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El escuadrón suicida

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Al final, como me temía, El escuadrón suicida ha resultado ser una tontería. Pero no venía engañado. Mea culpa. Tras leer las críticas entusiastas -o al menos no condenatorias- de parte de la crítica,  asumí el riesgo -también suicida- y fracasé. Mal síntoma, cuando me descubro cada poco con las manos en los testículos, para nada sexualizado, ni siquiera excitado con Margot Robbie vestida de princesa majara, sino guiado por el inconsciente aburrido, que allí encuentra como un refugio ancestral o no sé qué. Les pasa a muchos hombres, y no es para nada vergonzoso. Cuando una película me interesa de verdad, me llevo el puño a la sien, apoyado en el reposabrazos, o desmadejo las manos a lo largo del cuerpo, como anestesiado, inmerso del todo en la alegría o en el sufrimiento de los demás. Me conozco como si me hubiera parido, vamos.

El escuadrón suicida es una película golfa, loca, sin pies ni cabeza, para adolescentes de centro comercial, o adultos que aún rondan por allí.  Dos horas de explosiones, sesos esparcidos y chistacos sobre comeduras de polla al borde del mar. El blockbuster moderno, ya sabemos, postarantiniano, que le ha dado no una, sino trece vueltas de tuerca, a sus planteamientos cojonudos y radicales. Fue él, Tarantino, el que abrió la caja de Pandora en Reservoir Dogs, cuando aquellos sociópatas trajeados de negro -otro escuadrón suicida, después de todo- hablaban sobre el significado de Like a virgin, la canción de Madonna, sin ponerse de acuerdo sobre si era una virgen expectante o si cada vez que follaba recordaba la virginidad perdida. Algún día sabremos...

Para escuadrón suicida -pensaba yo, a mitad de película, ya distraído con mis cosas- mi equipo de chavales de este año, encuadrado en una categoría demasiado ambiciosa, con una plantilla todavía muy verde, y desorganizada,  a merced de los clubs poderosos, de los americanos del lugar, que se presentan en los partidos como verdaderos comandos de la hostia, los hombres de Harrelson lo menos, armados hasta las botas, y con cara de no perdonarte ni un solo gol, ni un solo lamento.





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Reservoir Dogs

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Cuando ves una película de un director desconocido siempre piensas: “¿Será esto el principio de una gran amistad?” Generalmente ya vienes con referencias, predispuesto a que te guste, porque si no, no te tomas la molestia. Nunca ves una película en plan masoquista salvo que te la recomiende una bella señorita, para tenerla contenta, o te la meta por los ojos un amigo muy plasta -y yo soy uno de esos amigos muy plastas- para quitártelo de encima y luego, al menos, darte el gustazo de reafirmarte en que la película era una mierda, y decirle que menos mal, tío, que hay otras cosas que sustentan nuestra amistad. Porque si no, habría que hacer como decía Carlos Pumares cuando llamaban a su programa de la radio y le preguntaban: “Tengo un amigo que dice que Rocky IV es muy buena. ¿Tú qué opinas?”. Y Pumares le respondía: “Que cambies de amigo”.



    La primera película de Quentin Tarantino que yo vi fue Reservoir Dogs,  en un pase de Canal +, cuando Canal + era un cacharrico que podías llevarlo de una casa a la otra con su llave blanca y su euroconector, y te crecían los amigos como hongos -que no las chicas guapas, ay- porque allí, en la cajita mágica, había películas, y fútbol los domingos, y porno sin distorsionar los viernes por la noche. Recuerdo que Reservoir Dogs venía envuelta en una agria polémica sobre el uso y abuso que hacía de la violencia. “Quentin Tarantino es un tipo vacío sin nada que contar”, decían unos; “Un genio del diálogo y de la narración posmoderna”, sostenían otros. A veces uno también se acerca a las películas por curiosidad, sólo para poder opinar.

    Reservoir Dogs empieza con un grupo de maleantes reunidos en la mesa de una cafetería. Se ve que están allí para tramar algo turbio, pero el primer diálogo versa sobre Like a virgin, la canción de Madonna. El señor Rubio afirma que trata de una mujer muy sensible, golpeada por la vida, que por fin ha encontrado a un hombre maravilloso en quien poder confiar. Y se siente eso, feliz, como una virgen. El señor Marrón, sin embargo, cree que la canción trata de una experta comehombres que ha encontrado la polla más grande de su vida, y que al sentirla dentro de su ser, abriéndose camino, recuerda dolorosamente cómo fue su primer polvo. Cuando era virgen.

    Luego los maleantes discuten sobre la carrera musical de Madonna, sobre la necesidad de dejar un 10% de propina a la camarera, y al final de la escena salen a la calle a recoger sus coches, en pandilla, al ritmo de Little Green Bag. No tuve que esperar al final de la película para comprender que aquello mío con Quentin Tarantino no era el principio de una gran amistad, sino el principio de un gran amor. Y así fue. Ya casi va para para treinta años, nuestro feliz matrimonio, que sólo ha conocido un par de desencuentros. Peccata minuta.




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