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La ciudad no es para mí

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La primera vez que pisé Madrid, en una excursión organizada por los hermanos Maristas, un compañero y yo nos descolgamos del grupo nada más bajar del autobús. Lo habíamos hablado durante el viaje en conciliábulo secreto: en el primer semáforo que cruzásemos, por esas avenidas inconcebibles en León de tres carriles o más en cada sentido, le haríamos un homenaje a Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”, que era una película que pasaban mucho por la tele y que nos gustaba mucho a los paletos de provincias.

    Don Agustín, al salir de la estación de Atocha y enfrentarse por primera vez al tráfico moderno, se las veía y se las deseaba para cruzar por la glorieta de Carlos V, desesperando al guardia urbano encargado de enseñarle la diferencia entre el disco verde y el disco "colorao", porque rojo no se podía decir en las películas de la época. Mi compañero y yo, que éramos cinéfilos porque no teníamos novia -que si no de qué- queríamos imitar la gansada de no entender el semáforo, de entrar y salir de los carriles con aire de despistados, mirando hacia los lados como quien se ve atrapado en una estampida de bisontes.

Y casi lo conseguimos. Nuestro grupo ya estaba en la mediana de la primera gran avenida -creo recordar que la Castellana, a la altura del Museo Arqueológico- cuando nosotros, veinte metros por detrás, y silbando la musiquilla ye-yé de las películas sesenteras, pusimos un pie en el asfalto con el semáforo de nuevo cerrado en rojo. O en colorado... Dimos dos o tres pasos entre el tráfico como si fuéramos Chiquito de la Calzada en uno de sus chistes -quietoorr, noorr, cuidadín- cuando de pronto, a punto de retroceder para reiniciar el numerito, dos manos poderosas, la izquierda y la derecha de nuestro tutor, nos jalaron con fuerza hasta la acera y al llegar allí nos soltaron un par de capones muy certeros en el pescuezo. Los hermanos Maristas, en eso de arrear hostias, eran unos karatekas muy consumados porque también tenían misiones en Japón y en Indochina y creo que los destinaban allí por turnos rotatorios. 



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Es peligroso casarse a los 60

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Ahora es más peligroso que antes casarse a los 60. En la película, por exigencias del guion, Paco Martínez Soria todavía fornica como un mulo, pero lo más normal por aquella época, cuando llegabas a la edad, es que el pene se rindiera a las leyes de la gravedad y el sexo durara apenas un suspiro o ni siquiera llegara a comenzar. Ahora, sin embargo, gracias a la viagra y a los cambios en la alimentación, los hombres de sesenta años fornican tanto como los mozos de treinta y tantos, y eso, para los corazones desgastados, es un ejercicio matador que llena las plantas de cardiología en los hospitales.

Si nuestros padres se casaron casi todos en la veintena, ahora, lo normal, es casarse a los cuarenta por aquello de la crisis económica y de los precios inmobiliarios. También es verdad que hay mucha vagancia, mucho acomodo, mucha tolerancia de los padres sobre la duración infinita de las nidadas. Pero de aquí a un par de generaciones, como siga subiendo el precio del gas y el precio de los alquileres, lo normal va a ser casarse como Paco Martínez Soria en la película, con la boina y la cachava camino de la partida de dominó. 

De hecho, la gente ya no se casará: acostumbrados a vivir cuarenta años de noviazgo intermitente, solo en fines de semana y en periodos de vacaciones, los novios y las novias habrán perdido la tradición de la convivencia, abanderados todos de la libertad individual y del tiempo sagrado con uno mismo. Casarse será tan raro como meterse en un convento.

Por lo demás, la película, aun siendo una cagarruta, tiene un alto valor documental. Sirve para medir el trecho que hemos avanzado; o que creíamos haber avanzado, antes del surgimiento de VOX. Don Mariano, por este orden, y por el bien de la comedia, le mete mano a una enfermera, niega el derecho de conducir a las mujeres y habla de los negros como maldiciones andantes que le joden el negocio. Don Mariano es pesetero, lúbrico, faltón, fachoso... Y aun así, es el protagonista simpático de la película.






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El turismo es un gran invento

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En El turismo es un gran invento, Benito Requejo, que es el alcalde de Valdemorillo del Moncayo, has a dream durante una noche de pesada digestión, y a la mañana siguiente, iluminado como Juana de Arco, convoca al vecindario para exponer su plan de desarrollo: convertir el pueblo en un gran centro turístico. 

Sólo así, argumenta, podrán evitar que los mozos se marchen a Barcelona a trabajar en las fábricas, y que las mozas los sigan detrás para servir como chachas. Pero al señor alcalde no sólo le mueve la preocupación por la demografía que se desploma: la vida en la gran ciudad es disoluta, perniciosa, con boîtes de luces coloreadas, y bailes agarrados en la oscuridad, y los jóvenes valdemorillenses, que han sido criados en el temor de Dios, son carne de cañón para los maleantes sin escrúpulos, para los tejemanejes de la tentación. La cruzada de don Benito es económica, pero también moral, en esa España vigilante y vaciada que aún resiste el azote del fornicio, y de la desvergüenza.


    Los vecinos de Valdemorillo reciben sus propuestas con escepticismo de paletos, pero don Benito, que es un pesado muy convincente, argumenta que si los pueblos de Levante eran villorrios de pescadores y ahora nadan en la abundancia gracias a que las suecas nadan en sus playas, por qué ellos, que también viven del sector agropecuario, y tienen los mismos cojones que cualquiera -y uno más escondido en el rabo de la boina- no van a desarrollar también su propia industria del turismo. Cierto es que en el Moncayo no hay playa. ¡Pero qué es una playa -con su arena incómoda, su basura flotando, sus niños dando por el culo- comparada con ese pasaje inigualable de los montecicos y los vallecicos! Con las plantaciones de malacatones y la ermita milenaria de la Virgen.

    Con estos argumentos irrebatibles, los vecinos tragan, las ilusiones se disparan, y en lo que ahora se llamaría un crowfunding -y que antes se llamaba suscripción popular- todos ponen un dinero para que don Benito y el secretario se vayan a la costa a estudiar las cosas del turismo. O lo que es lo mismo: alojarse en hoteles muy caros, tostarse los callos en las piscinas y sobre todo, por encima de cualquier estudio de mercado, departir con las extranjeras que por allí se exhiben, tan distintas a las cejijuntas y bigotudas que se han quedado en Valdemorillo rezando los rosarios y bailando las jotas. 

Don Benito y su secretario, que habían venido en misión espiritual, en cruzada aragonesa para salvar a sus compatriotas de la perdición, descubren que el turismo, al final, consiste en venderle el alma al diablo, y llenar la Plaza Mayor de rubias con poca ropa que provoquen el sofocón en las parientas, el infarto en el señor cura, y la masturbación compulsiva en los catetos que jamás vieron otra cosa en la vida, salvo los ángeles en las pinturas. 




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Don Erre que erre

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La rocambolesca aventura de Don Erre que erre es de todos los cinéfilos conocida: Rodrigo Quesada, que es un abuelete obsesionado con las normativas y los reglamentos, acude al banco para cobrar 257 pesetas que le deben unos clientes. Pero justo en el momento de echar la zarpa a los dineros, que ya están depositados en la ventanilla, aparecen unos atracadores que los requisan para sumarlos a la saca general. El Banco Universal, que así se llama la ficticia entidad, cree haber cumplido con su deber de pagador, pero el señor Rodrigo, que es un Quijote de las causas perdidas, emprenderá una causa legal, y periodística, contra los molinos que en este caso no son gigantes carnívoros, sino tiburones de las finanzas que solventan sus problemas mientras van de cacería y reparten las perdices abatidas. Muy franquista todo, de españolada de los años setenta, si no fuera porque los banqueros de ahora son los hijísimos y los nietísimos de los mismos árboles genealógicos.



    El director de la película es José Luis Sáenz de Heredia, el hagiógrafo entusiasta de Franco, ese hombre, y en los calendarios del atrezo reza el año 1970. No hay confusión posible respecto al contexto ideológico de la película. Ya estaban permitidas las suecas en bikini, los tipos que arrimaban cebolleta, las madres solteras que no eran apedreadas por sus vecinas. Pero una cosa era la liberación de las costumbres, que era un viento difícil de esquivar, y otra, muy diferente, permitir la crítica directa contra los prebostes del régimen. Y aquí, en Don Erre que erre, durante una hora inicial que parece una película de Ken Loach, un españolito de a pie decide cargar contra los banqueros que financian los planes del franquismo, verdaderos malos malísimos de la función. Adónde vamos a llegar, piensa uno en su sofá, que no recordaba esta carga de profundidad, esta desatención mayúscula de los censores de la época. Hasta que llega, claro está, la explicación que todo lo justifica: el Banco Universal no tiene su dirección general en España, sino en París, la capital de Gabacholandia. Tierra de impíos, y de revolucionarios, que un día se atrevieron a invadir nuestro suelo para vejar a las Vírgenes y reírse del Santísimo. Y escaldados que salieron, gracias a Curro Jiménez, y a la oración incesante de nuestros sacerdotes. La cruzada legalista de don Rodrigo Quesada tenía, finalmente, un objetivo ultrapirenaico. Quién había dudado de la integridad moral de nuestros financieros. Quién había alimentado tamaña infamia, tamaña osadía. Viva Franco, mientras viva, y arriba España. 



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Vaya par de gemelos

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Las personas que me conocen superficialmente piensan que soy un tipo culto, leído, que se expresa con una corrección lingüística infrecuente, y también algo pedante, si se cruzan dos cervezas por el gaznate. A ello me ayuda, y mucho, esta facha que Dios me dio, a medio camino entre el empollón irritante y el jesuita exclaustrado. Un siniestro parecido a ese vaticanista insoportable de Juan Manuel de Prada, que escribe en los periódicos y diserta en las tertulias. Mi némesis.... Yo reniego de ese parecido, y si he bajado kilos en los últimos tiempos no es para cuidarme la salud, ni para pavonearme ante las mujeres, que la salud y las mujeres son dos suertes caprichosas como el rayo o como el pedrisco, sino por dejar de encontrarme con Juan Manuel en los espejos, y dejar de pegarme unos sustos de muerte cuando voy medio dormido, o medio inconsciente, por el pasillo, y pienso durante un segundo terrorífico que el gachó se ha colado en mi casa para afearme las conductas y los pensamientos. 



    Parezco muy fino, sí, pero sólo doy el pego ante las personas que me frecuentan poco y mal. Los que me conocen saben que por debajo de estas imposturas sigue hablando el chico criado en el arrabal, uno que fue a colegios de curas muy severos y exigentes, sí, pero que luego pasaba el fin de semana jugando al fútbol con lo peor de cada casa. Con el paso de los años, y de las cinefilias, y de las largas horas perdidas ante el televisor, he ido incorporando a mi lenguaje decenas de muletillas, de gracietas, de paridas estúpidas que ya forman parte del acervo incultural, y que echan por tierra cualquier pretensión lingüistica de parecer un tipo serio y respetable. Yo soy de los que digo "fistro" cuando hablo de un chapucero, y "pecador de la pradera" cuando me ahorro un insulto más grave, y digo "comooorl", y "jaaarl", y "ten cuidadín", y muchas más chorradas que vinieron del Chiquitistán. Yo soy de los que digo "potito" en lugar de bonito, y "Encanna" cuando conozco una tal, y "digamelón" cuando cojo el teléfono y hay confianza entre las partes. Yo soy de los que digo "efectiviwonder", y "cuñaaaao", y "no, hija, no", y "piticlín, piticlín", y cientos de sandeces más que se han quedado pegadas a mi paladar con cola de carpintero. 

    Hoy por la tarde, avergonzado por estar partiéndome el culo con Vaya par de gemelos, la comedia de Paco Martínez Soria, he recordado que al tal Lucas le debo lo de llamar "tísicos" a los físicos, y de decir "culuculado" en lugar de calculado, y "buenisma" en vez de buenísima, gilipolleces que suelto con toda la conciencia de estar hablando mal porque pienso que los demás comparten la gracia y la génesis, la tontería y el guiño, y que suelen dejarme en un ridículo lamentable, y en un mal lugar difícil de remontar.

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Bud Spencer

A Bud Spencer -y a su inseparable compañero de peleas Terence Hill-  los conocí en los autobuses que de niño me llevaban a la playa, a Asturias, huyendo del agosto insufrible de la meseta. Eran viajes que organizaban los bares donde mi padre jugaba las partidas y discutía de fútbol con los parroquianos. Excursiones de filete empanado y mantel a cuadros que salían muy pronto por la mañana y regresaban muy tarde por la noche, para que las familias sin coche, sin recursos, sin otra manera de matar la canícula, también pudieran asomarse al mar y quemarse la piel como los que veraneaban.



    Por aquel entonces la autopista aún estaba en construcción, y el viaje entre León y Asturias, por el puerto de Pajares, llevaba más de dos horas si terminabas en Gijón, que era el destino más a mano. Y tres horas redondas, si te desviabas a cualquier villa de los alrededores a conocer mundo. Para amenizar el viaje, el señor conductor ponía una película para ir y otra para volver, siempre elegidas entre lo más virtuoso del videoclub: las comedias de Pajares y Esteso, las payasadas de Jaimito, las catetadas de Paco Martínez Soria... Y siempre, siempre, una película de Bud Spencer y Terence Hill liándose a mamporros con mafiosos de pacotilla y extorsionadores de tercera. Lo bueno de Bud Spencer es que si tenías la mala suerte de viajar muy alejado de los exiguos televisores, él era tan grande, y ocupaba tanta pantalla, que no te perdías ninguna de aquellas hostiazas que él soltaba con la mano abierta, zas, en un impacto tremebundo que era mitad con la palma y mitad con la muñeca, un arte marcial que ningún chino mandarino soñó con emular jamás.


    Pasaron los veranos. Nosotros dejamos de ir a las excursiones y Bud Spencer y Terence Hill dejaron de hacer películas juntos. De adolescente, con los colegas, le dimos a Stallone, a Spielberg, al porno, a los hermanos Marx, y un día, en un revista de cine, nos enteramos de que Terence Hill se apellidaba Girotti, y era más italiano que los espaguetis, y que Bud Spencer, el gordo entrañable de los mandobles, era otro italiano de carné llamado Carlo Pedersoli. Nos habían engañado, los muy tunantes, y de pronto aquellas hostias históricas ya nos parecían menos míticas por venir de dos tipos mediterráneos, y no de dos cafres nacidos en Iowa, o en Wisconsin. Qué poco sabíamos entonces de casi nada, y de casi nadie, en aquel mundo de enciclopedias que se desfasaban nada más comprarlas, sin Wikipedias y sin foros de cinéfilos. Y ni así, porque hoy mismo, que andamos todos de luto por la muerte de Pedersoli, muchos hemos descubierto, boquiabiertos, y un pelín avergonzados, que Bud Spencer fue nadador olímpico, químico de vocación, trotamundos incansable. Mucho más que un actor de segunda que hizo fortuna dando mamporros. Mira que escondía secretos, y milagros, aquella barba tupida que yo veneraba en mi infancia. Mucho más que aquella otra -algo más lampiña- que sonreía desde las portadas del catecismo, que multiplicaba panes y resucitaba muertos. Grandes logros, sin duda, pero que no tumbaban, ni de lejos, a tres fulanos de un solo sopapo, como sí hacía Bud Spencer, derribándolos como a bolos sin brazos ni piernas. 

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Todos al suelo

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Todos al suelo -que siendo del año 82 no es una parodia del golpe de Tejero, sino una versión muy libre de Tarde de perros- es una película de Pajares y Esteso, y eso, dicho así, predispone a la risa y al cachondeo. El problema es que Pajares y Esteso están diluidos, enredados en un reparto con demasiadas vedettes que reclaman su chiste y su minuto de gloria.

    Antonio Ozores, por ejemplo, ha pasado de secundario magistral en Los Bingueros, o en Yo hice a Roque III, a prima donna que siempre cuenta la misma gracia, y además tiene un asunto romántico con una prostituta de buen corazón. Lamentable, el intento lacrimógeno. O Juanito Navarro, que hace de abuelo salvafamilias al estilo de Paco Martínez Soria, y tiene un nietecico que sufre depresión porque sus padres van a divorciarse gracias a la ley implantada por los comunistas. O Paloma Hurtado, que grita y pone caras tontas, y siempre fue una comediante insoportable que jodía incluso el Un, dos, tres cuando salía junto a las hermanas.

    Los mismos Pajares y Esteso están como idos, como espesos, perdidos en una trama tardofranquista que les impide desarrollar su humor imbatible de trazo grueso. Sin señoritas desnudas y sin sarasas que los persigan, ellos se ciñen al guión como actores profesionales, pero ya sin chispa ni salero. Dicen cabrón, y culo, y coño, y hacen chistes sobre el divorcio y el adulterio, cosas así, para que se note que estamos en el año 82, y que los socialistas ya están asomando la patita electoral. Pero Todos al suelo, aunque quiera disimularlo, tiene un tufillo, un aire, una cosa como de Cine de Barrio que les encanta a nuestros abuelos de derechas, de toda la vida. En Todos al suelo trabajan Andrés Pajares y Fernando Esteso, sí, pero no es una película de Pajares y Esteso.




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