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El cuarto mandamiento

🌟🌟🌟


Carlos Pumares decía que El cuarto mandamiento era tan buena como Ciudadano Kane, e incluso más, pero que los productores de la RKO se la habían jodido a Orson Welles para dejarnos este legado amputado y paticorto. Sostenía, Pumares, en su programa de la radio, que si a pesar de todo El cuarto mandamiento era una película tan deslumbrante y maravillosa, cómo hubiera sido, ay, la película completa que soñó Orson Welles en plena forma, todavía joven e hiperactivo, si no hubiera empezado a joder con sus problemas financieros, y con sus rifirrafes con los ejecutivos. Con sus visiones artísticas tan adelantadas a su tiempo.

    Yo, que era un acólito de Pumares, soñaba con ver algún día El cuarto mandamiento, pero era una película inencontrable en los años 80, en León, sin internet, sin Movistar +, sin emule, sin sección de VHS en El Corte Inglés porque todavía no lo habían construido. Sin Amazon, sin Filmoteca Nacional, sin videoclubs con un rincón delicatessen para lo viejuno. Sin nada de nada, sólo la esperanza de una madrugada en la Segunda Cadena, o de un ciclo de Orson Welles en la Obra Cultural de Caja España, adonde yo iba los días de diario a fabricarme una cinefilia respetable, y a ligar, si había suerte, con alguna cinéfila que todavía hoy no he encontrado por la vida.

    Fue ahí, justamente, en la Obra Cultural, donde al fin pude ver El cuarto mandamiento, pero muchos años más tarde, y en compañía de un amigo que a veces me seguía en estas obsesiones de la cinefilia provinciana. En la primera escena de la película recordé que el  título original era “La magnificencia de los Amberson”, y que a Pumares, que ya llevaba años sin hacer su programa, se le escapaba casi un jadeo cuando pronunciaba ese título tan rimbombante, “La magnificencia de los Amberson”, que reverberaba en mi cabeza en contraste con la escasa magnificencia de los Rodríguez, y de los Martínez, de los que yo provenía modestamente.

    Luego, la verdad, la película no fue para tanto. Y esta noche, en una casualidad del TCM, lo he vuelto a confirmar. Solía pasar con las pedradas de Pumares, que era -y sigue siendo- un crítico tan particular para unas cosas y tan académico para otras. Mi amigo y yo salimos de aquella sesión un poco defraudados, cabizbajos, un poco estafados a pesar del precio muy razonable de la entrada.  Sólo un año antes, en Ciudadano Kane, Welles había hecho cine, gran cine, pero ahora había regresado al teatro que le vio nacer como autor, todo tan acartonado, y recitativo, y plúmbeo, de cine que le chiflaba a nuestras madres.

-          Y además no había ninguna chica decente en la sala -le dije a mi amigo, y él me sonrió como diciendo: “A mí me da igual, que ya tengo novia”.





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El tercer hombre


🌟🌟🌟🌟

Cuando Holly Martins descubre que su amigo está envuelto en un negocio de penicilina adulterada que deja a los niños de Viena ciegos o tontos, la palabra lealtad, que hasta entonces era un principio moral esculpido en piedra aramea, de pronto se resquebraja como sometido a una temperatura intolerable. Ante las pruebas irrefutables que el ejército británico le pone ante las narices, algo muy valioso se fractura en la cabeza del abatido Holly, haciendo un ruido como de iceberg que se desgaja del continente. Como de falla insondable que de pronto se abre sobre el terreno firme. El jodío Harry, el juerguista Harry, el entrañable Harry, el amigo Harry de toda la vida, no ha defraudado unos cuantos dineros a Hacienda, ni ha montado una estafa piramidal, ni ha plantado macetas de marihuana, ni ha dejado multas de tráfico sin pagar. La lealtad podría decir peccata minuta en todos esos casos. Pero no son crímenes de chichinabo, precisamente, los que han convertido a Harry Lime en el hombre más buscado entre las ruinas de Viena, que no son sólo arquitectónicas, sino también morales, porque la II Guerra Mundial ha dejado miasmas de cinismo en el aire, una polución que se respira para dejar ennegrecidos los pensamientos.

    Y sin embargo, Holly no está dispuesto a mover un solo dedo para que su amigo sea capturado. Su amistad está acabada, pero la lealtad, quebrada como el ala de un pajarillo, todavía hace esfuerzos por volar. Es lo que tiene la amistad, que está hecha de pedernal, de wolframio endurecido, y muchas veces es más resistente a la contrariedad que el amor más loco de los amores. Holly, finalmente, sólo colaborará con las fuerzas del orden cuando en el otro lado de la balanza no estén los niños afectados por la penicilina, sino los ojazos de Anna Schmidt, y su silueta de mujer hermosa escondida bajo el abrigo sempiterno. Que qué mala suerte, también, tener que visitar Viena justo en invierno, cuando las mejores bellísimas se embuten en los ropajes. Tiran más un par de tetas que cien carretas, y que cien pobres desgraciados tirados en el hospital. Hablando de ruinas morales, es casi mejor no pensar en ello...




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Monsieur Verdoux

🌟🌟🌟🌟

Monsieur Verdoux es una adaptación muy libre de las malandanzas de Landru, el donjuán de viudas que las desposaba en flagrantes bigamias para luego asesinarlas y quedarse con sus bienes. La idea de llevar al cine su historia fue de Orson Welles, que hubiera hecho una película muy turbia y más siniestra. Pero por esas cosas que tenía el bueno Orson, la historia terminó en manos de Charles Chaplin, que decidió, obviamente, hacer una película de Charles Chaplin. Es decir: un poco de comedia de vodevil, un poco de tragedia con partitura propia, y un discurso final sobre los vicios malsanos de la humanidad. El cóctel habitual de sus largometrajes sonoros, que en Tiempos modernos o en El gran dictador le salieron de rechupete, pero que aquí -y es muy probable que sea una neura mía particular, o una mala tarde de primavera- no termina de funcionar.

    Hay algo confuso en el tratamiento de Monsieur Verdoux. Y no le hago un reproche moral a Charles Chaplin por frivolizar a su personaje convirtiéndolo en un clown. Ya presupongo que él no está del lado de Verdoux y sus impulsos homicidas, aunque al final de la película le dote de una dignidad irreprochable en la corte de justicia. Mi queja tiene que ver con el tono, con el estilo de la película. Con la fusión fallida entre la risa y la muerte. El humor que subraya los crímenes que se cometen en Fargo -por poner un ejemplo- es negro, socarrón, vitriólico, y no le quita ácido a lo que vemos. Más bien se lo añade, haciéndolo todavía más truculento. En cambio, las humoradas de Chaplin en Monsieur Verdoux se han quedado payasescas y muy poco procedentes. Crean una disonancia en la mente del espectador; o al menos en este espectador que no sabe muy bien a qué atenerse. La charlotada y el crimen no parecen maridar demasiado bien.




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Abajo el telón

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Franklin Delano Roosevelt -al que nosotros, en el colegio, llamábamos Franklin Delculo en un alarde de imaginación- fue un presidente de Estados Unidos que se vendió al capital como todos los que han sido desde que George Washington empuñara su fusil. Pero Delano, a diferencia de los demás, tuvo su momento de debilidad, su corazoncito de ser humano. A él le correspondió lidiar con el paisaje desolador de la Gran Depresión, y asesorado por economistas que hoy saldrían en la portada de El País o del ABC retratados con rabos y cuernos, impulsó un vasto programa de inversiones públicas para que los desempleados, al menos, tuvieran una ocupación al levantarse cada mañana, y abandonaran el desánimo, y las cantinas, y los cenáculos del comunismo donde ya se cocía la revolución de la América cabreada. 

Las agencias del gobierno reclutaron trabajadores para construir carreteras, desbrozar caminos, reconstruir escuelas..., Y en las oficinas culturales, se contrataban actores para llevar el teatro a los cuatro puntos cardinales del país. Entretener a las gentes y enseñarles algo distinto a las monsergas de los religiosos. Algo muy parecido a lo que hizo nuestra II República con las Misiones Pedagógicas, y más concretamente, con la compañía de teatro La Barraca, que quiso desasnar con sus representaciones a los españoles de las mesetas y las montañas.

    Pero a Delano Roosevelt, como a los republicanos españoles, se la tenían jurada las fuerzas conservadoras. Las gentes de mal vivir, que diría el añorado Ivá... Ellos tenían a los rojos americanos por gente despreciable, y muy peligrosa, pero al menos los tenían confinados en las grandes ciudades, y dentro de ellas, en barrios muy localizados y fáciles de vigilar. Pero soltarlos así, a los cuatro vientos de la geografía, como una plaga de langostas que predicaran la cultura y la concienciación política, era un antojo que no le iban a consentir a nadie. Es por eso que años antes de cazar las brujas en Hollywood, los garantes del orden lanzaron otra cacería muy olvidada contra las gentes del teatro federal. Una persecución que nos recuerda Tim Robbins en Abajo el telón, título improcedente que esconde el original Cradle Will Rock, que era la obra de teatro que Orson Welles, metido de jovenzuelo en estas movidas, iba a estrenar en Nueva York antes de que se desatara la reacción. Muy estimable la película, y más estimable todavía, su valor didáctico.




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Mis almuerzos con Orson Welles

Entre 1983 y 1985, allá en los restaurantes de postín, Orson Welles y el director de cine Henry Jaglom mantuvieron jugosas conversaciones sobre el mundillo de Hollywood, y sobre las tribulaciones artísticas del propio Orson. Welles, que confiaba en la discreción de su amigo, no puso impedimento para que estas conversaciones fueran grabadas en un magnetófono. Un documento que ahora, gracias a la labor editora de Peter Biskind, nos llega en forma de libro imprescindible: Mis almuerzos con Orson Welles.

   La mitad del texto se nos va en los proyectos inacabados de Orson Welles. En esos tres años previos a su muerte, incombustible y obsesivo, el ciudadano Kane todavía soñaba con dineros llovidos del cielo, y confianzas renovadas de los productores. Algunos proyectos los tenía con el guión inacabado; otros con el rodaje a medio empezar; otros con los actores sin dar el OK definitivo. Un sindiós de películas y documentales que mantenían a Welles ocupado de la noche a la mañana, cuando no estaba comiendo en los restaurantes, claro, o cuando no estaba en España de parranda, impregnándose de tauromaquias y flamenqueos.




       Para un cinéfilo como yo, de los de andar por casa, la parte más enjundiosa del libro es aquella en la que el gordinflón no opina, sino que pontifica, sobre sus gustos y manías. Una verdulera que opina a calzón quitado, y a cinturón desabrochado, sobre películas y cineastas, actores y damiselas. Uno esperaba, la verdad, razonamientos sesudos, análisis cinematográficos. Fulano es muy bueno porque tal y fulana es un horror porque cual... Pero no: Orson Welles se viste de cinéfilo de café para soltar sus inquinas y prejuicios. No le gusta Spencer Tracy porque es irlandés; odia a Woody Allen porque es feo y bajito; trata a John Huston como un borracho incompetente. Detesta Vértigo porque sí, y Chinatown porque le da la gana, y All that jazz porque le parece una memez.

A otro interlocutor no le hubiera consentido yo tamañas herejías: que me toquen a Woody Allen es como que tocaran a mi hermano; que se metan con All that jazz es como si se mearan en el copón de mis hostias consagradas. Pero a Welles, por aquello del respeto, y porque en un párrafo confiesa ser lector admirado de Montaigne, le voy siguiendo hasta la última página, asombrado a veces de su inteligencia, indignado, a veces, con su pedestre humanidad. Un tipo orgulloso, pagado de sí mismo, que sin embargo, en ocasiones, se declara perdido y confuso.



- Soy mucho más inseguro de lo que piensas, Henry.
- No me lo creo. Eres arrogante y estás muy seguro de ti mismo.
- Sí, es verdad, estoy muy seguro de mí mismo. Pero de nadie más.



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Orson Welles, el genio creador

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No sé dónde leí una vez -tal vez en las novelas de Pepe Carvalho- que uno ya se sabe viejo cuando empieza a leer biografías. Hasta una determinada edad, que situaré arbitrariamente en los cuarenta años, uno no tiene biografía, sino vida. La palabra biografía tiene otro empaque, otra gravedad. Un significado solemne que abarca desde la vida hasta la muerte, y que sólo en la comprensión cabal de nuestra finitud nos atrevemos a considerar, y a indagar, en las vidas de los grandes hombres. Y no porque sean grandes hombres, a veces, que los leemos y ninguna enseñanza traspasa nuestra piel, de tan distantes o ajenos que nos resultan. Nadie ha escrito todavía la biografía de Pepito Pérez, el hombre anónimo, del traje gris, que se parecía tanto a nosotros, con su trabajo aburrido, su parienta regañona, sus achaques incontenibles, su muerte anónima en un hospital con olor a lejía y a meados.



      A falta de Pepito Pérez, del que se podrían aprender tantas cosas provechosas, uno se contenta con la vida de los grandes cineastas, que a veces abordo en forma de libro, y otras veces, como es el caso de hoy, en forma de documental. Orson Welles, el genio creador, es un documental de título rotundo que viene a resumir lo que ya todos sabíamos, y que los propios narradores van desgranando sin ahorrarse adjetivos: que Orson Welles fue un genio en el sentido estricto de la palabra. “Terrible consuelo el de ir cuarenta años por delante de tu tiempo”, le confesó el propio Welles a Peter Bogdanovich la noche que no quiso recoger el Oscar honorífico que le concedieron los hollywoodienses. La misma gente que le negó el pan y la sal, el dinero y la paciencia, que no supo ver en su egolatría el germen de un nuevo cine, tuvo que rectificar su error antes de que la salud del bendito gordinflón empezara a hacer de las suyas. En el vídeo pre-grabado que Welles envió a la ceremonia para dar las gracias, puede adivinarse su sonrisa irónica, su distancia educada. Su amor desmedido por el cine, y su desprecio altivo por la industria. 



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