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Los profesionales

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Tipos así, como estos que comanda Lee Marvin, son los que echaba de menos el añorado Pazos en Airbag. Unos mercenarios profesionales, muy profesionales, como la copa de un pino, o como la copa de un cactus, ya que todo transcurre en las tierras del desierto. Pazos, el mafioso, estaba hasta el gorro de la chapuza nacional, de la incompetencia de lo celtibérico. Él vivía en una realidad delictiva como de Mortadelo y Filemón, con gente impuntual, y cacharros que no funcionaban, mientras en la tele del prostíbulo, donde él entretenía las horas muertas, se sucedían las películas de americanos que se ponían a una tarea y la clavaban, reflexivos y aguerridos, y siempre bien armados con la submachine gun imprescindible. Y siempre guapos, por supuesto, porque en ellos bulle la sangre de los anglos, y los sajones, que les da ojos azules para seducir, y estaturas altísimas para imponerse, y canas lustrosas para hacerse respetar por el enemigo. Ni punto de comparación, Carmiña...

Los profesionales de Los profesionales no tienen submachine gun porque vivieron a principios del siglo XX, y por entonces las ametralladoras eran estáticas, pesadísimas, y sólo pertenecían a los ejércitos regulares. El mexicano, sin ir más lejos. Pero para cumplir su misión del Equipo A -los parecidos son inquietantes: el líder es canoso y en el grupo hay un pirado y un negro- los profesionales de Richard Brooks se apañan a las mil maravillas con una escopeta, un par de revólveres y un arco mangado a los indios arapajoes. Y muchos cartuchos de dinamita, claro, que son la pirotecnia de la función: la cencerrada en el poblacho, y la escapatoria en el desfiladero. Lo que hubiera cobrado un barrenero como Burt Lancaster en las minas de mi pueblo, cuando había minas.

(Estoy por jurar que yo vi Los profesionales de niño, en pantalla grande, en un reestreno para la pantalla grande del cine Pasaje. Lo del tren y los mexicanos ha reverberado en mi memoria. La belleza de Claudia Cardinale no tanto: hablo de un tiempo infantil, pre-hormonal, en el que las mujeres hasta molestaban en la trama, porque cuando ellas salían no había tiros, sino arrumacos.)





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Dulce pájaro de juventud

🌟🌟🌟

Una vez yo conocí a un dulce pájaro de juventud como el Paul Newman de la película. Un gigoló del entorno rural -aquí, en la provincia del Noroeste, muy lejos del Golfo de México- que ponía la postura y la sonrisa y con esas dos armas biológicas se abrió camino en la vida hasta conquistarla como un campeón. Folló de lo lindo, probó varios trabajos, fue amado y repudiado por sus vecinos, y al final, con  un currículum más o menos presentable, se ligó a la soltera más apreciada de los contornos. Es una historia casi calcada a la de Tennessee Williams. Una de norteños en Invernalia, no de sureños en Alabama, pero cai con el mismo enredo y la misma pasión atolondrada.


    El gigoló que yo conocí “in person” se bebió la vida a sorbos, como decía el cantar, provisto únicamente de la jeta y del torso musculado. No había más dones que esos, en aquella escultura vaciada. Pero quien piense que hablo en tono peyorativo sobre la vacuidad del aspecto físico se equivoca. Lejos de mí, ese cliché. La belleza o la fealdad nos vienen dadas del mismo modo que la inteligencia o la tontuna. Son designios divinos. A quien Dios se la da, San Pedro se la bendice, para bien y para mal, y a nosotros sólo nos queda pulir el don, o disimular la putada. El inteligente no tiene mayor mérito que el guapo. Eso es una gilipollez. No hay ningún mérito intrínseco, adaptativo, digno de presunción, en descifrar un libro sobre mecánica cuántica o en comprender un soneto de García Lorca. Yo, en mi caso, que soy capaz de lograr tan palurdas hazañas, preferiría plantarme en la discoteca y derretir a las divorciadas con un simple escorzo de la mirada. Eso sí que tiene mérito, y además sirve para algo.

    Éste pájaro de juventud que yo conocí era, además de un impresentable, un pecador de la pradera. No tenía los ojos azules de Paul Newman, sino los ojos verdes de la hierba donde se trajinaba a las zagalas. A mi gigoló provinciano tendría que interpretarlo -en caso de que algún productor se interesara por este biopic rural, semivasco, tal vez un Montxo Armendáriz o un Julio Medem que regresara a los orígenes agropecuarios- un actor de ojos verdes que ahora mismo no me viene a la cabeza. Porque yo, a los ojos, en plan escrutador, de retenerlos en la memoria, sólo miro los ojos de las actrices, como los de Charlize Theron el otro día, que con tanto rollo no llegué a decir que sigue siendo la mujer más hermosa del mundo, se ponga como se ponga, y se pongan como se pongan. Sólo quería apostillarlo.




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La gata sobre el tejado de zinc

🌟🌟🌟🌟

La gata sobre el tejado de zinc era, finalmente, la propia Maggie Pollitt, que andaba más caliente que el palo de un churrero. He tenido que llegar casi hasta la senectud para comprender tan erótica metáfora. La íntima pasión de esos maullidos desesperados. Ahora ya sólo me queda conocer quién coño voló sobre el nido del cuco, allá en el manicomio de Oregón, para morir en paz y dejar resueltos los grandes enigmas de mi cinefilia.

    Era, pues, la mujer, la felina; y el tejado, el lecho conyugal. Y el zinc, supongo, el algodón de la sábana, o del lino. En cualquier caso, el material resudado y recalentado, porque eso, lo de caliente, siempre nos lo robaron en el título castellano. Para no dar pistas. Qué cabrones, los censores, y qué eficaces además, siempre traduciendo a su libre albedrío para darnos gato por liebre, y gata por esposa. Cuando Maggie, ya casi desprendida de su camisón, le suelta a su marido la metáfora libidinal, éste, en el inglés vernáculo, le responde que se busque un amante, y que a él que lo deje tranquilo, con su bourbon y con su muleta. En la versión doblada, sin embargo, Paul Newman le suelta un enigmático “pues diviértete”, que lo dice todo si estás atento, y no dice nada si andas medio despistado, buscando otros significados, otras literaturas que no pertenezcan a la sonrisa vertical…


    A la pobre Maggie ya sólo le queda gritar “¡fóllame, hostia!” a la cara de su marido, que interpreta indiferencias sólo por fastidiarla. Hay que tener mucho orgullo, y mucho aguante, para que una mujer como Elizabeth Taylor, en paños menores, a medio metro de tu cuerpo, te diga que va calentísima hasta las trancas y tu finjas que no te interesa, que prefieres seguir dándole al bourbon en el dormitorio y al manubrio en el cuarto de baño. Es lo que tienen los matrimonios sin amor, que hasta el sexo se vuelve aburrido y prescindible. Es lo que tienen los matrimonios de conveniencia, que se conciertan para que el patriarca de la familia tenga nietos en quienes poder legar las haciendas y las obras de arte.

Es lo que tienen los matrimonios cuando uno prefiere el sexo con el amigo al sexo con la mujer, y el amigo, por una desgracia, se va para siempre, y algo se muere en el alma.  



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