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Rams (El valle de los carneros)

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Que los dos primeros hermanos que existieron sobre la faz de la Tierra, Caín y Abel, se llevaran literalmente a matar, fue el primer aviso de que compartir muchos genes, y vivir bajo el mismo techo, no eran bendiciones que garantizasen una estrecha y fructífera relación. Hay hermanos que se llevan muy bien, hermanos que se llevan muy mal, y otros que simplemente se toleran y se cruzan por la vida con indiferencia. La lotería genética hace que cada uno sea como es, y que cada loco vaya con su tema, como cantaba Serrat. Hay relaciones fraternas para todos los gustos, en la viña del Señor.


    Uno siempre pensó en los islandeses como gentes superiores, civilizadas de verdad, que resolvían sus conflictos en las asambleas junto al fuego, o junto a la calefacción centralizada, mientras afuera nevaba y caía la noche con prontitud. Entre estos tipos pluscuamperfectos que han construido el paraíso de la felicidad, uno no esperaba que de repente, en esta película insospechada, aparecieran dos hermanos llamados Cainsson y Abelsson que retomaran el trágico acontecer de sus antepasados mesopotámicos. En Islandia no hay maldición bíblica que justifique las locuras, ni sol abrasador que confunda los raciocinios. Pero se ve que en cuestiones de lindes, y de posesiones agropecuarias, cuecen habas en todos los sitios, y en todas las latitudes. Y en todas las épocas. Ni siquiera los escandinavos modernos están libres del instinto neolítico de la posesión. Y de la envidia. Y cuando hay un rebaño de carneros en juego ya no conocen ni a su padre. Ni a su hermano. Que los dioses nos asistan. 

    El litigio que enfrenta a estos dos hermanos en El valle de los carneros bien podría ser un asunto mediterráneo, meseteño, con sus escopetas de por medio y sus maldiciones tremebundas. Solo que en esta película nieva, y hace mucho frío, y el paisaje está descarnado de árboles y habitantes. Y que en Islandia, además, no se estila mucho la boina. 


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