular quedaba paralizada, y nos narraba, con todo lujo de detalles, siempre con un copazo en la mano o con una comilona sobre la mesa, que la Federación de Empresarios acudía en procesión a la Catedral para encender dos velas rogativas y pedirle la Virgen Blanca una pronta recuperación de sus anginas como tomates o de sus resacas como cetáceos.

Es que joder... Son casi idénticos, mi ex amigo y David Brent. La misma gomina, y las mismas gansadas, y los mismos pavoneos irrefrenables cada vez que una gachí se ponía a tiro de lengua o de lengüetazo. El mismo afán de protagonismo, el mismo acaparamiento de la escena como vedettes bajando por la escalinata del “Moulin Rouge”. Las mismas bromas, los mismos chistes, los mismos comentarios socarrones en los que él siempre quedaba como el “enterado” y los demás quedábamos como “pardillos”, hombres sin mundo atrapados en las trampas de la ética o de la simplicidad.

Y, también -hay que joderse- el mismo éxito sexual, inexplicable y envidiable, aunque en verdad solo momentáneo, hasta que la gachí de turno descubría que tras las risas solo había una soberbia más bien inane y vacía.

Pero mira: que le quiten lo bailado, como a David Brent en “The Office”, que mientras tú te ríes de él, él se va descojonando de todos los demás.





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Un idiota de viaje. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Yo pensaba que Karl Pilkington era un idiota de verdad. No un idiota en el sentido técnico de la palabra, claro, que sería una crueldad muy poco presentable para un programa de la tele. Pero sí un amigo de Ricky Gervais al que le faltan un par de sementeras. Un simplón al que envían por el mundo para que conozca las Siete Maravillas y luego descojonarse con sus respuestas de paleto que jamás salió de su barrio. 

La idea, desde luego, es cojonuda, y se le pudo haber ocurrido a cualquiera. Pero, mira tú por dónde, se les ocurrió a Ricky Gervais y a Stephen Merchant, que miran el mundo de una manera muy cínica y particular. Y además tienen el dinero necesario para producir sus propias pedradas y traer la carcajada y el solaz a nuestros hogares.           

Karl Pilkington, al contrario que otros viajeros de la tele, no dice que un monumento le ha conmovido si en realidad le ha dejado indiferente. No finge desmayos ni catarsis si en su interior no resuena el misterio de las Pirámides o la longitud de la Gran Muralla China. Pilkington lo mira todo con ojos de niño, asombrado por la idea de estar tan lejos de casa, pero no siempre responde como un turista que alardea de un gusto exquisito o de una cultura irrefutable. Pilkington no hace halago de la gastronomía si no le gusta, de la cultura si no la entiende. Con él no van los postureos. Pilkington, desde su tierna simpleza, dice exactamente lo que piensa, y en eso consiste la gracia del programa y el meollo de la cuestión. Lo suyo es de una honradez intelectual que conmueve, aparte de hacernos reír como micos.

Luego resultó que no, que Karl Pilkington -como T. había predicho desde el principio- no era un idiota de verdad, sino un idiota fake, un actor metido en la faena. Un compinche de Gervais y Merchant que asume el papel de clown en la pantalla. Pero eso no resta valor a las cosas que dice. Pilkington, hablando como un niño, reduce las cosas a la esencia de lo evidente, y suelta verdades que sólo un borracho podría igualar en agudeza.



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After Life. Temporada 2

🌟🌟🌟

Ahora que Tony ya no quiere suicidarse – o al menos no todo el tiempo- en esta segunda temporada de “After Life” le tocará lidiar con eso que los psicólogos llaman el “duelo amoroso”. Tendrá que superarlo antes de que otra mujer pueda acceder a su cama sin que el recuerdo de Lisa suplante su rostro y posea su cuerpo como un demonio sonriente.

Mucho antes de que las parejas de swingers quedaran para follar, el abuelo Sigmund ya había dicho que la fiesta amorosa era un acto entre cuatro personas: dos amantes que jodían en cuerpo y dos examantes que rondaban en espíritu. Pero ahora mismo, en el caso de Tony, Lisa todavía no es un espectro intangible, de los que se quedan a mirar y se infiltran en el recuerdo, sino pura presencia física que no deja de hablar, de dar calor, de acariciar el cuerpo de Tony aprovechando la excusa de un soplo de viento.

Sobre el tiempo necesario para recuperarse de un amor perdido corren todo tipo de teorías por la red. Uno ya ha leído de todo en las consultas de los dentistas... Hay botarates, incluso, que se atreven a formular ecuaciones o aventurar algoritmos, multiplicando el tiempo que duró la relación por un factor corrector que te traduce a meses, o a años, el tiempo de masturbación compungida, o de revoloteo amoroso con el ánimo congelado. Puras sandeces que engrosan las tripas de las revistas... No hay fórmula que valga en estos trances: cada uno es como su madre le parió, y como el mundo le fue cincelando. Los hay que al día siguiente de la ruptura dicen “un clavo saca otro clavo” y se lanzan al mercado con el propósito firme de olvidar. Otros, en cambio, se hunden sin remedio y superan con creces los tiempos establecidos por los gurús, que ya son, de por sí, tiempos alarmantes que inducen al desánimo.

En el caso de una pérdida luctuosa el tiempo de recuperación se vuelve un océano de tiempo. Ya no hay números que valgan ni consejos que dar. Las revistas del corazón son para esto poco menos que papel higiénico. Para Tony, más allá del horizonte sin Lisa, sólo hay... otro horizonte. Un mar tristísimo e infinito. No hay números, sino símbolos algebraicos.





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After Life. Temporada 1

🌟🌟🌟


Sólo dos décimas de segundo nos separan de la barbarie. Es el tiempo que se tarda en ver a un imbécil y decidir que es mejor pasar de largo. En saludar al jefe con una sonrisa en lugar de aporrearle con la grapadora. En esas dos décimas es donde el hombre evolucionado se sobrepone al homínido con cachiporra. No hace falta contar diez como recomiendan los manuales de psicología: el instinto de sobrevivir ya hace las cuentas por nosotros y además lo hace mucho más deprisa. Hay demasiado en juego. Si nos dejáramos llevar por el primer temblor de las tripas, la civilización no hubiera pasado de la charca de Stanley Kubrick y ahora los conejos correrían libremente por el campo.

El tejido social necesita la mentira y el disimulo para no deshilacharse. No compensa decir lo que uno piensa salvo que uno vaya por la vida pensando en abandonarla, como le pasa al personaje de Ricky Gervais en “After Life”, que va diciendo exactamente lo que se sale del pito o de la meninge, indiferente a las consecuencias. Todos los días, al despertar, él intenta cortarse las venas o ahogarse en el mar porque sin su mujer -fallecida de cáncer- la vida ya no tiene sentido para él. Pero su perra Brandy, que parece que se lo huele, siempre viene a salvarle en el último momento con la excusa de que necesita comer o tiene que salir de paseo. Aunque le ladra con aires de recriminación, ella es su ángel de la guarda

    Sin su mujer, el personaje de Ricky Gervais camina por la vida con el corazón arrancado. La comparación con los zombis está muy manida, pero es muy oportuna en estas premuertes por amor. Recuerdo que la primera vez que vi “After Life” yo temía, más que amaba, a una mujer. Si ella hubiera fallecido de repente, yo no hubiera llegado a estas fronteras de la desesperación y el pasotismo. Aun dolorido, lo hubiera superado con el tiempo. Ahora, enamorado de verdad, me aterra la posibilidad de una pérdida irremediable. No sé en cuántos fragmentos se rompería mi corazón. Los de Ricky Gervais son miles y muy pequeñitos.






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SuperNature

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“SuperNature” no es una película, ni una serie de televisión. Es un monólogo de Ricky Gervais. Pero lo pasan por la tele, por Netflix concretamente, y yo lo he bajado de la mula porque no puedo pagar todas las plataformas del show business. Así que el monólogo es materia opinable para este blog, que extiende su tontería por formatos modernos y variopintos.

Ricky Gervais es uno de los míos: un provocador y un tocapelotas. Un tipo que le ve la ironía a todo: el reverso tenebroso de la bondad, o el reverso descojonado de la maldad. Lo que pasa es que él se atreve a decir las cosas y yo no. Que él tiene los huevos de salir a un escenario y yo los tengo escondidos en el ascensor. Que él tiene vis cómica y yo tengo la gracia en el culo. Y ni eso... Que él es famoso y puede permitirse ciertos pasotes, mientras que yo soy un don nadie sujeto a las leyes de las redes: la censura, o el ostracismo, o la fuga de los cuatro gatos del callejón. Pero vamos, que pienso lo mismo que él: que el humor no tiene límites y que todo -todo- es materia risible y cachondeable. Todo. Existe el contexto, y la oportunidad, y puede que hasta la cortesía, pero fuera de esos conceptos tan sutiles e interpretables, nadie -nadie- debería escaparse del escarnio de un cómico con chispa. Ni yo, que jaleo la iniciativa, ni Ricky Gervais, que se lo pasaría pipa asistiendo a un monólogo que le destripara.

Cierto es que yo no pertenezco a ninguna minoría “ofendible” de las de ahora. A saber qué pensaría metido en cualquiera de esas pieles... Pero lo mío son las minorías de toda la vida: ser funcionario, y gafotas, y pedante con aspiraciones. Y creo que predico con el ejemplo siempre que se cuenta el chiste del funcionario vago, del gafotas pagafantas, del repelente niño Vicente ya algo crecidito. Una vez, en la juventud, una pareja de amigos se puso a imitarme tras una noche de copas: mi dicción, mi vocabulario florido, mi gilipollez supina... Reconozco que durante cinco segundos los odié con mucha profundidad. Pero luego llegó la carcajada, incontenible. 






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Life's too short

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La vida es, en efecto, demasiado corta, sí hablamos de años y de expectativas que cumplir. Pero podría serlo aún más, escasa en centímetros, si hubiéramos nacido con la enfermedad de Warwick Davis, el enano más famoso del mundo actoral hasta que Peter Dinklage encarnara al hijo decente de Tywin Lannister en Juego de Tronos.


    Si hacemos caso de lo que cuentan por internet, Warwick Davis es un tipo felizmente casado, padre de familia, un profesional de éxito que sigue trabajando en las grandes producciones de la ciencia ficción y de la fantasía. No ha parado de maquillarse y de ponerse disfraces desde que en El retorno del Jedi le embutieron en aquel felpudo con patas llamado Wicket. Desde la distancia, Warwick parece instalado en el lado luminoso de la vida, y quizá por eso, en Life's too short, seducido por las artes irónicas de Ricky Gervais y Stephen Merchant, el pequeño gran hombre se presta al juego de mostrar el lado oscuro de su fuerza, interpretando a un alter ego en decadencia, mezquino, sin grandes expectativas en el trabajo ni en el amor. 



    El Warwick Davis virtual regenta una agencia de colocación para actores enanos que lo mismo hacen de duendes en películas de pacotilla que se alquilan como balas humanas para fiestas de borrachos. Este show business de Tercera División no es muy distinto al que rige las grandes ligas del espectáculo, y como sucede con todas las ocurrencias de Gervais y Merchant, Life's too short resulta ser una comedia muy poco generosa con el género humano. Los personajes ficticios son deleznables, y los personajes reales, que se prestan al mismo juego de Warwick Davis, se ríen de sí mismos mostrando la caricatura de sus bajos instintos. 

    En la serie no queda títere con cabeza: todo el mundo va a lo suyo, a rascar el contrato, la inversión, la distinción en un cartel promocional, y la amistad suele ser una molestia para alcanzar tales objetivos. Y cuando por fin, en algún oasis de esta misantropía, aparece alguien que no se deja guiar por el egoísmo, resulta ser un gilipollas de remate, o un incompetente de campeonato, y el humor negro toma otros derroteros, y la gran broma de Warwick Davis y su mundo inventado -o no, o a medias- sigue su curso...





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Cruce de destinos

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Cruce de destinos es el intento fallido de Ricky Gervais y Stephen Merchant por demostrar que también pueden hacer películas "dramáticas". Ellos, que son dos humoristas geniales, dos santos con altar propio en este blog, se nos han puesto muy ñoños, muy blanditos, con una historia que no resiste media hora en el sofá sin que nazca la tentación de darle al stop. 

   En este resbalón fílmico, tres chavales crecidos en el proletariado británico se abren como polluelos a la vida, al amor, a las primeras esclavitudes del trabajo. Así contada, Cruce de destinos parece una película de Ken Loach, con sus izquierdistas y sus juventudes rebeldes afiliándose al sindicato laborista. Pero estamos en otra aventura, en otra dimensión de la realidad. Cruce de destinos es más bien un british western que hubiese firmado Sergio Leone: “El responsable, el pendenciero, y el tonto del culo”. Un trío de muchachos que en estas películas de la juventud rebelde ya se han convertido en tópico, en recurso facilón, como los threesomes de las páginas pornográficas. Uno que filosofa, otro que pega las hostias, y el tercero que cuenta los chistes de coños y pollas. Los diálogos son sonrojantes, los colores pastelosos, la música para asesinar a quien decidió subrayar con ella los sentimientos. Cruce de destinos sería una TV movie de Antena 3 si no fuera porque de vez en cuando, para bajar un poco las importancias, Gervais y Merchant introducen momentos de humor que rompen la gazmoñería. Pero es un humor zafio, impropio de ellos, como inspirados en el Supersalidos de Greg Mottola, pero sin actores como Jonah Hill ni Michael Cera dándose la réplica. Ni descubrimientos como McLovin, comprándose los whiskies.


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Extras

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En Extras, Ricky Gervais es un actor de reparto que se codea con las grandes estrellas en producciones importantes. Lo que pasa es que a él  -porque ya es cuarentón, y bajito, y gordito, y ciertamente no muy espabilado- nunca le conceden la responsabilidad de recitar una simple línea de diálogo. Él, sin embargo, nunca se rinde. A pesar de las chanzas y ninguneos que sufre de continuo, su confianza en llegar a ser un actor de tronío permanecen intactas. 

Andy Millman viene a ser el mismo personaje que Ricky Gervais ya interpretara en The Office, el David Brent inmune a las críticas de los demás, embelesado de sí mismo hasta el punto de confundir su propia realidad con la realidad misma. Un poco como todos, ciertamente, pero de un modo más exagerado, y por tanto muy cómico. Es una veta  que Ricky Gervais está explotando con mucho acierto, ésta de la subjetividad quimérica en la propia valía, y los misántropos que buscamos pruebas de la estupidez humana aplaudimos con las orejas.

Releo varias veces el párrafo anterior buscando un estilo más depurado y literario, y me encuentro, para mi sorpresa, con un retrato involuntario y muy gráfico sobre mí mismo: cuarentón, gordito, no muy espabilado... Hablando de Ricky Gervais me ha salido, sin yo quererlo, un autorretrato patético. Mis dedos han sido secuestrados por el inconsciente del que tanto habla Slavoj Zizek en La guía del cine para pervertidos. Se ve que me están influyendo mucho sus enseñanzas. Los muertos de mi cementerio mental -que yo tenía muy calladitos a dos metros bajo tierra- están oyendo sus clases magistrales y aprovechan la confusión para salir de sus tumbas y recordarme cuatro verdades muy amargas, ululándome al oído. Son unos hijos de puta muy sinceros y muy puñeteros. 

Es por eso, quizá, que me está gustando mucho Extras. En ella he encontrado otro personaje en el que me veo reflejado, como un espejo que me deformara sólo lo justito, apenas unos centímetros por aquí, y unos pecadillos por allá. Otro álter ego de mis miserias y de mis fracasos. Uno que se arrastra por los rodajes a cambio de un bocadillo de mortadela y de una promesa siempre incumplida de participar en una conversación intrascendente. De hacerse inmortal, por fin, a través de la palabra, como William Shakespeare, o como los locutores del fútbol.





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