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Shaolin Soccer

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Shaolin Soccer es probablemente la peor película que he visto en mi vida. Una pandilla de ex-monjes del kung-fu montan un equipo de fútbol para hacer frente a los Evils de Shanghai, un plantel de chinos hormonados que preside un millonario que parece sacado de Puerto Banús. Es una mierda de película. El fútbol es el cebo que nos ponen a los tontos para que piquemos como truchas. El terreno de juego es un enorme tatami donde se exhiben las patadas voladoras, los brincos imposibles, los malabarismos de chiste. Los diálogos parecen sacados de un curso para gilipollas, y la historia de amor, de un culebrón programado por Antena 3. Es tan horrible, Shaolin Soccer, que a partir de la media hora, superado ya el shock del balompedista, empiezas a sospechar que todo esto responde a una estrategia calculada, y que este tipo, Stephen Chow, responsable del invento, y delantero centro de la tropa, es un cachondo mental que en el fondo nos está haciendo un favor. 

    Uno recuerda, de pronto, la Teoría de la Fascinación por lo Cutre que nos enseñara el maestro Pepe Colubi, y comprende que Shaolin Soccer es exactamente lo que parece: una memez supina, una majadería considerabel, y no una película que esconda una pretensión de seriedad o de trascendencia. Es entonces cuando quien esto escribe, acompañado del Retoño, que se descojona a mi lado, se libera del corsé absurdo del crítico de cine y termina agradeciendo este despelote de primera categoría. Siete días después, vuelve a ser viernes. Vuelve a ser fiesta de guardar. Mi retoño bienamado; mi cine bienquerido.


 


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Deadwood. Temporada 2

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Dice Pepe Colubi en su libro ¡Pechos fuera!, exégesis de las series de televisión que un día fueron y ahora son:

“William Hanna y Joseph Barbera parían series sin descanso y recortaban gastos con igual frenesí; para la posteridad han quedado esos fondos fijos que abarataban las secuencias de persecución”.

Colubi habla de Los Picapiedra, de El oso Yogui, de Pixie y Dixie, cartoons de carreras locas que repetían una y otra vez el mismo fondo para facilitar el trabajo de los animadores, y ahorrar de paso unos dólares a la productora. Pero yo, al leer esto, he pensado que Deadwood -la cacareada Deadwood, la mítica Deadwood- bien podría haber sido una producción Hannah & Barbera para adultos del siglo XXI. En esencia, Deadwood es una calle alargada que los mineros y los pistoleros, los comerciantes y las putas, recorren cuarenta veces al día para concretar negocios o abrirse las tripas de un disparo o de una puñalada. Ese fondo invariable de los barracones es tan monótono como aquellos que  pintaban en los dibujos animados. Jamás vemos las montañas, el valle, los cielos de Dakota del Norte, o Dakota del Sur, que no sé... 

Muy pocas veces se nos muestra el arroyo de donde se extraen las pepitas de oro, o los caminos por los que llega la civilización montada en diligencia. No existen los indios, los praderas, los otros pueblos del contorno. Sobre Deadwood de Arriba ya conocemos cada esquina y cada incidente, pero sobre Deadwood de Abajo, ese pueblo que seguramente está  más abajo en el valle, y que vive pacíficamente de la agricultura y de las vacas, nunca nos llega noticia.  Como si no existieran, los pobres. 

La serie -no hagan caso de la publicidad- es un tostón de mucho cuidado. Los guiones son el cruce cacofónico de docenas de amenazas cruzadas entre los personajes. Que si te mato, que si te rajo, que si te vendo; que si te robo, que si te follo, que si te pego... Deadwood está cayendo en la espiral de un culebrón de sobremesa sudamericano. Con grandes actores, eso sí, y enjundiosos diálogos, de vez en cuando. Sólo por eso permanezco aquí, en la barra del bar, bebiendo zarzaparrilla mientras asisto mudo al espectáculo, aguantando la balacera de bostezos que se me viene encima. 





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