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Sherlock Holmes

 🌟🌟🌟🌟

¿Qué cosa original podría escribir uno sobre la figura de Sherlock Holmes? Nada, por supuesto. Sherlock ya es tan universal como archisabido. Sus aventuras -las originales y las inspiradas- llevan más de un siglo traduciéndose a los mil idiomas, y a los mil lenguajes audiovisuales. Creo que hasta las novelas de Conan Doyle iban codificadas en el disco de platino de la nave Voyager, y que ahora van camino de las estrellas, para que algún extraterrestre las encuentre y las traduzca al marciano o al andromédico, y Holmes, y su inseparable Watson, ya sean personajes interestelares y transgalácticos.




    Hasta mi abuela, que sólo leía la hoja parroquial y las ofertas del supermercado, sabía quién era Sherlock Holmes: ese inglés tan listo y tan peripuesto que no se parecía nada a su nieto Álvaro, el menda, que parecía tan limitado, siempre en sus cosas, amorrado a la tele o a los tebeos. Hasta los niños de mi colegio, pobrecicos, han visto alguna vez al bueno de Sherlock en los dibujos animados, o en los cuentos infantiles, y ya no les sorprende que un espécimen humano o animal -porque Holmes, en los cuentos, casi siempre es el ratón colorao que se decía antes de los tipos inteligentes- vaya por el mundo moderno con ese gorro tan raro, y con esa lupa en la mano, persiguiendo crímenes sin resolver, ahora que los de CSI Miami o los de CSI Alcobendas llegan a la escena del crimen y lo encarrilan todo en un santiamén, con sus mil accesorios de la señorita Pepis en la maleta.

    Así que nada… Sólo voy a decir -por decir algo, para cumplir con mi folio obligatorio- que a veces los anglosajones hacen unas película muy entretenidas con el personaje, aunque a veces sean tan disparatadas como ésta, y salga Robert Downey Jr. pegándose de hostias en los clubs de la lucha. Algo así como un pre-Tyler Durden de la época victoriana. Sólo que Holmes, curiosamente, en la película, hace todo lo posible por salvar el Parlamento y las instituciones financieras, y no dedica su inteligencia a provocar su caída en un acto revolucionario y conmovedor. Porque Holmes, en el fondo, es un tipo conservador. Un héroe del sistema.

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Medianoche en Paris

🌟🌟🌟🌟

Medianoche en París es una película desconcertante, que al principio cuesta mucho digerir. Y no porque tenga viajes en el tiempo, que eso ya es un recurso familiar, sino porque cuenta la historia de un tipo que está a punto de casarse con Rachel McAdams, y de entroncar con su familia forrada de millones, y sin embargo, por un desvarío que no tiene antecedentes en la psiquiatría, reniega amargamente de su destino. Cualquier otro hombre hubiera dicho: “Hasta aquí hemos llegado. Esto es el finis terrae: el matrimonio con Rachel, y la riqueza de por vida.  La suerte ya no puede depararme nada mejor…”. Los hay que darían un ojo o una pierna -si eso no menoscabara el amor de Rachel - por resignarse a semejante derrotero. Pero este individuo de la nariz aplastada y los ojuelos de soñador es un inconformista, o un gilipollas, o las dos cosas a la vez, y aunque él está en París con su noviaza, de pre-luna de miel, y ella es bellísima, y encantadora, y le anima a perseverar en la escritura gracias a la solvencia de papá, él sueña con vivir en el París de los años 20, sin Rachel, y pobretón, a la bohemia, codeándose con Hemingway y Picasso, Scott Fitzgerald y Gertrude Stein. Una sinrazón, desde luego, esto de preferir la cultura al sexo, la enfermedad a la penicilina, el dolor de muelas a la anestesia con el Dr. Howard. Es muy probable que Gil, el protagonista, no se llame así por casualidad...



    La primera media hora de la película es maravillosa, de gran cine, con postales de París y diálogos acerados. Puro Woody Allen. Pero la confusión en el espectador sigue ahí, como un gusanillo en el estómago, incomodando y royendo, hasta que Gil, en uno de sus viajes al pasado, conoce a Marion Cotillard, que también anda huida de su tiempo y de su realidad, ligando con Picasso y con muchos más.. Entonces la cosa cambia, porque la Cotillard es tan guapa o más que Rachel McAdams, y le ofrece a Gil la posibilidad ilusionante de quedarse allí para siempre, en el tiempo soñado, desdeñando el riesgo de morirse de una simple gripe o de una simple infección. Porque los años 20 de París fueron muy cultos, y muy excitantes, pero también muy peligrosos.


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El hombre más buscado

🌟🌟🌟🌟

Sé que dentro de unos meses, antes incluso de que termine el año, se me habrán olvidado los juegos de espías que enhebraban El hombre más buscado. Quién era el bueno y el malo, el idealista y el pragmático. El que tenía cara de listo y el que hacía de primo en la partida. Se me olvidará todo este enredo del checheno, del banquero, del agente obsesionado con abrillantar su currículum maltrecho. Sólo me acordaré del bendito frío de Hamburgo que le sonrosaba los mofletes a  Rachel McAdams. El resto se me irá por el sumidero de la memoria, ay, y será como si esta tarde de verano nunca hubiese existido. 
    Y eso que la peli es cojonuda: un John LeCarré bien adaptado que te mantiene atornillado al respaldo de la cama. Pero soy yo, en este caso, el que no está, el que mira sin ver, el que procesa sin asimilar. El que está a la película con un ojo y tiene el otro puesto en Babia, en el laberinto de sus enredos. El que antes amaba a Robin Wright con automatismo platónico y hoy, al descubrirla disfrazada de agente de la CIA, con unos ojazos que brillaban como una llama de butano, invernales y maléficos, sólo ha sentido palpitar media aurícula y un cuarto y mitad de su ventrículo. 

       Cuando caigan las primeras nieves del invierno -es un decir, con el cambio climático, que aborta los copos antes de nacer- confundiré El hombre más buscado con otras mil películas de espías que siguen recorriendo los paisajes de Centroeuropa, tan grises y tan gélidos, tan propicios a la gabardina y a las volutas de los cigarros. Pero dejando aparte los mofletes de Rachel y los ojos de Robin, también sé que perdurará en el recuerdo (porque está perfecto y conmovedor, y aquí nos regala su último gran personaje, y uno siente pena cuando lo contempla semanas antes de morir, o de matarse)  Philip Seymour Hoffman. Este tipo movía una ceja o pronunciaba una palabra y te dejaba helado, o emocionado, según lo que tocara en el momento. Y ese privilegio de la sencillez sólo la alcanzan los grandes actores. Los que no necesitan gritar, ni moverse, ni sobreactuar: ellos saben que en la musculatura fina y en el ademán pausado reside el secreto de la convicción. Hoffman se nos fue y todavía no hemos caído en la cuenta de lo mucho que perdimos. 



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Disobedience

🌟🌟🌟🌟

Disobedience es un remake encubierto de Los Puentes de Madison. Aquí ya no estamos en el condado de Madison, en Iowa, sino con los ortodoxos judíos, en Londres, pero el amor, el sexo, la posibilidad de un giro pasional que pondrá la vida patas arriba y dejará a los vecinos turulatos y ahítos de chismorreos, también se presenta en forma de fotógrafo que pasaba por allí. O de fotógrafa, en este caso.


    Si Francesca Johnson, en la película de Eastwood, cantaba aquello de “Hace tiempo que ya no siento nada al hacerlo contigo”cuando escuchaba los discos de Rocío Jurado, y pensaba en el señor Johnson como en un buen marido ya amortizado, no es muy distinto lo que canta la desdichada Esti Kuperman cuando sintoniza los 40 Principales en su casa de Londres. Esti es la mujer del rabino Kuperman, esposa ejemplar que todavía busca el primer hijo que consolidará su matrimonio. O mejor dicho, que terminará de clavarla a la cruz de su sacrificio, atravesando con felicidad, pero también con dolor, sus pies y su vientre. 

    Esti se siente atrapada en una cárcel, en un destino que no es el suyo, pero le falta valor para romper los barrotes. Los polvos del viernes viernesete -que al parecer es el día escogido por los judíos ortodoxos para cumplir el débito conyugal, como lo era el sábado sabadete para los católicos ejemplares- no la satisfacen. No encienden la menor llama en su cuerpo. Primero porque el rabino, temeroso de Dios, estricto cumplidor de la ley talmúdica, apenas se detiene en el solaz de los preámbulos, en el jugueteo de los gentiles. Él se posiciona, insemina, y se levanta del lecho para cumplir otras obligaciones. Y segundo porque Esti, en sus entrañas, en la verdad pecadora de su alma, desea que el cuerpo del hombre sea sustituido por el cuerpo de una mujer. Y no de una mujer cualquiera, además, al contrario de Francesca Johnson, que soñaba con un hombre indeterminado que llamara a la puerta de su granja. Esti sigue amando a una mujer muy concreta: Ronit, la hija del gran Rabino, que decidió exiliarse cuando sintió que se ahogaba, en un arranque de valentía, y decidió irse a Nueva York para dar rienda suelta a su verdad.

    



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Spotlight

🌟🌟🌟🌟🌟

Un recuerdo personal:
En Invernalia, en el patio del colegio, cuando te raspabas las rodillas o el codo, el encargado del recreo te enviaba al dispensario, un garito con cuatro tiritas y un bote de alcohol que gestionaba, vamos a llamarle así, el hermano Jesús. El hermano Jesús era un docente retirado al que colocaban allí para darle una distracción matinal. Aquel hombre vivía en el colegio, en comunidad religiosoa, seguramente desempeñando mil tareas productivas. Pero nosotros, los alumnos externos, sólo le conocíamos en aquel dispensario por el que pasábamos dos o tres veces al año, cuando nos dábamos un tortazo en el baloncesto o en el futbito.
    Al hermano Jesús le daba igual la superficie lastimada que le presentases. Su primera instrucción, invariable, era que te bajaras los pantalones.

    - "Pero, hermano... me he raspado el antebrazo"
    - Ya lo sé, hijo, tú bájate los pantalones.

    Como éramos timoratos y merluzos, y desconocíamos los intrincados caminos de la anatomía, que tal vez requería mercromina en las rodillas para curar los rasguños del codo, nos bajábamos dubitativos los pantalones, sólo un poquitín, hasta la altura del medio muslo. El hermano Jesús echaba un vistazo furtivo a los asuntos esenciales, siempre cubiertos por el calzoncillo o por el faldón de la camisa, y rápidamente te ordenaba que restablecieras el vestido decoroso. Al instante, como liberado del trance, te limpiaba la herida diligentemente, sin un roce de más.

    - Tened más cuidado para la próxima vez, perillanes- nos decía.

    Aquella situación, más que vergüenza, nos producía mucha risa cuando regresábamos al patio. Los amigos se partían la caja con la anécdota de siempre, pero renovada. Incluso montábamos un teatrillo, imitando la escena, si el encargado del recreo andaba despistado. En realidad nadie le daba la menor importancia al asunto. Comparado con estos curas de Boston abusadores gruesos y delictivos, el hermano Jesús era una hermanita de la caridad. Con nosotros, digo. Los internos del colegio seguro que podrían contar historias más truculentas.
    Hacía más treinta años que no me acordaba del hermano Jesús. De ese tipo asqueroso. De ese hombre indeseable.




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True Detective. Temporada 2

🌟🌟🌟

En mi nuevo televisor Full HD de 43 pulgadas, el rostro angelical de Rachel McAdams, otrora armonioso y delicado, se ha descubierto, para mi horror, lleno de lunares. No esas pecas traviesas que a veces lucen las anglosajonas, sino excrecencias carnosas, verruguiles, que colonizan como cagaditas de oveja su cuello y sus mejillas. Hay un lunar, en concreto, en el párpado de su ojo derecho, que me ha traído a mal traer durante los ocho capítulos que ha durado True Detective, temporada 2. No sé si en las otras películas de Rachel McAdams el lunar ya estaba ahí, maquillado por las profesionales, o disimulado por la pobre resolución de mi anterior aparato. Pero en esta serie ha sido una mosca cojonera que se posaba en el televisor todo el rato, pero por dentro, inalcanzable a los manotazos o las golpes de zapatilla. Tal vez sea un lunar de atrezzo, colocado ahí con la artística pero poco honorable intención de afear a Rachel, para que nos la creamos mejor en su papel de mujer policía, perseguida por su pasado. Un lunar que tendría el poder mágico de volverla humana, terrenal, como una señora más que pega sus cuatro tiros en el trabajo y luego baja a comprar yogures al supermercado.

        De cualquier modo, esta mancilla sobre Rachgel nos la habría traído muy floja si True Detective II hubiera sido tan entretenida como su antecesora. True Detective I no necesitó de un gancho sexual para dejarnos los ojos como platos, y los oídos como aberturas de un gramófono. Pero en este esqueje putativo uno se aburre con mucha frecuencia, mareado en diálogos de una trascendencia shakesperiana, y confuso en una trama de raíces inaprensibles. Desnortado en un enredo de detectives que antes eran dos y peculiares, y ahora son ciento y sacados del molde de los arquetipos. 

    True Detective II ha sido una decepción policial que demandaba el solaz de una belleza femenina donde reposar la mirada. Menos mal que de vez en cuando, aunque su personaje fuera bastante plomizo y previsible, estaba ahí Kelly Reilly para lucir su cabello pelirrojo, su rostro de pantera, su escote profundísimo de abismos inconfesables, decorado, esta vez sí, por miles de pecas que hacían las veces de asideros donde sujetarnos a la realidad, y no caer como dementes al abismo de la turgencia. 



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