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State of the Union

🌟🌟🌟🌟

Supongo que no soy el primero en deducir que esta pareja disfuncional no necesitaba, a fin de cuentas, una terapia. Que la terapia sólo era el mcguffin para que los diálogos íntimos se fueran desplegando, y que ellos mismos, sin necesidad de ningún profesional, fueran descubriendo la causa última de su distanciamiento.

    En cada uno de los diez episodios de State of the Union, Tom y Louise se encuentran en el bar minutos antes de entrar en consulta, y allí, mientras toman su pinta de cerveza o su vino blanco, plantean lo que van a decirle a su mediadora para mantener una imagen de pareja unida. Pero lo que se dicen en el bar es tan lúcido, tan sincero  -y, a fin de cuentas, tan enamorado- que la figura de su terapeuta, nunca vista en pantalla, se irá diluyendo en el transcurso de la trama. O quizá ése sea, después de todo, el truco oculto de las terapias de pareja, las ficticias y las reales: convertir la cita presencial en una ceremonia simbólica que concrete el esfuerzo de muchas más horas, íntimas, que produjeron largas conversaciones sobre el reparto de la culpa. El terapeuta, quizá, como el mago de Oz, que obra con su mera presencia.



    La conclusión a la que llegan Tom y Louise en el episodio final es que se aman “sin sentimientos”. O lo que es lo mismo: que se aman sin saber muy bien por qué, sin razones, con las vísceras, con el sistema límbico a secas, y que su matrimonio -que exigiría un apego más racional, un compromiso nacido en el lóbulo frontal de la cordura- va a seguir estando en crisis permanente hasta que la muerte los separe, o hasta que otro amor se cruce definitivamente en su proyecto. El giro de guion es verosímil, porque uno, en la vida real, sospecha que muchas parejas siguen el mismo esquema de amor interrogado o interrogante. Sin embargo, en el transcurso de la serie, uno no deja de pensar que aquí hay un fallo de casting muy gordo, y que la razón verdadera por la que Tom y Louise no terminan de encajar es que ella se parece demasiado a Rosamund Pike, la mujer que volvió loco a Barney Panofsky y a muchos espectadores con él, solidarios en la taquicardia enamorada,  y que mientras ella flota en pantalla, y es tan bella que no sé qué narices hace atrapada en estas discusiones pedestres, él, Tom, que sí, es simpaticote y tal, y tiene un par de ojillos azules y vivarachos que le dan cierto atractivo, podría ser el compadre de cervezas de cualquier bar de mi pedanía, un mortal cualquiera que sólo aspira a las Rosamund Pike de la vida en sueños o en melopeas de las muy gordas.



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Fuera de juego

🌟🌟🌟

Decía Bill Shankly –o dicen que dijo- que el fútbol no era una cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más importante. Quizá exageraba, el viejo Shank, pero no demasiado. El fútbol nos impregna, nos define, nos atraviesa de la cabeza a los pies, como un rayo vallecano, o de otro sito. 

    Es como preguntarle a un cristiano por Jesucristo: lo irracional se apodera del mando a distancia. La fe, la tribu, la creencia en algo superior... El Cielo, o el Club, de nuestros amores. Da un poco lo mismo. Es la misma trampa del sentimiento. Esa metáfora tan socorrida del dios Balón no es ninguna tontería: los futboleros también tenemos nuestro bautismo en el estadio, nuestra comunión con el equipo, nuestra confirmación en la fe verdadera. Nuestro matrimonio para siempre. Es más fácil apostatar de Dios que apostatar del juego divino: la vida sin Dios tiene una explicación, como enseñaban los viejos griegos o Hawking el astrónomo, pero la vida sin fútbol todavía no la ha comprendido nadie. Aunque disimulen, esos ateos.

    Los futboleros somos convecinos, conciudadanos,  pero vivimos instalados en otro rollo. El fútbol se rige por otro calendario que no es ni chino ni gregoriano. Zaragozano, si acaso, para los del Real Zaragoza. Nosotros no empezamos el año en enero, sino en agosto, y no lo terminamos en diciembre, sino en mayo -o en junio si hay Mundial o Eurocopa. Y así vivimos, descabalados respecto a los demás, que hablan de años y de estaciones como ciudadanos productivos mientras  nosotros nos regimos por las pretemporadas, por los parones de la Champions, por el tiempo destinado a los fichajes, ajenos a los ciclos de la naturaleza y a las fiestas de los curas. 

Somos tan diferentes, y vamos tan a nuestra bola, que el matrimonio con alguien que no esté en el ajo, que no sienta los mismos colores, ya se considera legalmente mixto en algunos países muy avanzados: los nórdicos creo, o los holandeses, como si se casaran dos personas de religiones distintas, o de países distantes. Hay choques doctrinales o culturales menos insalvables que éste del futbolero con la no futbolera, o viceversa. No le queda nada al pobre Paul, y a la pobre Sarah, por mucho que se amen... 

El ménage à trois con el Arsenal va a ser de campeonato.





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Un niño grande


🌟🌟🌟🌟

Los adultos que han olvidado su niñez suelen tratar a los niños con aires de superioridad. Se creen capacitados para darles lecciones sobre esto y sobre lo otro. Pero su único mérito es haber vivido más tiempo. Nada más. Y eso ni siquiera eso es un mérito: sólo hay que levantarse por las mañanas y dejarse llevar, día tras día, hasta acumular calendarios en el trastero. La mayoría de los adultos, si no tienen hijos, si no tienen empleos relacionados con la niñez, pierden la perspectiva de la infancia, y se tragan por entero la ilusión de ser especímenes superiores y distinguidos.

    Todo esto es muy falso, y muy nocivo. Un malentendido cultural. El adulto solo es un niño que ha aprendido a disimular sus tonterías con mayor o menor habilidad. Un chaval con pelos, nada más, al que un mal día se le desbordaron las hormonas, y se le descorchó el cuerpo, y terminado el colegio y los juegos infantiles fue arrojado al mundo de las grandes responsabilidades. El adulto que da el pego de la madurez sólo es un actor consumado. Nada más. De Big -que ya se ha convertido en un clásico de nuestras videotecas- aprendimos que un niño de trece años, transformado en adulto de la noche a la mañana, puede encontrar trabajo y amante en Nueva York sin que nadie se cosque del malentendido.


    Sí queridos amigos, y queridas amigas: todos somos un poco como Hugh Grant en Un niño grande. Al igual que él, hombres y mujeres nos entregamos al juego de la sofisticación, del pensamiento elaborado. Del Monopoly de las haciendas verdaderas. Pero en el fondo nadie ha salido del patio del colegio donde jugábamos el partido de fútbol, o saltábamos a la comba, o nos reíamos de la estupidez del sexo contrario. O cambiábamos cromos como ahora intercambiamos contratos o dineros. Para darse cuenta de esto hay que tener un hijo, o trabajar con niños, o encontrar un chaval por la calle como éste de la película, tan lúcido y clarividente que mete miedo, el jodío.



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Alta fidelidad

🌟🌟🌟🌟

En los tiempos analógicos, cuando uno sentía el amor a flor de piel, pero también la vergüenza de confesarlo, se puso muy de moda, para los tímidos de la pradera, para los románticos de la causa perdida, presentar las credenciales en forma de cinta de casete. "Te presto esta cinta para que la escuches. Son cuatro tonterías que me gustan. Ya me dirás qué te parece...", y uno, en aquella carcasa de plástico, simulando un acto trivial e inocente, entregaba su corazón abierto en una urna, para que la buena doctora supiera leer los sentimientos que allí sangraban y palpitaban.


  En aquellas casetes que comprábamos de TDK o de BASF para que el amor no sonara distorsionado, y no se perdieran los matices del arrobamiento, uno, que dejaba las cintas Continente para sus músicas particulares, grababa canciones que venían a expresar lo mismo que uno sentía, pero con palabras mejor escogidas, sin lenguas que se trabaran, con músicas molonas que atrapasen la atención. A fin de cuentas para eso se inventaron hace siglos los juglares y los poetas. Para explicarnos refinadamente. Uno se tomaba un respiro en la tarde de estudio, se sentaba frente al equipo de música con doble pletina, y pasaba horas escudriñándose a sí mismo en las letras del pop o del rock, buscando una descripción acertada, a ser posible que le dejara a uno en buen lugar, rellenito de virtudes. Uno dudaba, borraba, regrababa.., y al final, con las dos caras de treinta minutos apuradas casi hasta el final, el resultado jamás era satisfactorio del todo. Había tanto donde elegir, y eran tan confusos los propios sentimientos...


    Así es como anda, aunque ya treintañero talludito, el personaje de John Cusack en Alta fidelidad, que es una película de este siglo pero muy ochentera en realidad. Repantigado en el sofá, Cusack elige cinco canciones para el fracaso amoroso, cinco canciones para el amor correspondido y cinco canciones para confesarse ya del todo ante su amor de madurez. Siempre hay cinco canciones que nos ahorran el esfuerzo de un desahogo. La redacción farragosa de nuestra tribulación. Cinco canciones para describir el estado de ánimo de turno. Tengo que buscar, cuando termine este artículo, cinco canciones que describan esta sensación mortificante de sentirme un completo gilipollas, que me dura ya demasiado tiempo. Un fucking asshole, concretamente, como el bueno de Cusack en la película.


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