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El método

🌟🌟🌟🌟

Yo, por temperamento, por condiciones naturales, por esta cara de panoli que los dioses me otorgaron al nacer, estaba predestinado a ser cura de parroquia o funcionario de provincias. A vivir muy lejos de la City de Madrid donde los personajes de El método se navajean los trajes muy caros para conseguir un puesto de trabajo.

    Lo de cura fue un proyecto plausible que se truncó más o menos a los doce años, cuando comprendí que el deseo sexual iba a ser una fuerza incontenible. Que me iban más las rapazas que Jesucristo, vamos. Y que Dios, además, su padre -o él mismo, según la teología de la Trinidad- tenía toda la pinta de no existir. 

    Así que dada mi inteligencia mediocre, mi falta de talento artístico, la timidez patológica que me impedía abrirme paso en la selva de los trabajos, tuve que encaminar mis esfuerzos estudiantiles a ser funcionario. Maestro, para más señas, que por aquel entonces era más una marcha solidaria que una carrera de verdad. Estudié a mi ritmo, oposité, tuve un golpe de suerte, y a los veintitrés años renuncié para siempre a los trajes de Armani y me aboné a Canal + para instalarme en una celda de ateo donde no entraba Dios por el ventanuco, pero sí las ondas electromagnéticas que me traían el cine clásico y el cine de estreno, el fútbol y el rugby, el porno y las comedias.



    Mientras tanto, mis excompañeros del instituto, que fueron más capaces y ambiciosos, se enfrentaban al método Grönholm para ganarse  el chalet en trabajos con secretaria eficiente y viajes pagados a las capitales europeas. Mientras yo me atocinaba en mi propio estofado, ellos tuvieron que demostrar arrestos, personalidad, capacidad de mando. La conjugación exacta entre el liderazgo y el compañerismo. Tuvieron que demostrar su valía, su competencia, su falta de escrúpulos. Yo no hubiera pasado ni el primer test de esas mierdas empresariales. Supongo que con los nervios me habría confundido al rellenar el formulario, poniendo el primer apellido donde el segundo, o firmando donde no debía, o liándome con el número del DNI. ¿Qué empresa líder en el sector iba a contratar a un imbécil semejante? 

    Pero no me quejo: yo vivo aquí tan ricamente, en La Pedanía, a cuatrocientos kilómetros del downtown de Madrid, donde se deciden las cosas importantes. Salgo de paseo y me cruzo con las vacas, con los perretes, con las higueras del camino. Me he perdido la hostia de cosas excitantes: el estrés, la autoestima, los minibares de cinco estrellas, pero he encontrado, a cambio, mi lugar en el mundo.



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El hijo de la novia

🌟🌟🌟🌟

Los seguidores de este blog infumable ya saben que últimamente, a veces guiado por la búsqueda activa, y otras manipulado por el inconsciente traidor, veo mucho cine de cuarentones sumidos en la crisis existencial. Es lo que toca. Con el trabajo consolidado, el hijo criado y el matrimonio finiquitado , se abre ante mí la terra incognita de la vida. Y el cine, a veces más que la vida real, me proporciona apuntes que voy anotando en el cuadernillo de la pequeña sabiduría. 

    Ante mí está el desafío de reinventarse, el afán de reenamorarse, el reto de asumir la lenta decadencia de los sueños y las energías... La pitopausia, y las resacas como hostiazos. Las ganas de revivir mezcladas con la baja forma de los sistemas corporales. El cuarentón -y yo no escapo de esa caricatura- es un personaje complejo, tragicómico, un tipo algo ridículo que está a medio camino de la tonta juventud y de la docta decrepitud. Un tipo que da mucho juego en las películas, y que lo mismo te da para soltar un par de lagrimones que para liberar un par de carcajadas, según como lo pille la cámara, y como nos coja el ánimo en la butaca.

    En El hijo de la novia, el personaje de Ricardo Darín tiene cuarenta y dos años, un restaurante que atender y una custodia que compartir. Y una novia mucho más joven a la que satisfacer. Físicamente, moralmente y diplomáticamente. Darín, además, tiene un padre que aún siendo ateo quiere casarse por la iglesia con una mujer enferma de alzhéimer. Y un amigo muy cargante que siempre aparece en el momento más inoportuno para hacer su humorada. Un porro descomunal, como se ve.

    Darín, por supuesto, no da abasto con tanto personaje salido del vodevil. Y aunque no tiene ni una cana en el pelo, el jodío, ni un mellado en la dentadura, ni una puta nube en la sonrisa, al final su cuerpo le dice que hasta aquí hemos llegado, y se desploma derrotado por el sinvivir.  La moraleja es evidente: a los cuarenta y tantos hay que priorizar objetivos, ralentizar el ritmo, entrenar la cachaza... Hacer el amor con más esmero, y el trabajo con más mimo, y la amistad con más mansedumbre. Cribar, sosegar, tolerar... Como venía a decir Nietzsche por debajo de tanta filosofía sobre los superhombres y los dioses muertos, lo importante, al fin y al cabo, son las buenas digestiones.




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