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Spencer

🌟🌟

No me interesa nada “Spencer”. Como no me interesa nada el personaje de Lady Di, “la princesa del pueblo”. La princesa de los plebeyos, querrán decir. Educada para casarse con un lord, o con un empresario de la City, Diana tuvo la inmensa suerte de casarse con un príncipe de Gales, que era el único que había. Es cierto que el cuento de hadas se tornó muy pronto en relato de Lovecraft: Diana sufrió, lloró, fue tratada como a una incubadora con piernas que sonreía a las multitudes. Su Alteza, el Útero Paridor. La cara sonriente de los Palurdos Medievales, ese grupo musical... Esto es lo que cuentan en la película de Pablo Larraín a modo de pesadilla.

Pero Lady Di se rehízo, vaya que se rehízo, porque los ricos también lloran, pero cuando hay pasta gansa lloran mucho menos y durante menos tiempo, y en lugar de enamorarse de un hombre del pueblo para sanar su corazón -un maestro de Primaria, por ejemplo- decidió que lo mejor era colgarse del brazo de un multimillonario que era dueño de no sé cuántos imperios comerciales. Fincas y palacios, caballerizas y playas privadas. Otro príncipe del pueblo. Otro “Candle in the wind”. Hay que joderse.

No me interesa “Spencer” porque todo esto ya lo supimos por los periódicos cuando sucedía. Y porque además ya nos lo habían re-contado en “The Crown”, que es esa serie ejemplar con muchos más refinamientos. Y alguno dirá: “Si no te interesaba la película, ¿pa` qué te metes a torear, Manolete?” Pues porque yo, queridos lectores, y queridas lectoras, me debo a mi gente, a mis cinefilias particulares, que entretienen mi asueto y me dan argumentos para escribir. Yo, por ejemplo, me debo a Pablo Larraín, aunque a veces me salga rana y no príncipe de las pantallas. Y me debo -muy mucho- a Kristen Stewart, que siempre sulibeya mis instintos, aunque aquí la hayan disfrazado de aristócrata británica con un acento impostado, y haciendo gestos raros con el cuello. Kristen está incómoda, impropia, para nada un viento fresco o un retrato peculiar. Bueno: peculiar sí. 





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Jackie

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi Jackie fue un día raro de cojones. Recuerdo que vi la película a media tarde, llevado por el nombre de Pablo Larraín, que suele ser una apuesta segura, y que terminé la película demudado, tocado en cierta parte del espíritu. Natalie Portman -tan hermosa como siempre, quizá la mujer de mi vida aunque ella no lo sepa- logró que yo me conmoviera por esta mujer tan aristocrática y tan alejada de mi mundo. Natalie no interpretaba, sino que era, Jacqueline Kennedy, destrozada tras el asesinato de su marido. Tan desorientada, tan perdida de pronto en un mundo que creía fortificado, el Camelot de los cuentos de hadas, que tardó un día entero en quitarse el traje de color rosa, manchado de sangre, y de restos de cerebro. La escena de su ducha en la Casa Blanca, a pura sangre y a pura lágrima, es una de las más terribles del cine contemporáneo. Da mucho más miedo que aquella de Hitchcock en el motel.

Después de ver la película vino a buscarme a casa quien era mi pareja de entonces. Tuvimos un sexo extraño, volcánico, íntimo hasta la médula. Nos quedamos mucho rato en silencio, tratando de asimilar lo que nos había sucedido. Nos daba miedo abrir la boca. Fue, paradójicamente, el principio del fin. Luego nos vestimos para ir a la ópera, como si viviéramos, precisamente, dentro de una película de aristócratas. Por un momento, camino del teatro, pensé que ella era como Jacqueline, y yo como John, y que sólo una desgracia morrocotuda conseguiría separarnos... Cuando todo terminó, yo también me duché  para desprenderme de su presencia. A lágrima viva, y a estropajo puro.

Hoy vuelto a ver Jackie en la soledad del confinamiento. Han llovido mares de gotas y de recuerdos desde entonces. Ahora la vida es muy distinta, pero también es rara de cojones. Está visto que no puedo ver esta película en un contexto normal, con mantita, y compañía, y el mundo de afuera más o menos arreglado. Esto de ahora es la Nueva Normalidad, que es un eufemismo  bastante desafortunado. Jackie, por cierto, ya nunca conoció la normalidad después de todo aquello. 





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Ema

🌟🌟🌟

Desde el día en que un niño gitano -por la porfía de un gol dudoso en el descampado- me lanzó una maldición que yo en principio me tomé a broma porque soy racionalista y descreído desde niño, vivo lastrado por varios males de ojo que me hacen la vida muy atravesada y a veces casi imposible. La gente piensa que soy un maniático, pero todas las cosas que denuncio son reales, verificables, y me pasa como a la gente que ve fantasmas o que avista OVNIS, que pasa por loca cuando en realidad sufren una maldición que tal vez ya ni recuerdan, o que ni siquiera oyeron, entre el ruido infernal de la feria de su pueblo.




    Ahora, por ejemplo, que es tiempo de vacaciones, cualquier lugar que yo elija como refugio será azotado por un calor insoportable, aunque la publicidad venda el destino como 100% libre de sol y "free melanoma". Podría ir al Polo Norte y se derretiría en las dos o tres semanas que yo pasara allí, perseguido por el Sol que siempre va suspendido sobre mi cabeza, geoestacionario, alvarostático. Damocles, le llamo yo, en este colegueo veraniego que me persigue desde la adolescencia. Donde yo voy nunca llueve, nunca refresca, se mueren las plantas de sed y los gatos de insolación, y para no liarla parda, y no acelerar el cambio climático de un modo peligroso, prefiero quedarme en latitudes de andar por casa, cantábricas, o atlánticas gallegas, para que estas comunidades se quiten la mala fama de estar siempre lloviendo, y soplando la galerna. Debería cobrarles, a los hosteleros, y a las consejerías de turismo, por mi presencia que atrae a los bañistas, y no al revés, ser cobrado por ellos, como es habitual, y a veces de un modo abusivo.


    La otra maldición que me persigue en vacaciones es que, vaya donde vaya, sea hotel, hostal, piso de lujo o piso de mierda, siempre hay un vecino loco que se pasa los diez o quince días de mi estancia dándole al martillo. Un pedazo de cabrón que me ve llegar desde su ventana con la maleta y el perrete, y decide, inspirado por mi triste figura, empezar a colocar el parqué, o realicatar el baño, o, simplemente, darle al martillo por diversión, o para hacer bíceps, y ahorrarse las mancuernas.

     Hoy he tenido que ver Ema, la película de Pablo Larraín, con las ventanas abiertas por el calor, y con un par de tapones en los oídos, por el vecino, y entre eso, y que en los arrabales de Valparaíso hablan un castellano que no es tal, sino un dialecto reguetonés masticado entre chicles, he de decir que no me he enterado prácticamente de nada. Bueno sí, de una cosa, que en realidad ya sabía: que el sexo es el motor del mundo, el arma definitiva, y que quienes niegan tal evidencia son como zorras despreciando las uvas de Samaniego.



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Tony Manero

🌟🌟🌟

Raúl Peralta se ha tomado demasiado en serio los mensajes de la publicidad. La retórica de los emprendedores, que anima a alcanzar tus sueños con sólo los cojones de la voluntad. Porque Raúl Peralta, imitador de Tony Manero en un local de mala muerte, ya va para cincuenta años, y baila como si bailara yo, en la fiebre del sábado noche ponferradina, y ni de lejos alcanza los brincos, los quiebros, la flexibilidad más de caucho que de hueso de John Travolta, que deslumbraba a las señoritas entre luces de colores.

    Raúl Peralta podría haberse quedado en eso, en un imitador de barrio, gracioso y conmovedor, pero él se tiene por mucho más, y decide presentarse a un concurso de la tele donde se imita a los famosos de tronío, y donde si ganas te llevas el aplauso del público, y el beso de una azafata muy guapa, y creo que también un jamón muy nutritivo, y digo creo porque en la película no se entienden muy bien algunos diálogos, quizá por culpa de los acentos, o quizá porque Tony Manero es una película inencontrable por el océano, y hay que apañarse con lo que buenamente se piratea.



    Estamos en Chile, en 1978, y la dictadura de Pinochet aprieta mucho en los barrios populares. Hay mucha miseria moral, pero también mucha miseria económica, mientras la Escuela de Chicago recompone las finanzas que el terror rojo distribuyó entre los desharrapados. En lo que voy leyéndoles, los gafapastas de la crítica profesional afirman que la miseria moral del régimen se ve reflejada, metafóricamente, en la miseria moral de Raúl Peralta, que es un psicópata que va dejando cadáveres literales en su afán de alcanzar la gloria televisiva. Pero a uno, estas metáforas siempre le dejan algo frío, como si las rebuscaran para quedar bien, y darle enjundia a sus escritos, porque psicópatas engañados por la publicidad los ha habido toda la vida, en las democracias y en las dictaduras, y uno sospecha que varios años después, con el regreso de la democracia a Chile, nuestro Tony Manero de pacotilla siguió haciendo de las suyas, embarcado en otro autoengaño, y ya con sesenta tacos en la mochila.



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El club

🌟🌟🌟🌟

Estos curas que la Iglesia ha confinado donde Jesucristo perdió el mechero lo único que desean es que los dejen en paz: los jerarcas, y los periodistas, y la grey, y la madre que los parió. 

    Allí, en el culo chileno del mundo, donde ningún apóstol hubiese llegado a no ser por un milagro del Señor, siempre hace frío, y baja la niebla, y es como si la alegría de vivir se hubiese evaporado. El paisaje tras la ventana es como el paisaje interior: desolado y hostil. Los curas que abusaron de menores, que aplaudieron a Pinochet, que regalaron bebés a los pudientes, no acaban de entender muy bien qué hacen allí. Ellos trabajaban para el Bien y la Verdad, como les enseñaron en el seminario y en los cursillos de reciclaje. Quizá cometieron el error de interpretar, de improvisar, de darle un toque personal a su labor evangelizadora, pero nada más. Insuflaron amor a los niños, y pusieron su granito de arena en la pelea anticomunista. Quizá se acostaron con algún hombre, sí, pero siempre entregándose con el alma además de con el cuerpo. Ninguna concupiscencia. Nada que merezca este exilio en las Chimbambas. Este ostracismo. Como si fueran leprosos del ministerio sacerdotal.

    Los sacerdotes de El Club ya sólo quieren que transcurran los días, a ver si la promesa de la Salvación Eterna era finalmente verdad, o sólo era un cuento de los curas.  Su copita de vino, sus buenos alimentos, su refugiarse en el trabajo y en la oración. Contemplar los atardeceres sobre las aguas para tratar de encontrar, en la paleta de muchos colores, el rastro del Dios benevolente que un día les llamó. Ese Dios al que ellos no terminaron de comprender, o que quizá no terminó de comprenderles. Un malentendido, en todo caso. 

    Y en ésas están, confundidos y cabreados, hasta que la culpa se instala debajo de sus ventanas, a voz en grito: que si mi culo, y que si vuestro semen, que yo no olvido, curitas, y además sé dónde vivís. Y la culpa, y el remordimiento, y el mal sueño que agria el carácter y provoca las úlceras, se instala como una nube negra en el salón donde los curas, o los reclusos, que ya ni se sabe, comparten comidas y silencios.




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Neruda

🌟🌟

Llega la noche, pero a duras penas, casi arrastrándose, porque las horas pasan con lentitud funeraria en los días del no soportarse. La película de hoy es Neruda, y siento un gran alivio cuando leo al comenzar que su director es Pablo Larraín, un curandero chileno con el que no suelo equivocarme en estos remedios. No lo hice en No, ni en El club, ni en Jackie, así que no tengo motivos para desconfiar de su sabiduría. Con la película en marcha ya no será mi vida -devastada, estúpida, otra vez sin norte y sin sur- la que ocupe el pensamiento como una tinta negra que se derrama. Que cala hacia abajo como una gotera de mierda y anega la garganta, y revuelve el estómago, y descompone las entrañas. 

    Me sentía sucio y enfermo, antes de que la película empezara. Y me sentiré igual, cuando termine. Pero ahora, afortunadamente, gracias a la magia del cine, dejaré de ser yo durante un rato, el rey Antimidas de Frigia del Sur, y me encarnaré en Pablo Neruda, el poeta, el político, el bon vivant comunista, porque el cine tiene estos milagros, y uno se transfigura en el personaje que aparece en pantalla para olvidar. El cine es la terapia cotidiana donde yo me escondo y me rehúyo. El esclavo que me recuerda que soy mortal cuando llegan los días contados de la felicidad, y necesito bajar al suelo para recordar que esa sensación será fugaz y traidora.

    Empieza la película y sigo con interés las primeras andanzas de Pablo Neruda. Lo encontramos en 1948, cuando era diputado del Partido Comunista y tenía que vérselas con un gobierno que quería ilegalizarlos, exiliarlos, meterlos en la cárcel para que dejaran de joder la marrana con la igualdad y la justicia. Neruda se enfrenta a los senadores, se reúne con el presidente, se entrevistas con las fuerzas vivas de su partido. Participa en francachelas con bailes de disfraces y lecturas de poemas. La película es rara, difusa, algo cansina, con un personaje -el policía que encarna Gael García Bernal- que no termino de entender si es real o inventado. No sé si conversa con los demás o si estamos escuchando su pensamiento. La voz en off me confunde. Neruda no me atrapa, no me cobija, y en un momento determinado vuelvo a emerger a la superficie dando bocanadas de miedo. Vuelvo a ser un pez acojonado que se ahoga y se repudia. Miro el reloj: es muy pronto, demasiado. No son ni las doce de la noche y en realidad me había quedado dormido en el sofá. Mientras Neruda se exiliaba a través de los desiertos y las montañas, yo había renunciado a seguirle, y estaba otra vez con lo mío, con mis cuitas, tan prosaicas y dolorosas, nada que ver con el sufrimiento de los poetas y su poesía.




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No. El plebiscito de Pinochet

🌟🌟🌟🌟

En 1988, un dictador chileno de cuyo nombre no quiero acordarme se sometió al veredicto de las urnas para concederse unos años más de poder. ¿Un gesto democrático de quien había asesinado a los demócratas verdaderos? Por supuesto que no. El innombrable del bigote era un megalómano convencido de su misión mesiánica. ¿Qué tendrán los bigotes, chilenos o españoles, soviéticos o teutones, que a todos los chalados les confieren el convencimiento de un alto destino?

    NO es la película de Pablo Larraín que cuenta los intríngulis de aquella campaña electoral. De cómo los enemigos del orden contrataron a un publicista que les llevó por el buen camino de la victoria. Un profesional del asunto que supo diferenciar el contenido del continente, la letra de la música. Nada de denuncias, de testimonios llorosos, de retratos conmovedores en blanco y negro. Alegría y desparpajo, juventud y soniquetes. Puro marketing... ¿Un milagro? No. Si alguien vive en el secreto de que la gente es básicamente estúpida y poco analítica, ése es el sociólogo, el demógrafo, el estadístico. Y el publicista, claro, que vive de aprovechar esa estupidez esencial para colocar sus productos.

    Saavedra, el gurú de los demócratas, sabía que la gente, el pueblo llano, el votante robótico, tiene más miedo que vergüenza, más desmemoria que corazón. El votante chileno, con la bonanza económica, enfrentado a la tesitura de hacer justicia o de comprarse un televisor más grande, se iba a quedar, sin duda, con la tele. Ellos, las gentes de bien, las gentes de orden, las clases medias y acomodadas, no tenían culpa de los desmanes militares, y además ahora se vivía mucho mejor, con más paz en las calles y menos hippies fumando porros. René Saavedra sabía que a ese votante había que pintarle la utopía democrática con vívidos colores y músicas pegadizas. Y tías buenas enseñando el escote. Convencerle de que más allá de Pinochet existía un mundo donde las rubias anglosajonas meneaban las tetas y zarandeaban el culo. Donde no llegaba la pedagogía ni el pensamiento crítico, tenía que llegar el engaño. No había que razonar con el votante: había que embaucarle como a un niño tonto. Dejado a su libre albedrío, no iba a distinguir a un demócrata clandestino de un torturador con charreteras. Había que guiarle con una estrategia primaria y sencilla. Alcanzar el fin honroso del NO con el medio deleznable de la publicidad.


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