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Noviembre

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Estos provocadores del teatro callejero iban a llamarse Octubre -por aquello de la Revolución Rusa y de Serguei Mijáilovich- pero al final decidieron llamarse Noviembre porque éste será el mes de la próxima revolución. (Y ya sé, sabihondos, y sabihondas, que habías desenfundado los dedos para corregirme, que los bolcheviques se alzaron en ocubre según el calendario juliano, pero en noviembre, según el calendario gregoriano, que es el que rige nuestro efímero y capitalista paso por el mundo).

    El capitalismo -según se anuncia en las Escrituras- volverá a tambalearse en el mes undécimo de un año florido y jubiloso, y el Grupo Noviembre se anticipa a la efeméride montando movidas en medio de la calle, que es la única revolución que está al alcance de su arte: plantarse en la acera o en el vagón del Metro para realizar una performance que escandalice a los ciudadanos de bien y asuste a los viejos que votan al PP. Arrancar la sonrisa de los niños, molestar un poco a los maderos, provocar un pequeño caos que vaya caldeando la temperatura… Tomar la calle, en definitiva, posición a posición, barricada a barricada, para que llegado el día sólo haya que acudir a los puntos marcados y hacerse fuertes contra los esbirros del zar de los Borbones.

     “La revolución empieza por casa”, dijo una vez el camarada Lenin. Y quería decir, entre otras cosas, que cada cual haga la revolución según sus capacidades, y se beneficie de ella según sus necesidades. Cuando llegue el tercer intento de asaltar los cielos -si contamos a los compañeros y compañeras de la Comuna de París- unos tomarán los centros financieros, otros confundirán los ordenadores y otros escribirán la poesía que inmortalizará las batallas y las hazañas. Y los amores que surjan a su calorcillo... Unos cuantos afortunados plantarán la bandera roja en el tejado de la Bolsa de Nueva York y serán tan famosos, y tan anónimos, y tan inmortales, como aquellos soldados del Ejército Rojo que la plantaron hace  medio siglo en el Reichstag de Berlin. 

    Pero mientras llegan esos momentos históricos, indeterminados en el tiempo, la muchachada del Grupo Noviembre se las apaña por el barrio de Lavapiés, comiendo por cuatro perras, arrejuntándose en las corralas, currando de camareros para no tener que cobrar ni un duro por sus actuaciones. Porque esto no es teatro comercial: esto es teatro revolucionario. Una agitación de las conciencias. Una tocadura de cojones. Mientras llega el tren a la Estación de Finlandia, ellos nos entretienen, y nosotros les aplaudimos.



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Camarón

🌟🌟🌟

En el mismo año 1992 de los Juegos Olímpicos de Barcelona, de la Expo Universal de Sevilla, del 500 Aniversario de la Invasión de América, moría, en Badalona, de un cáncer de pulmón, a los 41 años, Camarón de la Isla. En las tierras del Sur fue una de las grandes noticias del año. Los flamencólogos, los gitanos, los aficionados a la música en general, lloraron su pérdida en días negrísimos de luto. Aquí en el Norte, sin embargo, en las tierras frías y brumosas donde el flamenco es una música que a veces sacan por televisión, apenas nos llegó el rumor sordo de la tragedia. Sabíamos quién era Camarón, claro, un gitano rubio, delgado, consumido por el tabaco y las drogas, que a decir de los entendidos había revolucionado el arte de cantar. Y poco más. La mayoría, sorprendidos en la calle por un micrófono de la tele, no habríamos sabido mencionar ni una sola de sus canciones, habitantes de un planeta que orbita a mil kilómetros del sol gaditano. 

Sé que no tengo perdón, ni excusa, con este asunto de Camarón, pero quiero, al menos, confesar aquí mis pecados musicales. Ahora, al menos, gracias a la película de Jaime Chávarri, sé dónde ubicar a Camarón en el mapa de la geografía, y en el mapa de su relevancia. Y eso que la película no es, precisamente, una joya. El argumento va metiendo las patorras en casi todos los charcos embarrados del biopic: a sus responsables les puede el melodrama, el chiste cursi, el retrato simplón de los sentimientos. A veces utilizan trucos muy baratos, de tienda de chino, o de mercadillo de pueblo. No exponen a Camarón para que el espectador decida por sí mismo, y ponga las luces y las sombras allá donde estime conveniente. Te lo enseñan, te lo esconden, te lo regatean como toreros con la muleta, o como futbolistas con el balón. Tratan de dirigir tus emociones con las musiquillas de la banda sonora, ahora infantiles, ahora negras, ahora románticas, y uno se siente manipulado y un poco idiota.

Pero si la película no es gran cosa, el documento es, en cambio, impagable. Camarón, como lección de cultura general, como introducción al flamenco, como clase intensiva de biografía, bien vale el acercamiento. Y está, por supuesto, Óscar Jaenada, que antes de empezar a rodar pasó por el quirófano para quitarse su propia piel y enfundarse ésta otra del Camarón, que le queda perfecta, como de hermano gemelo. Impagable, el tío.




 
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