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La muerte tenía un precio

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Termino, por fin, la trilogía de Sergio Leone sobre la azarosa vida de los buscavidas tejano-almerienses. La muerte tenía un precio -que los más críticos con este blog habían anunciado como mi caída del caballo, como mi revelación evangélica, como el acto de contrición de mi espíritu arrepentido- ha resultado ser algo más divertida que Por un puñado de dólares, cosa que no era muy difícil. Pero tambièn, ay, algo menos nutritiva que El bueno, el feo y el malo, que siendo el mismo despiporre de persecuciones y tiroteos, al menos contaba con ese malote simpático que interpretaba Eli Wallach, verdadero triunfador de la trilogía completa, pues sólo el pareció entender el sentido lúdico y cachondón de las historias de Sergio Leone.






            Uno habla, por supuesto, a medio siglo de distancia, y medio siglo es pedirle mucho a unas películas que nacieron notables y novedosas, pero descabaladas e imperfectas. Leo en IMDB, para hacerle un poco de justicia a Sergio Leone, que en los años sesenta, dentro de la mojigatería que Hollywood había impuesto como gusto universal, estaban muy mal vistas algunas cosas que Leone filmaba en sus películas, como mostrar al asesino y a la víctima en el mismo plano, ver morir a un caballo de un disparo, descubrir a unos machotes americanos fumándose un trujo o, lo más grave de todo, filmar, aunque sólo fuera de modo entrevelado, la secuencia de una violación. Lo más gracioso de todo es que Leone, al parecer, no tenía ni puta idea de todo esto, y filmaba sus travesuras con la mayor de las inocencias. Quizá por eso, porque los espectadores no estaban acostumbrados a la violencia de sus planos, las películas levantaron tanta polvareda del desierto. 


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Por un puñado de dólares

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Después de haberme metido un poquitín con El bueno, el feo y el malo, me llueven los palos de los aficionados al spaguetti western. Mira que he escrito barbaridades sobre Dreyer, sobre Kiarostami, sobre Leos Carax, pero ningún cinéfilo de alta escuelo me ha recriminado nunca el pésimo gusto, el análisis superficial de tanta obra maestra maltratada. La mayoría de ellos no me leen, porque bucean en blogs más profundos y sesudos, donde coges una película húngara del año cincuenta y cuatro y puedes tirarte un rollo de cuatro folios hablando del contexto histórico, del metalenguaje magiar, de la estructura helicoidal de la narrativa, de la psicología inconfundiblemente jungiana de ese personaje que camina en silencio por las calles de Budapest. Los cinéfilos de verdad, cuando caen por aquí, lo hacen por error, por curiosidad, porque tienen un amigo que les dijo que probaran, y cuando me leen les entra como una risa floja, como una vergüenza ajena, y ante tamañas herejías deciden callar, no mancharse, no bajar a este lodazal donde yo escribo con las tripas, sin argumentos ni perspectivas. 



            El colectivo de los aficionados al western, en cambio, no ha esperado ni un solo día para empezar a dispararme con sus Colts del 45. Yo paseaba tranquilamente por la calle principal y de pronto, por un quítame allá esas pajas, me he visto huyendo de la tremenda balacera. Menos mal que he encontrado refugio en el saloon, y que los borrachuzos del whisky no me han visto subir las escaleras del primer piso, donde me han acogido las tres putas de rigor. En sus doctas manos he encomendado mi espíritu. Escribo estas líneas escondido debajo de una cama, a la espera de que los espaguéticos den conmigo y me reten a duelo cuando llegue el amanecer. Yo trataré de explicarles, de matizarles mis argumentos, pero temo que no van escucharme. Ellos prefieren resolverlo todo por la tremenda, a tiro limpio, sin escuchar al forastero que iba camino de San Antonio, a repararse las alforjas. Yo nunca dije que El bueno, el feo y el malo fuera una mala película, sino que me parecía una parodia, una cuchipanda. Una película de humor, y no un clásico venerable del género. No creo haber cometido ningún pecado mortal, ningún acto delictivo contra el Estado Confederado. Pero aquí, en este pueblo de la Almería tejana, hace tiempo que los espaguéticos convirtieron al sheriff en comida para los pollos. Si gracias a mis bellas guardianas consigo salir vivo de la encerrona, ellos clavaran un WANTED con mi rostro mal afeitado en la puerta del saloon, para que nadie olvide nunca mi jeta. Estoy condenado para los restos.


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