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La favorita

🌟🌟🌟🌟

El duende que elige las películas ha vuelto a hacer de las suyas. Me pongo a ver La favorita pensando que he burlado de nuevo los argumentos del telediario, y que no hay nada en esta historia del siglo XVIII que aluda al monotema vírico ni de refilón -porque, además, un siglo y medio antes de Louis Pasteur nadie sabía lo que era un virus, o una UCI de la Seguridad Social- y de pronto, en la primera escena, se me congela la satisfacción al recordar que La favorita es la historia de una reina enferma y confinada, Ana de Inglaterra, la última Estuardo, que no puede salir de su palacio porque sufre de gota y depresión, y sólo de vez en cuando, desoyendo los consejos de su médico privado, se escapa a dar una vuelta a caballo por los alrededores.



    Luego, es verdad, el grueso de la trama gira en torno a dos cortesanas que se disputan con muy mala hostia sus favores sexuales y monetarios, pero cada vez que la reina se queda sola en su habitación, postrada en su cama, o mirando melancólica por la ventana, más aburrida que un futbolero en estos días sin balón, pienso que el subconsciente me ha traicionado otra vez, y que he elegido La favorita no por casualidad, sino para dar de comer a este blog erigido en dictador, que sigue marcando los temas, y quiere estar todo el día dando la matraca con la cuarentena.

    La favorita es una película histórica, pero lo que cuenta parece realmente de ciencia-ficción, sacado de una mente perturbada o calenturienta. ¿Es cierto que la reina Ana tuvo 19 hijos de los que no sobrevivió ninguno más allá de dos años,  y que los fue sustituyendo por conejos enjaulados a los que llamaba con los mismos nombres de los fallecidos? Así que de nuevo, como la primera vez que vi la película -porque la edad avanza, y la deforestación de mi memoria va ganando terreno como los bulldozers de Bolsonaro- he venido a la Wikipedia para releer el destino final de estas tres mujeres que durante varios años, dependiendo de quién se acostara con quién, manejaron el viento político de una nación gobernada por los hombres y custodiada por los militares.



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El jardinero fiel

🌟🌟🌟🌟

El jardinero es fiel, sí, y además muy guapo. Se parece mucho a Ralph Fiennes, el de las películas. Un tipo ideal para lucirlo en las fiestas de la embajada británica en Kenia, pero en verdad un funcionario de segunda al que sus superiores no dejan mirar los documentos confidenciales. Y aunque los viera: Justin Quayle cree en la bondad natural de las personas, en el evangelio colonial de los británicos, y no concibe que sus amigos, sus camaradas de la carrera diplomática, anden haciendo cosas muy feas con los negritos que supuestamente han venido a socorrer.

    Es por eso que su esposa, que es más lista que el hambre, y que anda husmeando en los asuntos turbios de la industria farmacéutica, prefiere no contarle lo que va descubriendo en sus viajes por la sabana: que los colegas de Quayle -tan civilizados, tan británicos que no perdonan un té a las cinco ni un partido de golf si el tiempo lo permite-, están probando un medicamento en cobayas humanas que resulta ser más perjudicial que la bacteria misma, y en lugar de rehacer la fórmula, y de retrasar los jugosos dividendos que las pastillas habrán de dar en bolsa, hacen como que en África no ha pasado nada y dan órdenes de triturar documentos, incinerar cadáveres y asesinar limpiamente a los tocapelotas subversivos que impiden el libre comercio y la ganancia lícita de beneficios.



    Los hombres como Justin Quayle suelen pasar por la vida sin enterarse de nada, tan felices en su mundo que nadie se atreve a perturbarles la paz que emana de sus cabezas, como aureolas de los santos. Sólo una desgracia mayúscula, una hostia del destino como aquellos tortazos que repartía Bud Spencer en las películas, será capaz de resintonizar las estructuras neuronales del jardinero fiel, como hacíamos de pequeños con los televisores. Después de la gran hostia, Justin Quayle comprenderá que se ha equivocado de patria y de vocación, cosa que el espectador de la película ya sabía mucho antes que él. Porque cuando conoces a una mujer como la Rachel Weisz de la película, ya no puede haber más geografía que su cuerpo, ni más ideología que su sonrisa.


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Enemigo a las puertas

🌟🌟🌟🌟

Los hombres nos pasamos la vida entera midiéndonos las pollas, que para un heterosexual como yo, tan típico y tan tópico, sólo es una práctica real cuando miramos de reojo en los urinarios, o nos asomamos a las páginas porno con acomplejantes resultados. Cuando decimos "comparar pollas" queremos decir, en realidad, comparar testosteronas, que son las hormonas esteroideas que esculpen nuestros rasgos fenotípicos. Pero preferimos, llegado el caso, el lenguaje de la calle al de la clase de biología, para que no nos tomen por empollones y no nos partan la cara en los bares del barrio.


    En el principio de los tiempos, Dios creó la testosterona para que los hombres echáramos músculo, agraváramos la voz y cuadriculáramos la mandíbula, que son los reclamos para que las mujeres se presten a la reproducción. Pero luego, con las complicaciones de la civilización, la testosterona fue asumiendo funciones, ampliando sus horizontes, y terminó por convertirse en la hormona del orgullo y de la guerra. En Stalingrado, en 1942, aunque Stalin había sublimado la suya en un seminario de curas, y Hitler, según las malas lenguas, sólo producía la mitad de lo posible, ambos volcaron sus reservas sobre la ciudad del Volga para engendrar una tormenta de fuego que se convirtió en la batalla más decisiva de la II Guerra Mundial. Los anglosajones, por supuesto, cuando ruedan sus películas, dicen que el hito decisivo fue el desembarco de Normandía, pero por entonces los alemanes ya llevaban seis meses retirándose del Este, y racionando la gasolina hasta en los mecheros para el tabaco.

(Stalingrado, no lo olvidemos, quizá fue la primera batalla de los tiempos modernos, desencadenada por la posesión de unos pozos petrolíferos).

    Entre las ruinas de la ciudad cien veces bombardeada y reconquistada, Vassili Zaitsev, el francotirador del Ejército Rojo elevado a la categoría de leyenda, tambièn tiene que medirse la polla con un rival temible del ejército alemán. Medirse el fusil no es más que una metáfora del asunto. Por eso son fálicos, y disparan proyectiles en la calentura. 




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Disobedience

🌟🌟🌟🌟

Disobedience es un remake encubierto de Los Puentes de Madison. Aquí ya no estamos en el condado de Madison, en Iowa, sino con los ortodoxos judíos, en Londres, pero el amor, el sexo, la posibilidad de un giro pasional que pondrá la vida patas arriba y dejará a los vecinos turulatos y ahítos de chismorreos, también se presenta en forma de fotógrafo que pasaba por allí. O de fotógrafa, en este caso.


    Si Francesca Johnson, en la película de Eastwood, cantaba aquello de “Hace tiempo que ya no siento nada al hacerlo contigo”cuando escuchaba los discos de Rocío Jurado, y pensaba en el señor Johnson como en un buen marido ya amortizado, no es muy distinto lo que canta la desdichada Esti Kuperman cuando sintoniza los 40 Principales en su casa de Londres. Esti es la mujer del rabino Kuperman, esposa ejemplar que todavía busca el primer hijo que consolidará su matrimonio. O mejor dicho, que terminará de clavarla a la cruz de su sacrificio, atravesando con felicidad, pero también con dolor, sus pies y su vientre. 

    Esti se siente atrapada en una cárcel, en un destino que no es el suyo, pero le falta valor para romper los barrotes. Los polvos del viernes viernesete -que al parecer es el día escogido por los judíos ortodoxos para cumplir el débito conyugal, como lo era el sábado sabadete para los católicos ejemplares- no la satisfacen. No encienden la menor llama en su cuerpo. Primero porque el rabino, temeroso de Dios, estricto cumplidor de la ley talmúdica, apenas se detiene en el solaz de los preámbulos, en el jugueteo de los gentiles. Él se posiciona, insemina, y se levanta del lecho para cumplir otras obligaciones. Y segundo porque Esti, en sus entrañas, en la verdad pecadora de su alma, desea que el cuerpo del hombre sea sustituido por el cuerpo de una mujer. Y no de una mujer cualquiera, además, al contrario de Francesca Johnson, que soñaba con un hombre indeterminado que llamara a la puerta de su granja. Esti sigue amando a una mujer muy concreta: Ronit, la hija del gran Rabino, que decidió exiliarse cuando sintió que se ahogaba, en un arranque de valentía, y decidió irse a Nueva York para dar rienda suelta a su verdad.

    



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Un niño grande


🌟🌟🌟🌟

Los adultos que han olvidado su niñez suelen tratar a los niños con aires de superioridad. Se creen capacitados para darles lecciones sobre esto y sobre lo otro. Pero su único mérito es haber vivido más tiempo. Nada más. Y eso ni siquiera eso es un mérito: sólo hay que levantarse por las mañanas y dejarse llevar, día tras día, hasta acumular calendarios en el trastero. La mayoría de los adultos, si no tienen hijos, si no tienen empleos relacionados con la niñez, pierden la perspectiva de la infancia, y se tragan por entero la ilusión de ser especímenes superiores y distinguidos.

    Todo esto es muy falso, y muy nocivo. Un malentendido cultural. El adulto solo es un niño que ha aprendido a disimular sus tonterías con mayor o menor habilidad. Un chaval con pelos, nada más, al que un mal día se le desbordaron las hormonas, y se le descorchó el cuerpo, y terminado el colegio y los juegos infantiles fue arrojado al mundo de las grandes responsabilidades. El adulto que da el pego de la madurez sólo es un actor consumado. Nada más. De Big -que ya se ha convertido en un clásico de nuestras videotecas- aprendimos que un niño de trece años, transformado en adulto de la noche a la mañana, puede encontrar trabajo y amante en Nueva York sin que nadie se cosque del malentendido.


    Sí queridos amigos, y queridas amigas: todos somos un poco como Hugh Grant en Un niño grande. Al igual que él, hombres y mujeres nos entregamos al juego de la sofisticación, del pensamiento elaborado. Del Monopoly de las haciendas verdaderas. Pero en el fondo nadie ha salido del patio del colegio donde jugábamos el partido de fútbol, o saltábamos a la comba, o nos reíamos de la estupidez del sexo contrario. O cambiábamos cromos como ahora intercambiamos contratos o dineros. Para darse cuenta de esto hay que tener un hijo, o trabajar con niños, o encontrar un chaval por la calle como éste de la película, tan lúcido y clarividente que mete miedo, el jodío.



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Langosta

🌟🌟

En el mundo distópico de Langosta, los solteros y los divorciados son unos apestados sociales perseguidos por la ley. Si las fuerzas del orden te descubren caminando sólo por las calles, o deambulando sin compañía por los centros comerciales, rápidamente caen sobre ti para pedirte el Certificado de Arrejuntamiento. Si no lo tienes, o no lo llevas encima, te conducen a un hotel de cinco estrellas enclavado en la campiña, lejos de la ciudad y de las miradas curiosas. Los reclusos, en este disimulado campo de concentración, son tratados con exquisita educación, a cuerpo de rey, pero también son advertidos de que si en el plazo de unas pocas semanas no encuentran pareja entre los otros huéspedes, se verán sometidos a una operación de cambio de especie, de la que saldrán convertidos en un animal de su elección. El tunante del protagonista, que parece algo gilí, pero que en el fondo es un fulano bastante despierto, dejará escrito en el impreso de admisión que él, en caso de tal, desea ser transmutado en langosta, porque esos bichos tienen sangre azul como los aristócratas, viven más cien años y nunca pierden el impulso sexual. "Y además me gusta mucho el mar", remata.



    La situación no parece muy desesperada, la verdad. Sólo hay que deambular unos cuantos días por las zonas de esparcimiento para encontrar una pareja aceptable, resignada, con la que pactar un amor de compromiso y librarse así del estigma social, y de la operación de los huevos. Pero cómo estará el percal, y cómo será la fauna, que pasan las semanas y los presos y las presas sólo se acechan en la distancia, recelosos, como alumnos adolescentes en la fiesta del instituto. El miedo de caer en la mesa de operaciones no es tan poderoso como el terror a volver a equivocarse de pareja. A volver a fracasar en los asuntos del amor, que dejan cicatrices interiores que no se ven, pero que son igual de horrendas que los costurones de la piel.


    Este hotel de Langosta, en realidad, es muy parecido al mundo virtual de las redes del ligoteo. Muchos hemos llegado aquí con la esperanza de encontrar un amor en el que por fin confiarnos y descansar. De lo contrario, estamos condenados a la tristeza y a la soledad. El tiempo vuela, tic-tac, tic-tac...  Los miembros del Lonely Hearts Club vivimos tan apremiados como esos pobres desgraciados de la película, pero son muy pocas, hasta el momento, las mujeres que parecen haberse dado cuenta de tal circunstancia. La mayoría juega, tontea, pasa el rato; la minoría, por su lado, pone exigencias de Leticia Ortiz Rocasolano para arriba. Y lo cierto es que aquí nadie está para tirar cohetes...  Yo, por mi parte, cuando me abandone la última esperanza, ya he expresado mi deseo de ser transformado en gorrión. Vivir en el árbol, sobrevolar a los humanos, y esperar con alegría la llegada del invierno. 



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The Deep Blue Sea

🌟🌟

Del cine de Terence Davies hablan cosas tan eruditas en los ateneos de postín, que uno, desde su insignificancia paleta, desde su escaso andamiaje artístico, no se atreve casi a disentir. Seré yo, y no la película, piensa uno. Será una tara, una deficiencia, una falta de vitaminas. Un aminoácido que escasea o una hormona que se multiplica sin control. Algo orgánico, involuntario en cualquier caso, que me impide paladear este cine de alta cocina y plato cuadrado. Pero sé que es falso. Es un razonamiento cobarde que sólo busca quedar bien con la crítica oficial, con el canon establecido. No existen las buenas o las malas películas: sólo las películas que a uno le gustan o que no. Para millones de mujeres de este país, y de otros parecidos, Pretty Woman es la obra cumbre del cine norteamericano, y nadie podrá convencerlas jamás de lo contrario. Para millones de hombres que sólo gustan del western o de las hazañas bélicas, las demás películas son sentimentalismos o mariconadas de las que pueden prescindir sin graves consecuencias para su intelecto. Y quién de entre nosotros se atrevería a bajar al barro para convencerles de lo contrario... 

Algo parecido pensarán de mí los que han llenado páginas ensalzando la última película de Terence Davies, The Deep Blue Sea. Mientras ellos hablan del amor que arrasa el alma y de la soledad que invade el ánimo, yo sólo veo a una mujer que ha experimentado tardíamente su primer orgasmo y que ya no sabe si quedarse con el marido que la quiere pero no la toca, o con el amante que la ignora pero le arranca gemidos de placer. Toda una dicotomía que a los veinte minutos de película se estanca y ya no progresa. El resto es decorado, floritura, musiquillas... Exhibición física y artística de esa mujeraza que las diosas modelaron a su imagen y semejanza para educarnos el gusto y consolarnos la mirada. Uno persevera en The Deep Blue Sea sólo porque es Rachel Weisz la que duda en su habituación, o vaga por las calles lamentando su destino. Sólo por ella aguanta uno los paréntesis y los vacíos. Es el amor, y no la cinefilia, la que me lleva a buen puerto y no me deja naufragar. Es la belleza de una mujer, y no la pericia de un hombre. Es la actriz, y no la película. Es Rachel, y no Terence. Rachel, Rachel... Como en aquella película de Paul Newman.




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I want you

🌟🌟🌟

Es un impulso obsesivo el que me lleva a completar las filmografías de mis directores preferedios, aunque ya sepa, por dolorosa experiencia, que muchas de esas películas merecen de sobra su lugar en el desván. Supongo que por eso llaman, a lo mío, una cinefilia de caballo Si uno pudiera acallarla, regularla, someterla a la fría reflexión de los datos, quizá mi vida sería diferente, o el tiempo de ocio, al menos, más fructífero y relajado.

            Pero los mismos dioses que me regalaron el cine me regalaron la tara de la bulimia, y ante sus designios sólo cabe la resignación. Alabados sean por siempre, aunque me hagan perder el tiempo en películas como I want you, de mi idolatrado Michael Winterbottom, que en su -también- obsesiva compulsión de hacer una película cada año, va construyendo su filmografía con unas paladitas de cal y otras de arena.




            Que una película sea tan difícil de rastrear en Internet -y para I want you tuve que ponerme la gorra de Sherlock Holmes y comprarme la lupa más cara de la óptica- es síntoma de que o es una obra maestra maldita (en el 5% de los casos), o un lastre hundido por su propio peso en las profundidades del olvido. I want you es una versión oscura y carnal de Algo pasa con Mary, solo que aquí Mary se llama Helen y es la peluquera buenorra del pueblo, a la que todos los tíos, sean estos pinchadiscos, exconvictos o adolescentes tarados, quieren tirarse aplicando cada uno su táctica cinegética. Y es que Helen lleva en el rostro la belleza superlativa de Rachel Weisz, y una chica como ella, en un pueblo de mala muerte como éste, supone una incongruencia cósmica de tal calibre que sólo puede causar la confusión, el sinsentido, el pasmo intelectual del espectador que nunca atina ni con el género ni con la trama. Una historia así sólo puede abordarse en tono de comedia, porque tomada en serio, como se quiere la  tomar Winterbottom, lo que sale es una farsa inenarrable y aburrida.


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