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Jerry Maguire

🌟🌟🌟


Allison Smith en “El ala oeste de la Casa Blanca”; Janine Turner en “Doctor en Alaska”; Cobie Smulders en “Cómo conocí a vuestra madre”; Pamela Adlon en “Californication”; Natascha McElhone en “Californication”; Natascha McElhone en todo lo que haga.

Maureen O’Hara en “El hombre tranquilo”; Gene Tierney en “Laura”; Lauren Bacall en “Tener y no tener“; Leslie Caron en “Un americano en París”; Jennifer O’Neill en “Verano del 42”; Julie Christie en “Doctor Zhivago”; Paulette Goddard en “Tiempos modernos”; Robin Wright en “Forrest Gump”.

Jessica Lange en “Tootsie”; Sharon Stone en “Las minas del rey Salomón”; Kathleen Turner en “Fuego en el cuerpo”; Kristen Stewart en “Hacia rutas salvajes”; Reese Witherspoon en “En la cuerda floja”; Natalie Portman en su galaxia; Rooney Mara en “Carol”; Catherine Keener en “Being John Makovich”; Marie-Josée Croze en “La escafandra y la mariposa”; Marie-Josée Croze en “Munich”; Marie-Josée Croze en cualquier película.

Charlize Theron.

Audrey Hepburn.

Sissy Spacek en “The river”; Michelle Pfeiffer en “Las amistades peligrosas”.

Juliette Binoche en “La insoportable levedad del ser”; Julie Delpy en “Antes de amanecer”; Jean Seberg en “Al final de la escapada”; Anna Galiena en “El marido de la peluquera”; Audrey Tautou en “Amélie”; Emmanuelle Béart en “Nelly y el señor Arnaud”; Emmanuelle Béart en “La bella mentirosa”; Emnanuelle...

Mélanie Laurent en “Beginners”.

Anne Hathaway en “La boda de Rachel”; Andrea Suárez en “Bombón, el perro”; Emily Blunt en “La pesca del salmón en Yemen”; Catherine Zeta Jones en “Chicago”; Sarah Polley en “Mi vida sin mí”; Naomi Watts en “Mulholland Drive”; Jessica Rabbit en “¿Quién engañó a Roger Rabitt?”; Emma Stone donde quiera que salga; Jessica Chastain en “El árbol de la vida”; Jessica Chastain subida en cualquier árbol.

María de Medeiros en “Huevos de oro”; Penélope Cruz en “La niña de tus ojos”; Ariadna Gil en “Amo tu cama rica”; Pilar López de Ayala en “En la ciudad de Silvia”; Paz Vega en “Lucía y el sexo”; Leonor Watling en “Son de mar”; Leonor Watling cuando canta...

Bárbara Lennie.

Nastassja...

Se me quedan mil en el tintero...

... Renée Zellweger en “Jerry Maguire”.




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Chicago

🌟🌟🌟

De joven no me gustaban las películas musicales porque paraban la acción, e interrumpían los diálogos, y las películas dejaban de ser un reflejo de la vida real o imaginada -pero siempre coherente- para convertirse en un sueño, en un delirio de quien coreografiaba los bailes o componía las canciones. Me daban por el culo, hablando en plata, los números musicales que de repente dejaban al protagonista con la frase colgando -o colgada, si vives en Cuenca- y lo ponían a bailar como si le hubiera dado un pasmo, o un siroco, rompiendo el pacto no escrito de “esto es una ficción, pero vamos a conseguir que no te enteres”. Yo iba al cine a aprender cosas, a tomar notas, a vivir otras vidas más interesantes que la mía -no el marasmo sin aventuras ni desventuras que yo sobrellevaba de casa a los estudios, y de los estudios a casa- y cuando los personajes se ponían en trance bailongo o engolaban la voz para cantar, a mí aquello me parecía una estafa, un  fuera de lugar. Un vodevil muy respetable e imaginativo, pero no cine en realidad.



    Luego, con los años, he comprendido que la vida real se parece más a un musical que a cualquier otro género. Si hubo un hito fundacional para inaugurar esta certeza fue precisamente una película de Bob Fosse -pero no Chicago, que es la que me ha traído hasta aquí, y que está entretenida sólo porque sus dos  malandrinas están de muy buen ver, cada una con su encanto y con su fenotipo-, sino All that jazz, la obra maestra que nunca se marchitará. “¡Comienza el espectáculo!”, se decía cada mañana el personaje de Roy Scheider sonriéndose ante el espejo, como quien dice “A tomar por el culo todo. Bailemos, sonriamos, apuremos hasta la última gota. Carpe diem”. La vida, bien mirada, es como la veía Bob Fosse en la película: no exactamente una tragedia, ni una comedia, ni siquiera la  tragicomedia que bebe de ambas fuentes y mezcla los licores a capricho de los dioses. La vida es una farsa, una representación, y quizá lo más serio que hay en ella sean precisamente las películas, que nos engañan, y nos ponen en plan trascendente cuando en realidad todo es baile y liviandad.


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Yo, yo mismo e Irene

Los fieles lectores ya saben que dentro de mí vive un antropoide llamado Max, un eslabón perdido que mira mis películas pendiente de una teta, de un vello púbico, de un apareamiento lúbrico entre hombre y mujer. O entre mujer y mujer, si hay un poco de suerte. Como yo nunca veo los documentales de La 2, donde los simios fornican haciendo equilibrios sobre las ramas, Max, el pobre, que vive solitario en mis entrañas, se consuela con las sexualidades menos peludas y más sofisticadas de los seres humanos.
            Siempre que enciendo el televisor para ver una película, Max deja de columpiarse en el neumático y se asoma a mis ojos, a ver en qué trajines nocturnos me voy enredando. Cuando hay chicha y mondongo, él sonríe con sus dientes de macaco y le noto feliz y risueño. Cuando hay drama humano o filosofía existencial, Max lanza dos o tres bostezos de aliento fétido y regresa a sus aposentos, a jugar con las lianas y las cajas de plátanos. Le siento trastear sin ganas, apático, como atrapado en la jaula de un zoológico. Me da mucha pena el pobre animal, pero yo tengo un neocórtex que a veces necesita alimentos complejos para nutrirse. 



            Es por eso que a veces, cuando le noto al borde de la depresión, le concedo la oportunidad de elegir la película del día. Es su dedo simiesco el que recorre los lomos de los DVDs, o las entrañas de los discos duros, buscando un argumento simplón y divertido. Últimamente, no sé por qué, a Max le ha dado por las películas de los hermanos Farrelly, que tienen mucho chiste grueso y mucho cachondeo sexual, aunque a la hora de la verdad nunca se vea ninguna teta, ningún escorzo desnudo de artes amatorias. Y yo, que también tengo alguna mezcla genética de Neanderthal, doy mi plácet a la proyección de estas películas tan chuscas y lamentables. Y tan descojonantes, sí.

          Yo, yo mismo e Irene es una de nuestras películas preferidas. Hay chistes de masturbaciones, de consoladores, de actos sexuales prohibidos en varios estados de la Unión. Jim Carrey es lo más parecido a un mono saltimbanqui de los que pululan por la selva, y su compañera de reparto, Renée Zellweger, hace mohines labiales como de macaca enfurruñada. Antes de que engordara para hacer de Bridget Jones y se olvidara luego de adelgazar, y mucho antes de que confiara su rostro a las artes pictóricas de Cecilia la del Ecce Homo, Renée era la mujer más guapa que Max y yo habíamos conocido en el mundo virtual. Su rostro de adolescente noruega nacida en Texas nos volvía muy loquitos a los dos. A otros usuarios de la belleza les parecía que Renée tenía cara de empanada, de queso gallego, de mofleturas grasientas y poco estimables. Pero a Max y a mí nos molaban mucho estos pequeños excesos de la naturaleza, porque somos primates atados al instinto, y sabemos que lo imperfecto suele ser lo más sano y natural. Y Renée, con su cara de lapona, y su rubio de anglosajona, rezumaba salud por cada peca de su piel, por cada destello azul de sus ojazos achinados. Qué pena que te fuiste, Lulú.


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