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La escopeta nacional

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En 1978, Azcona y Berlanga decidieron que ya podían reírse del franquismo sin peligro. Llevaban veinte años riéndose de un modo simbólico, subrepticio, metiendo escenas de petting para que los censores se escandalizaran y las cortaran, y no se fijaran en lo demás. Sus películas anteriores fueron radiografías del enfermo, chequeos del paciente, pero ahora, con el régimen de cuerpo presente, tocaba hacer un examen exhaustivo de sus vísceras. De sus entresijos intestinales.

Y lo que salió a la luz fue una inmundicia muy nutritiva, de alto valor humorístico. “La escopeta nacional” es una película sobre Franco pero sin Franco, porque el Caudillo era un personaje tan tétrico que no cabía ni de secundario en esta cuchipanda. Sí eran muy risibles, en cambio, sus ministros, sus lameculos, sus tecnócratas de las gafas y sus opusdeístas del librito. La flora y fauna del régimen que se reunía en las cacerías para asestarse puñaladas, coger sitio en las fotos y dejar muy claro qué comisión se llevaba cada uno.

    Jaume Canivell, el empresario que llega a la finca de los Leguineche para vender sus porteros automáticos, aprenderá a fuerza de vejaciones que en estas cacerías no se dirime el bien común de la patria, ni el justo margen del comerciante. Envueltos en la Bandera, protegidos por el Ejército y bendecidos por la Iglesia, a los prebostes del régimen les importa un bledo que el portero automático traiga el bienestar a los hogares o cree nuevos puestos de trabajo. A ellos sólo les importa su parte, y la parte del amiguete, y joderle la parte al rival que ahora mismo está mejor visto en El Pardo.

Azcona y Berlanga eran muy largos, y muy cínicos, y sabían que la historia tiende a repetirse. Por eso despiden la película sin despedirla, porque Franco estaba muy muerto, pero el franquismo no. Años después supimos que esta recidiva bacteriana se llamaba “franquismo sociológico”.  Estos sociópatas se hicieron resistentes a los antibióticos y ahora están aquí de nuevo, de cacería, conspirando, amañando, señalando objetivos con la escopeta. Que Dios -que es de derechas- nos pille confesados.




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Los bingueros

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Si Andrés Pajares y Fernando Esteso hubieran nacido, pongamos por caso, en Salt Lake City, hoy los tendríamos por unos comediantes excelsos, de época dorada, de retrospectiva continua. Pero nacieron en Madrid y en Zaragoza, que son dos secarrales ibéricos venidos a más. Y además tienen apellidos muy rústicos, de andar por casa. George Cukor dijo una vez que José Luis López Vázquez podría haber ganado tres Oscars si hubiera trabajado en Estados Unidos. Es probable. Nunca valoramos lo nuestro. Denigrar el cine de barrio es una pose que te da marchamo de moderno y liberal. Ligas más y todo. Pero yo, que me considero progresista, pero no progre, me niego a seguir esta maledicencia. Es obvio que las películas de Pajares y Esteso son casposas y rancias. Podríamos sacarles cien peros si nos pusiéramos a la labor de denigrarlas. Yo mismo, a veces, me siento sonrojar con algunos chistes, con algunos destapes improcedentes. Pero qué le vamos a hacer: éramos así. España era así. Sus cineastas también.

No voy a decir yo, como George Cukor, que Pajares y Esteso hubiesen aspirado alguna vez a ganar los Globos de Oro -bueno, Pajares quizá sí- pero joder, qué buenos eran. La de risas que les debo. Hay dos escenas en Los Bingueros que podría repetirlas hasta la tantas de la madrugada en el DVD, sin parar de reír, si mañana no hubiera que levantarse para ir a  trabajar. Porca miseria.... La primera cuando llegan al bingo de pardillos y Antonio Ozores que les explica el mecanismo de la ganancia. La segunda cuando ganan su primer bingo y ya se creen que todo el monte es orégano, verde como los billetes de mil de las antiguas pesetas.

Pero mañana hay que levantarse para ir a trabajar, ya digo, porque esto del juego ya sé yo sin probarlo que no es la solución para hacerse rico y dedicarse por entero a la novela, y a la bartola, y a la Bartola. Lo dice el personaje de Andrés Pajares al final de la película, cuando comprende que él y su compinche sólo están haciendo el panoli, y descuidando a sus mujeres:

-          Esto del bingo al final es como todos los juegos: sólo vale para el que tiene dinero y le importa un rábano perderlo.

Tendría que apuntárselo como slogan el pobre ministro Garzón, que ahí sigue, luchando contra los molinos de viento.




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Las ibéricas F.C.

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El otro día, en la terraza del bar, a la altura de la cuarta o quinta cerveza, mi amigo y yo concluimos que cualquier película española de los tiempos pretéritos, por mala que fuese, ya tenía el valor incuestionable de lo documental. Las mayores mierdas del franquismo, o del destape, ya habían adquirido la dignidad de lo antiguo, la respetabilidad de las viejas señoras. Concluimos que si poníamos el canal de cine español a cualquier hora nos quedaríamos pegados a la pantalla con cualquier película que pasaran. 

    La otra tarde anunciaban el pase inminente de Las ibéricas F.C., una película del año 71 en la que, para mi sorpresa, aparecían nombres como José Sacristán, o Antonio Ferrandis, o el mismísimo Fernando Fernán-Gómez, que le otorgaban una pátina de respetabilidad al asunto. Lo que finalmente ocurrió con Las ibéricas F.C. todavía es objeto de debate en la universidad. Porque la película, en efecto, tiene un valor documental inestimable, casi de museo antropológico: una sandez indescriptible sobre once gachís -todas ellas saladísimas menos una- que se empecinan en jugar el fútbol a pesar de que sus maridos y sus novios les niegan el permiso con grandes voces y anatemas, y hasta amenazan con soltarles un buen par de hostias falangistas si persisten en el empeño. 

    Pero ellas, liberadas del tardofranquismo, inspiradas en las mujeres europeas que ya tomaban las playas del Levante como los americanos Normandía, persiguen su sueño con el ahínco terco de las soñadoras, y salen al campo con todo el muslamen al aire, y las tetas rebotando, y las poses calculadas, mientras en la grada los espectadores masculinos desorbitan los ojos y silban piropos y sueltan chistes muy sofisticados del tipo "¡Vaya delantera que tienen las ibéricas", o "Esas piernas no las tiene ni Di Stéfano", y cosas así, que eran de hacer mucho reír por la época. En el banquillo, haciendo de fisioterapeuta, José Sacristán babea como un tonto mientras masajea los muslos de las señoritas y musita todo el rato: "Me estoy poniendo las botas, las botas...". En fin... Ya digo que Las ibéricas F.C. es el retrato casposo de toda una mentalidad, de toda una sociedad incluso. Un 10 como una casa, en ese aspecto. El problema, para validar nuestra teoría cinematográfica, es que dudo mucho que esta mierda sin parangón -inefable para quien no la haya visto, tres pisos por debajo de lo pésimo o de lo vergonzoso- llegue a la categoría de película. 




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