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Todos dicen I love you

🌟🌟🌟

Todavía me dura la tontería de París. Hace ya varias semanas que regresé a la vida aldeana de La Pedanía -con sus senderos, sus viñedos, sus tontos del pueblo- pero el recuerdo de haber recorrido el Sena de acá para allá me asalta casi en cualquier recodo. Es lo que tiene estar tan poco viajado, que cualquier aventura deja un recuerdo muy marcado, casi mítico, como de haber estado en la Luna o en el País de las Maravillas. Viajar poco es como follar poco: cada hito se almacena en la memoria como un triunfo, como un trozo de vida excepcional, que sirve para alimentar después las noches muy largas del invierno.

Ayer mismo, viendo el Francia-Australia de rugby, me emocioné como cualquier gabacho mientras el Stade de France tarareaba al unísono “La Marsellesa”, que antes era el himno más bonito del mundo y ahora ya es también un poco el mío. Yo siempre fui un poco afrancesado para mostrar mi rebeldía contra esta monarquía hispano-borbónica avalada por el Papa, pero es que ahora, además, por las calles de París, los barrenderos están limpìando los restos de mi sudor, y mis cabellos caídos, y los pellejitos de mis pies, que tanto la patearon. Como diría un poeta digno de bofetón: una parte de mí se ha quedado en París para no volver. 

Es por eso que ante la duda sigo escogiendo películas que se filmaron por sus rincones, para devolverme un poco la emoción de los hallazgos. “Todos dicen I love you” es un musical tontorrón que tarda mucho rato en trasladarse a París, pero cuando lo hace, jo... ¡Yo estuve allí!, en ese mismo puente de Notre Dame donde Woody Allen y Goldie Hawn bailaban suspendidos de unos cables. En mi catetez me he sentido, no sé... parte del mundo. Cinéfilo participante. 

También tengo que decir que ese recodo no está tan limpio como aparece en la película. Bajo los puentes del Sena ahora se desarrolla una película que no es un alegre musical, sino un drama de vagabundos durmientes en colchones sucios y meados. El París real y el París de las películas... Como cuando rueden una película en La Pedanía y esto parezca la Arcadia de los pastores, cuando en realidad es un pueblo asaltado por el tráfico. 





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V de Vendetta

🌟🌟🌟🌟


El fascismo no ha muerto. Sólo estaba de parranda. Cuando veíamos a los nostálgicos del III Reich avanzar en todos los países europeos, aquí, en la excepción española, donde todo llega con décadas de retraso, lo mismo la modernidad que la fatalidad, nos preguntábamos: ¿dónde está esa gente? ¿No vota? ¿Se ha extinguido de muerte natural? ¿La modélica Transición pilotada por Campechano I les ha reformado las entrañas? ¿O es que esa gentuza -los racistas, los golpistas, los falangistas de pueblo, los matones, los camisas pardas al servicio de los evasores fiscales, los machistas, los analfabetos de la historia -vota con la nariz tapada a la gaviota que se caga? Y era lo último, sí, como todos nos temíamos.

El franquismo sociológico estaba ahí, agazapado en la calle Génova, en las tertulias de la COPE, en los exabruptos de Federico, esperando su oportunidad. Llevaban cuarenta años esperando al Mesías; y el Mesías, con su barbita bíblica, y su mirada de iluminado, apareció entre los fieles, señaló al demonio de color rojo, y reagrupó a las huestes para proseguir el combate. De momento, a golpe de voto. Luego ya veremos... El Mesías sólo tuvo que disipar los complejos y las mariconadas. "Soy facha, sí, ¿qué pasa?", es la nueva desvergüenza callejera.

El fascismo siempre vuelve. No es un movimiento puntual, sino una marea de la historia. En esto también hay bajamares y pleamares. No lo inventó Mussolini en un rapto de locura: él sólo se subió a la ola. El fascismo es un asunto inscrito en los genes: tiene sus raíces en el miedo instintivo, y en la ausencia de reflexión. Y la mayoría de la gente es así. Lo raro es que no saquen muchos más votos. Que no arrasen. Todavía queda mucho franquismo sociológico por aflorar. La cosa pinta jodida: el virus no se va, la pobreza se extiende, el cabreo se inflama... Crece el orgullo nacional, como si los testículos y los ovarios rojigualdas fueran de una biología especial. Quizá la preferida por Dios. La bandera ondea cada vez en más balcones. Ya nos vamos pareciendo a la América profunda. Sólo nos falta el rifle y la espiga en la boca. Convenía ver “V de Vendetta” para recordar todo esto.




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Jackie

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi Jackie fue un día raro de cojones. Recuerdo que vi la película a media tarde, llevado por el nombre de Pablo Larraín, que suele ser una apuesta segura, y que terminé la película demudado, tocado en cierta parte del espíritu. Natalie Portman -tan hermosa como siempre, quizá la mujer de mi vida aunque ella no lo sepa- logró que yo me conmoviera por esta mujer tan aristocrática y tan alejada de mi mundo. Natalie no interpretaba, sino que era, Jacqueline Kennedy, destrozada tras el asesinato de su marido. Tan desorientada, tan perdida de pronto en un mundo que creía fortificado, el Camelot de los cuentos de hadas, que tardó un día entero en quitarse el traje de color rosa, manchado de sangre, y de restos de cerebro. La escena de su ducha en la Casa Blanca, a pura sangre y a pura lágrima, es una de las más terribles del cine contemporáneo. Da mucho más miedo que aquella de Hitchcock en el motel.

Después de ver la película vino a buscarme a casa quien era mi pareja de entonces. Tuvimos un sexo extraño, volcánico, íntimo hasta la médula. Nos quedamos mucho rato en silencio, tratando de asimilar lo que nos había sucedido. Nos daba miedo abrir la boca. Fue, paradójicamente, el principio del fin. Luego nos vestimos para ir a la ópera, como si viviéramos, precisamente, dentro de una película de aristócratas. Por un momento, camino del teatro, pensé que ella era como Jacqueline, y yo como John, y que sólo una desgracia morrocotuda conseguiría separarnos... Cuando todo terminó, yo también me duché  para desprenderme de su presencia. A lágrima viva, y a estropajo puro.

Hoy vuelto a ver Jackie en la soledad del confinamiento. Han llovido mares de gotas y de recuerdos desde entonces. Ahora la vida es muy distinta, pero también es rara de cojones. Está visto que no puedo ver esta película en un contexto normal, con mantita, y compañía, y el mundo de afuera más o menos arreglado. Esto de ahora es la Nueva Normalidad, que es un eufemismo  bastante desafortunado. Jackie, por cierto, ya nunca conoció la normalidad después de todo aquello. 





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La venganza de los Sith

🌟🌟🌟🌟

Yo, qué quieren que les diga, comprendo muy bien a Anakin Skywalker. Las fechorías que lo condujeron a convertirse en Darth Vader también las hubiese perpetrado yo, si la vida de Natalie, enamorada de mí, hubiese corrido peligro. Yo no me habría cargado a los chavalines de la escuela Jedi, eso no, pero habría aprovechado el desconcierto para darles un cachete en el culo con mi espada láser, por sabihondos y repipis. En todo lo demás, me hubiera puesto a disposición plena del lord Sith, para lo que gustase mandar. 

            Qué más da, la jornada laboral, si por la noche te espera la bella Padmé con la cena hecha y el sofá caliente para ver la película. Qué más da si ahí fuera rige un Imperio o una República, una dictadura de los Sith o una democracia de los Jedi. Al cuerno con la galaxia. Anakin, como buen funcionario al servicio del gobierno, sabe que las horas hay que echarlas igual, repartiendo espadazos a cualquiera que monte la algarabía. En el momento cumbre de La venganza de los Sith, cuando duda entre salvar al senador Palpatine o al maestro Windu, el futuro Darth Vader tiene un momento de lucidez y piensa: para lo que me van a pagar, lo mismo me da Maroto que el de la moto, con el añadido de que Maroto tiene el secreto de la inmortalidad. Nos ha jodido. Así planteado, no sé dónde está el mal, ni la caída en el lado oscuro. Lo de Anakin es puro romanticismo, puro fervor del corazón traspasado. Yo, desde luego, tratándose de Natalie Portman, me hubiera vestido de negro sin pensarlo. Ande yo caliente, ríase la gente.


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El ataque de los clones

🌟🌟🌟

El ataque de los clones es una película infumable. Sí, queridos amigos galácticos: hay que reconocerlo. Y que conste que yo soy uno de los vuestros, infantilizado como el que más. Un veterano de las fanfarrias imperiales. Yo conocí al maestro Yoda cuando ninguno de los dos era aún un viejo verde. No os digo más. A friki no hay quien me gane. A cuarentón inmaduro no tengo rival en muchos pársecs a la redonda. Pero es que el Episodio II, dejémonos de vainas, no hay por dónde cogerlo. Es un despropósito que tiene estética de videojuego en las peleas, y cursilería de culebrón en los amoríos. Los momentos más ridículos de la sexalogía se han reunido en esta tontería de la sexología, mayúscula, para cargar de razones a los odiadores. No seré yo quien detalle tales absurdos, y mucho menos en este blog. Que sean otros, los enemigos de la República, los que no creen en la Fuerza de los midiclorianos, quienes saquen los trapos a la luz. Que hagan ellos el trabajo sucio de avergonzarnos.

Pero que no me toquen, ay, a Natalie Portman. Que no se atrevan a rozarla ni un pelo. Por ahí sí que no paso. Que despellejen la película entera si quieren, pero que dejen en paz a Natalie. Qué va a hacer ella, la pobre, entre tanto despropósito. Le dicen que dispare su rayo láser o que aguante las poesías de Anakin Skywalker, y ella, como gran profesional que es, obedece las consignas sin rechistar, riéndose por dentro de tanta astracanada. En alguna escena especialmente lamentable se nota que Natalie se distancia, que se ausenta. Lo que algunos toman por interpretación de la languidez, yo, que la conozco muy bien, sé que es una ausencia que viaja muy lejos, soñando con el drama serio que habrá de otorgarle un Oscar. Absteneos, pues, servidores del Sith, de mancillar su presencia, o su  trabajo, o su hermosura. Su resalada pequeñez es el único nutriente en esta sopa de disparos y persecuciones, de esgrimas y sandeces. Y que los dioses antiguos me pillen confesado.



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Mars Attacks!

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Hace un cuarto de siglo, en Televisión Española, Albert Boadella gozaba de un microespacio para repartir estopa que se titulaba Orden Especial. Al grito de ¡Purgandus populus!, un ejército de frailes que nos vigilaban salían a la calle para hacer justicia con sus porras. Su objetivo no eran los rojos ni los ateos, porque los dineros de su organización provenían de la televisión socialista. Ellos le daban en el cocoroto a los estúpidos, a los farsantes, a las madres histéricas y a los tontos del haba. Por aquel entonces Boadella era un tipo que molaba. Le escuchabas en las entrevistas y siempre te caía en gracia, con aquellas opiniones tan particulares, y aquella retranca con acento catalán. Luego fue seducido por el lado oscuro de la Fuerza, y vendió su alma a un lord Sith llamado Esperanza Aguirre. Menos mal que ahora no disfruta de un programa parecido, porque su objetivo purgatorio serían los justos y los buenos. 

          En Mars Attacks!, Tim Burton montó un purgandus populus a lo bestia. En lugar de usar frailes malvestidos del Alto Ampurdá, él, que disponía de un alto presupuesto, eligió un ejército de marcianos para hacer limpieza entre los majaderos y los avariciosos. Armados de sus pistolones que parecen de juguete, los hombrecitos verdes convierten en gas a los periodistas carroñeros, a los políticos sin moral, a los militares belicistas, a los especuladores sin entrañas... Los marcianos de Tim Burton aterrizaron en Estados Unidos en el año 1996, pero podrían aterrizar hoy mismo, en la piel de toro, y encontrarse con la misma fauna de impresentables. Mars Attacks! es una película que está pidiendo a gritos una spanish version. Una buena somanta de hostias arreada por un ejército de garrulos desembarcados en Madrid, comandados quizá por Joaquín Reyes, o por el Tío la Vara, heredero directo de aquellos frailes de Boadella. Lo que nos íbamos a reír. 

Pero que nos pongan a Natalie Portman, eso sí, porque en Mars Attacks! su personaje sobrevivía a la invasión. Incluso los malvados marcianos se rindieron a su belleza, y fueron incapaces de disparar.


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La Amenaza Fantasma

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En 1999, el estreno de La Amenaza Fantasma me pilló en un sistema exterior de la galaxia, y también de la vida. Dieciséis años después de la muerte de Darth Vader, uno estaba casado, a punto de ser padre, con los viejos amigos de la secta ya exiliados o perdidos.  No maduro, por supuesto, porque la madurez es una cualidad que viene de serie, y sólo la demuestra quien ya la tiene desde niño, Pero sí diré que la película  me cogió mayor, ocupado en los asuntos propios de ganar el pan y no dejar que te lo arrebaten. 

            Cuando supimos que George Lucas iba a relanzar su lucrativo negocio, hubo una explosión de júbilo interplanetaria, pero la alegría duró el corto tiempo de los fuegos artificiales. Nada más disiparse el humo, recordamos que Lucas venía a juntar muchos millones, no a dejar obras maestras para la posteridad. Nosotros, los que habíamos visto de chavales la primera trilogía, éramos su público cautivo. Llevados de la curiosidad o de la nostalgia, íbamos a llenarle los patios de butacas para convertirlo en multimillonario. Para forrarse enterico de oro, los grifos del baño, y los pelos del pubis, Lucas necesitaba engatusar a la nueva chavalada, aquella que sólo conocía Star Wars por boca de su padres. ¿Y cuál es el camino más fácil para que los niños abarrotasen las salas y luego las jugueterías del centro comercial? ¡Bingo!: hacer una película para niños en la que salgan muchos bichos plastificables. De nuevo El Retorno del Jedi, para nuestro desconsuelo. De nuevo la frustración de quien esperaba la oscuridad y la mala uva de El Imperio Contraataca. La audacia, quizá, de La Guerra de las Galaxias, que ahora parece muy vista, pero que en 1977 nos dejó a todos con la boca abierta. 




            La Amenaza Fantasma es filfa de merchandising, y apostolado de la virginidad. Aunque aquí ya no es la paloma del Espíritu Santo, sino la ubicuidad de los midiclorianos, que obran el milagro de la concepción inmaculada. La Amenaza Fantasma es capitalismo y catolicismo, consumismo y castidad. Lo justo para quien este escribe, tan rojo y pecador, aunque todo sea de pensamiento: la utopía y el folleteo. Menos mal que por ahí anda Natalie Portman en la flor hermosérrima de su juventud, a veces vestida de Padmé y a veces emperifollada de Amidala. Cada vez que sonríe en sus escenas, se enciende una nueva estrella en la galaxia muy lejana. 
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The way

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The Way llegó a mis dominios porque un buen amigo que hizo el Camino de Santiago me contó la historia del nieto de Martin Sheen, que peregrinando hacia la supuesta tumba del Apóstol se enamoró de una posadera burgalesa de rompe y rasga, y se quedó a vivir para siempre en la capital de Castilla, a la vera del Cid y de la morcilla con arroz. Su padre Emilio Estévez, y su abuelo, el presidente Bartlet, quedaron conmovidos con la romántica aventura de su vástago, y decidieron, empujados por el halo espiritual y mágico del Camino, dedicarle una película.


      The Way cuenta la historia de un oftalmólogo americano al que llaman de Francia para comunicarle que su hijo ha fallecido en la primera etapa del Camino, cruzando los Pirineos, perdido tontamente en una ventisca inesperada. Nuestro doctor, apesadumbrado por la noticia, se planta en Francia para recoger las cenizas y las pertenencias, después de haber buscado ese país tan extraño en un mapa. Americanos... Un gendarme católico le explicará el significado espiritual del Camino, y nuestro doctor, en homenaje al hijo fallecido, decidirá completar la peregrinación a Santiago portando las cenizas mortuorias en la mochila, que irá soltando poco a poco en cada hito del viaje. 

    La idea es bonita y tal, pero al terminar la primera etapa del recorrido, en Roncesvalles, aparece Ángela Molina haciendo de posadera navarra con acento madrileño para decirle que ojito, que eso no es España, sino el País Vasco, y que no le gustan nada esas confusiones de los extranjeros. Y a mí, que me la trae al pairo que alguien  se declare vasco en vez de español, o catalán republicano en vez de súbdito de la monarquía, la escena me parece tan ridícula, tan tonta, tan incoherente con el devenir previo de la película, que me asalta el presentimiento de que The Way, por mucho paisaje bonito que nos pongan, y por mucha música medieval que nos acompañe, va a ser finalmente un dislate, una bienintencionada tontería. 





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Closer

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Y de pronto, en la tarde invernal del domingo, en la melancolía que se presenta puntualmente cada siete días a tomar el café y las pastas, siento la pulsión irrefrenable de ver a Natalie Portman en mi televisor. Siento la necesidad acuciante de perderme en su hermosura, y esconderme del mundo para que tarden mucho tiempo en encontrarme. Sin salir de la habitación voy a fugarme muy lejos, a un país lejano y utópico en el que Natalie me dice sí, que all right, para ir juntos de la mano y pintar la vida de colorines. Yo enamorado, y ella conformada con su destino, como en los anuncios cursis de la televisión, como en la vida extremadamente feliz de las películas tontainas. 


            Enciendo los aparatos y descubro que los buenos dioses, en un acto milagroso y benevolente han guardado Closer para mi solaz en el disco duro. Tienen que haber sido ellos, porque yo no recuerdo haber saqueado esta película en ninguna razia bucanera. Me habrán guiado en un momento de somnolencia, de inconsciencia, en previsión de este momento fatídico que siempre termina por llegar.  Aunque Natalie Portman es en Closer actriz principal y mujer guapísima, el recuerdo que tengo de la película es el de una nadería sin sustancia, el de una supina gilipollez que cuenta como dos pijos y dos pijas de la City londinense se aman y se desaman con diálogos absurdos y argumentos para besugos: "No me dejas entrar en tu amor", "Me consume la soledad de no tenerte", "Necesito tu corazón para llenar mi vacío", y tonterías parecidas a éstas, que sólo se escuchan en las novelas pedantes, en los culebrones sudamericanos. Y a veces, también, cuando me dejo llevar por la impostura literaria, en algunos rincones muy vergonzosos de este diario.


            Como he llegado a Closer cegado por el deseo de reencontrar a Natalie, aparco mis dudas y me dejo llevar por  la inercia de mi carrera hasta el punto kilométrico de la media hora. Es ahí donde de pronto me paro, fatigado ya de seguir tanta conversación estúpida. La belleza de Natalie Portman no basta para reflotar este barco que naufraga haciendo glu-glú.



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