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Separación

🌟🌟


Acabo de leer -porque me aburría, y porque esto iba para largo- que “Separación” ni siquiera termina al terminar. Que deja los enigmas colgando para que te apuntes a una segunda temporada ya contratada. Pues mira: que les den. A los “dentris” y a los “fueris”. A todos. Ya basta de tomaduras de pelo. Y de tomaduras de tiempo. El tiempo es el bien más valioso que tenemos, y estos tipos de la tele nos lo succionan con unas maquinarias silenciosas y ultrasecretas. ¿Qué harán, luego, en el mercado negro, con el tiempo que nos roban? ¿Se lo venderán a los ricachones a cien mil euros la hora? ¿A doscientos mil? Da igual, ellos pueden pagarlo. ¿Será por eso que los ricos cada vez viven más y los pobres cada vez menos? ¿Y si la esperanza de vida no cayera solo por el desmantelamiento del Estado del Bienestar -que también- sino porque además nos roban el tiempo en las plataformas como nos roban el dinero en los bancos o las ilusiones en las elecciones? ¿En eso consistía, después de todo, la Edad de Oro de la televisión? ¿En otro atraco al proletariado? ¿Una anestesia, una trampa, un opio del pueblo? ¿Un sacacuartos de relojes de arena? Bah.

Ahí dejo la idea, para una serie futurista. O no futurista...

Además de aburrida, “Separación” plantea un futuro laboral que ni siquiera es distópico. Que ni siquiera mete miedo. Yo mismo tengo una mente escindida sin necesidad de llevar un implante neurológico, de tal modo que cuando voy a trabajar, el Álvaro de fuera queda marginado del pensamiento, y cuando salgo de trabajar, el Álvaro funcionarial queda olvidado entre brumas impenetrables, diríase que escocesas. Mi hijo mismo, que ha empezado a trabajar en la hostelería, me confiesa que metido en faena no tiene tiempo ni para recordar cómo se llama, y que cuando sale de trabajar su mente se recupera tratando de olvidar. Pues eso. Que menudo invento de mierda, lo de la cápsula. Ni siquiera eso.




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Boyhood

🌟🌟🌟🌟🌟


Boyhood -como ya saben nuestros amigos de la cinefilia- es un experimento único que se rodó a lo largo de doce años, con los mismos actores, y las mismas actrices, aprovechando las coincidencias en sus agendas laborales o estudiantiles. Cada vez que se juntaban, estos amigos rodaban una nueva escena del guion, o le sugerían a Richard Linklater una improvisación que surgía en el tiempo de espera, ligada a sus propias biografías. Nunca hizo hacía falta caracterizar a nadie para añadirle unos centímetros de más, o quitarle unos cabellos de menos; para poner pelillos en el bigote o estirar la panza de sus padres, porque el mismo calendario -que no conoce rival en cuanto al Oscar al Mejor Maquillaje- ya se encargaba de poner a cada uno en su sitio.

Doce años, exactos, son los que tarda el niño Mason -y en paralelo, claro, el actor que lo encarna -en recorrer la distancia entre el uso de la razón y el ingreso en la Universidad. No es casual que la película empiece con Mason tumbado en la hierba, con seis años, abriendo los ojos como quien despertara al mundo. Porque antes de los seis años se vive, pero es como si no hubiera existido nada, un espacio brumoso, sin conciencia, sólo estampas sueltas y recuerdos confundidos. La última escena de la película es la de Mason mirando al primer de su vida, arrobado, con una sonrisa de tonto que todos hemos sufrido alguna vez. Este amor será, por supuesto, con el correr del tiempo, el primero que le parta el corazón y le rasgue las entrañas. Cuando te enamoras por primer vez, empieza, en cierto modo, la cuesta abajo, y tampoco es casualidad que la película termine justo ahí, al borde del abismo...

En paralelo a la vida de Mason, doce años separan la juventud de sus padres del inicio de su decadencia. En doce años -y muchos lo hemos constatado en la vida real- da tiempo a casi todo: a divorciarte, a reencontrar el amor, a volver a perderlo, a sufrir un susto, a engordar, a adelgazar, a quedarte sin energías, a recobrarlas, a volverte un cínico, a ver cuatro Champions insospechables del Madrid...  Y a ver, por supuesto, a nuestros hijos crecer -madurar, con un poco de suerte. Pero verles, en cualquier caso, abandonar la infancia y la adolescencia montados en un cohete espacial, en un rayo velocísimo. Un visto y no visto. Para un niño, doce años transcurren con la pesadez insondable de doce siglos, pero para sus padres, doce años son apenas doce minutos en el reloj. Te despistas un momento viendo la repetición de un gol, y cuando giras la cabeza para comentárselo a tu hijo, ya no está.




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Fuga en Dannemora

🌟🌟🌟🌟

He recomendado Fuga en Dannemora a varias personas durante estas pasadas Navidades, porque en Navidades uno se encuentra con gente que no ha visto en mucho tiempo, cuñados de las islas, o amigos de la infancia, y la vida personal  da para rellenar, como mucho, un café apresurado, entre lo que uno resume y lo que uno calla por pudor. Las series de televisión son el tema de moda, el pegamento social, la no-conversación que da que hablar a los ciudadanos que despachan los meteoros del tiempo en dos simples pinceladas: pues hace frío, es que es invierno, claro, y tal... Y digo no-conversación porque en realidad, lo de las series casi siempre es un monólogo cruzado: “tendrías que ver”, y “tendrías que ver tú”, y salvo dos o tres coincidencias en el mainstream más básico, nadie ve en realidad las mismas cosas, de tantas como hay, y de tan distintos como somos todos. Sólo en los foros de internet encuentra uno del consuelo de la coincidencia, del desbarre, del análisis detallado, como cuando éramos niños y todos veíamos las mismas series en TVE 1 por la noche, después de cenar, y a la mañana siguiente las destripábamos en la cola del patio, o en las tertulias del recreo.

    En este monólogo de ficciones navideñas me he liado varias veces con lo de Fuga en Dannemora, porqie a veces la he recomendado con doble n, correctamente, pero otras con doble mm, Dammenora, o incluso con mn, Damnemora. Lo peor es que yo me daba cuenta de la trabucación, y trataba de corregir sobre la marcha, y mis interlocutores, educados pero perplejos, pensaban que menuda recomendación de mierda, la mía, si ni siquiera era capaz de pronunciar el nombre de la serie.

    Dannemora, coño, finalmente, que no me salía, que es un pueblo perdido en el estado de Nueva York donde una cárcel de alta seguridad ocupa más o menos la mitad de los antiguos barbechos de los colonos. Una cárcel para tipos muy peligrosos que en realidad se limita a poner unos muros de hormigón muy gordos y deja que sus funcionarios se dediquen al trapicheo y a la molicie, e incluso al intercambio sexual con los reclusos. Una chapuza de alta seguridad que parecería sacada de los tebeos de Mortadelo y Filemón si no fuera porque los hechos son reales, casi de ayer mismo, y estos tipos que tratan de fugarse, y esa funcionaria que les ayuda, son bastante tenebrosos y dan más miedo que risa, la verdad.





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Human Nature

🌟🌟🌟🌟

Cuando una mujer guapa, en las apps del ligoteo, me pregunta por la lectura que cambió mi vida, por ese libro especial que me hizo más sabio y mejor persona, salgo por peteneras y me voy a los terrenos de la alta literatura, donde viven los autores de la reflexión calmada y del párrafo profundo. De la poesía elevada. Ellas, arrobadas, sorprendidas por una sensibilidad que no es muy habitual por estos lares, donde los hombres son más del Marca y del Interviú- me consideran un candidato a sus favores durante unos minutos que yo disfruto con sentimiento de culpa, y vanidad de primate. El hechizo dura lo que tardo en meter la pata con una descortesía, con una boutade que se me va de las manos y explota como una bomba fétida entre el amor naciente. Es un ciclo sin fin de pavoneo y bofetón al que maldigo mucho pero vivo muy acostumbrado.

       Sólo a mis amistades íntimas puedo confesarles que el libro que cambió mi vida, el que me hizo más sabio pero no mejor persona, es El gen egoísta, de Richard Dawkins. Dawkins, un biólogo evolucionista que es el azote de los clérigos, recogió una idea revolucionaria que llevaba en el ambiente desde los tiempos de Charles Darwin. Una formulación que los sabios siempre se dejaban en la punta de la lengua, hasta que él, con un par de cojones, se jugó su prestigio académico y afirmó que el hombre sólo es un constructo de los genes: el medio del que se sirven esos pequeños tiranos para duplicarse generación tras generación. Ellos son los pilotos verdaderos, y nosotros las carcasas, los vehículos, los propulsores del cohete. Nosotros morimos, pero ellos se quedan ahí, en nuestros descendientes, empujándolos de nuevo hacia el amor y hacia el sexo, en el ciclo sin fin de la vida que ya predicara el Rey León.

     Sí, queridos amigos, y queridas mojigatas: el sexo es el motor del mundo, como dijo el abuelo Sigmund de Viena, aunque él se enredara un tanto en las formulaciones. Los genes guían nuestra vida, aunque es cierto que nosotros, seres civilizados con una capa muy fina de barniz, podemos contenerlos y hasta disuadirlos. Pero su voz nunca se apaga: ellos son el susurro que oímos cada noche antes de dormir, el runrún que nos acompaña cada mañana al levantar. El impulso primario que hemos de negociar cada minuto, cada segundo, para impedir que nuestra vida sea la fiesta eterna de los bonobos. Follaríamos a lo grande, y a cualquier hora, pero no tendríamos el cine, ni el fútbol, ni las canciones de Javier Krahe. Ni esta trompeta maravillosa de Miles Davis que me acompaña mientras escribo.

       De estas cosas va Human Nature, la extraña y educativa película de Michel Gondry y Charlie Kaufman. Dos tipos que han entendido, que han comprendido…



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