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Prometheus

🌟🌟🌟

Cuando en la tele de mi salón me ponen una nave espacial y unos alienígenas que prometen hostias como panes y misterios como embrujos, entro en un estado mental que podríamos llamar de "racionalidad suspendida". Del mismo modo que los argonautas de la nave Prometheus pasaron meses hibernados a la espera de llegar a su destino, mi mente inquisitiva, en las dos horas que dura la película, se queda como dormida, como pasmada, y de pronto es como si me sustituyera el niño que una vez fui, con las piernas colgando en el sofá, incapaz de ponerle un pero a estas aventuras de seres humanos que buscan el origen de nuestra especie en un planeta muy lejano. Como Darwin a bordo del Beagle, hace dos siglos, pero a mucha más velocidad, y con ordenadores sofisticados en lugar de cuadernos de notas. 

    Mientras la nave Prometheus surca el vacío interestelar y la película Prometheus discurre en el silencio de la noche, yo, infantilizado, me dejo llevar por las olas del mar, y por el balanceo de la trama, y casi termino chupándome el dedo de nocilla y pidiéndole a mamá que abra un poco la ventana para que entre el fresco del anochecer.

    Cuando termina la película, ya recompuesto de nuevo en un señor mayor con barba entrecana, y ojeras por los pesares, vengo a los foros dispuesto a cantar loas y alabanzas. Pero descubro, perplejo, y bastante avergonzado, que soy el único gilí de la galaxia que no ha caído en las incongruencias varias del guion. En los comportamientos inexplicables de los personajes. En las filosofías trascendentales que se quedan huecas, desatadas, como jirones de sabiduría que vuelan sin propósito ni resolución. Leo, entre divertido y acomplejado, los comentarios de quienes no se dejaron engañar, de quienes analizaron la película mientras la vieron y disfrutaron. Y me ruborizo de vergüenza... ¿Soy aquel espectador medio del que hablaba David Simon en sus diatribas contra las audiencias? ¿Un tipo más bien menguado, más bien lento de reflejos, que se traga las historias sin espíritu crítico, abandonado a la molicie mental, al consumo indiscriminado? ¿Un espectador que se da cuenta de los errores de guion -porque tan gilipollas no soy- y los pasa por alto pensando que los guionistas sabrán, y que qué va uno a opinar desde el sofá? ¿O tengo, acaso, la inmensa fortuna de disfrutar como un niño donde otros toman apuntes como maestros adustos y perfeccionistas?




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La entrega

🌟🌟🌟

No hay mucho que rascar en La entrega, película de hampones que van robándose los dineros en los bajos fondos de Brooklyn.  Ni siquiera los pómulos de Noomi Rapace -que en otras películas me inspiran versos escritos en  sueco moreno- me han dejado hoy la visita de las musas. Aunque la verdad sea dicha, los jueves esas tunantas casi nunca aparecen por este escritorio, ahuyentadas por el cansancio que flota sobre mi cabeza como una boina de contaminación madrileña.


       Al otro lado del puente que retratara Woody Allen en sus nostalgias, existe un submundo de extorsionadores que guardan sus ganancias en bares nocturnos de confianza. Grandes fajos de billetes -como sólo los americanos son capaces de reunir- que son la tentación de los atracadores de poca monta, y de los ladronzuelos necesitados de efectivo. De incautos que prueban suerte y después de gastarse lo robado son convertidos en picadillo por los dueños reales de la pasta. Uno de los que sueña con dar el gran golpe es el primo Marv, que al borde de la jubilación delictiva sueña con viajar a Europa y tumbarse a la bartola en las playas de Marbella o de Croacia. El primo Marv es nuestro añorado James Gandolfini,  y a mí se me parte el alma cada vez que entra en pantalla, comiéndose las escenas con su corpachón, con su voz cazallera, con esa mirada de cervatillo asesino que es un imposible biológico, una quimera de la naturaleza, y que él sin embargo clavaba como nadie. Fue así como Gandolfini convirtió a Tony Soprano en un tipo entrañable, en un asesino al que de un modo inexplicable, como si fuéramos cómplices de sus crímenes, o espectadores ya desalmados de la televisión, seguíamos queriendo después de partirle la cabeza a un soplón, o de apuñalar a un rival comercial en un callejón oscuro. Ningún espectador de Los Soprano quedó libre de esta molestia moral, de este prurito de vergüenza. 

    Nuestro deber moral era sentir repugnancia por Tony Soprano, cachalote violento que podía joderle la vida a cualquiera que pasara por allí. Y sin embargo el tipo nos caía bien, y le poníamos en los fondos de escritorio, y nos poníamos camisetas negras del Bada Bing!, y  comprábamos tazas de desayuno con su estampa gordinflona y desafiante, para conmemorarlo en cada café y en cada croissant como si participáramos en una Eucaristía de la religión criminal.




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