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El león en invierno

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Mis películas son el ducado de Aquitania; mis libros, el reino de Escocia. Mis ejemplares de “El Jueves, el país de Gales, y mis cómics de la niñez, el condado de Anjou. Irlanda sería este ordenador portátil, y Normandía, mi televisor de 42 pulgadas sin 4K. Estos serán los bienes reales que dejaré al mundo cuando yo muera. Ni joyas ni tierras, ni coches ni posesiones. Ni siquiera un apartamento en tercera línea de playa en Torrevieja, Alicante. Será todo tan cutre, tan mueble y tan inútil, que no creo que nadie quiera rapiñarlos tras celebrarse mi funeral. 

Ahora que estoy vivo -o al menos coleando- no existen conjuras entre los allegados para asesinarme y luego repartirse los despojos. Yo, el rey de estos dominios, Álvaro I de León, tuve una esposa legítima en la juventud y varias amantes queridas en la madurez, pero de estos retozos en las alcobas solo emergió un descendiente conocido: Alejandro, el Delfín, que será llamado Butra I de La Pedanía cuando reine. Él será mi heredero universal, primogénito y unigénito sin competencia. No me pasará como a Enrique II Plantagenet, que tuvo hijos como el que tiene cuervos para sacarle los ojos. En mi caso, el hijo único fue una decisión filosófica y luego ya irreversible, tras recibir el tijeretazo del urólogo. Así que Butra I reinará sobre mis estanterías del Ikea como heredero universal y también algo fastidiado. Porque nada de lo mío le servirá: el no lee lo que yo leo, ni ve lo que yo veo, y los soportes físicos de las películas ya le serán más un estorbo que una herencia. Nada vale nada, o está desfasado, o es demasiado personal, así que terminará vendiéndose en un rastro, en el mejor de los casos, o pudriéndose en el contenedor de la basura inclasificable, en el peor. 

Cuando yo muera, este humilde reino de mis posesiones desaparecerá como si nunca hubiera existido. El imperio material que he ido acumulando se repartirá entre cien casas ajenas y cien basureros distintos. La República Independiente de Mi Casa no perdurará. No figurará en los libros de historia. No habrá juglares que la canten, ni monjes que anoten su leyenda. 




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Lawrence de Arabia

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Dicen que la elipsis más famosa de la historia del cine es la del hueso lanzado al aire que se transforma en la nave espacial de “2001”. Puede ser. Pero cuando Lawrence enciende una cerilla en El Cairo y de pronto se enciende el sol en el desierto -y qué sol, además, esa mezcla psicodélica entre el naranja y el amarillo- también te quedas turulato en el sofá. Han pasado 61 años y el efecto sigue tan fresco de puro caluroso. 

Yo vi una vez “Lawrence de Arabia” en pantalla grande -creo que cuando estrenaron la copia restaurada- y me pareció que los años no habían pasado por ella. Ahora, veinte años después, hay cosas que me chirrían un poco, pero son peccata minuta en comparación con los grandes momentos: lo de la cerilla, y la toma de Aqaba en una bahía de Almería; Lawrence danzando encima de los vagones y el espejismo que se convierte en Omar Sharif cabalgando por las arenas. Y sobre todo: ese Consejo Nacional Árabe que al final de la película, tras la toma de Damasco, es incapaz de ponerse de acuerdo porque una tribu controla el agua y no la cede, y otra los generadores de energía y lo mismo que te digo, y es como ver a la izquierda española tratando de sumarse al proyecto de "Suma". 

Yolanda Díaz, por cierto, tiene una nariz muy propia de los arábigos.

Mi cinefilia es esta memoria pedante, y también este vicio cotidiano. Pero también es un álbum de recuerdos: unas fotografías más queridas que las de la propia biografía, porque estas últimas caducan, con el tiempo se vuelven dolorosas o intrascendentes, y a veces toca hacer limpieza en los almacenes. mientras que Lawrence cabalga por las dunas del desierto como cabalgará siempre por las circunvoluciones de mi cerebro.

Solo cuando aparece Obi-Wan Kenobi disfrazado de príncipe Faisal se me cae un poco el tinglado de la jaima. Yo sé que ese hombre es sir Alec Guinness, y que lo ficharon porque era un actor muy querido por David Lean, pero yo, que descubrí “Lawrence de Arabia” mucho después de “La guerra de las galaxias”, no puedo evitar que los desiertos se me enreden. A veces pienso que estamos en Tatooine y que los moradores de las arenas van a sumarse a la rebelión contra los turcos. 





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