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Narcos. Temporada 2

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La lucha contra el narcotráfico es una de esas labores que realmente no mejoran el mundo. Sólo lo mantienen como está. Como el oficio de barrer las calles, o de fregar los platos, o de podar los árboles. Necesarios, en verdad, porque si no viviríamos anegados por la mierda, o enredados en una selva, pero poco gratificantes en realidad, porque lo que se limpia, o lo que se poda, siempre termina por resurgir. Así es el oficio de estos agentes de la ley, americanos y colombianos, políticos y militares, que en la segunda temporada de Narcos siguen a la caza y captura de Pablo Escobar. Tan obcecados están, tan seguros se ven de obtener la victoria final (que ya sólo depende de dar con las transmisiones que el Innombrable emite desde su última covacha)- que por un momento llegan a olvidar que el trono del crimen lo ocupará al instante, sin transición, como un mosquito que sustituye al palmoteado, otro tipo sin los mismos escrúpulos. Uno que también vivirá rodeado de matones en su mansión de lujo, inalcanzable para la ley en sus comienzos, tan carnicero y tan despiadado como el orondo de Medellín, con las mismas aspiraciones de enterrarse vivo en billetes y poner en jaque al mismísimo gobierno de Colombia si no le dejan realizarse como el puto jefe de la mandanga.

    No sé ahora cómo andará  la cosa. En la cronología de la serie, el cártel de Cali acaba de sustituir al cártel de Medellín como epicentro del negocio, y en la tercera temporada, los mismos barrenderos de la hojarasca trasladarán sus bártulos y sus gafas de sol a la nueva ciudad del pecado. Ahora, mientras escribo esto, en el año del señor de 2018, tal vez sea el cártel de Bogotá, o el de Cartagena de Indias -o quíén sabe, incluso, si el de Macondo, mitad real y mitad mágico, y por tanto más difícil de combatir- el que corta el bacalao además de las papelinas. Da igual. Los tipos que persiguieron a Pablo Escobar durante dos temporadas completas ya viven retirados, o están a punto de, y me darían la razón en esto de que su oficio es como fumigar cucarachas que vuelven a reproducirse como brotadas de un averno.


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Narcos

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Lo primero que llama la atención de Narcos es que el personaje de Pablo Escobar habla muy mal el castellano. En los primeros episodios uno llega a pensar que tal vez sea así el acento de los antioqueños, y más si son antioqueños atravesados por la sociopatía, y por la megalomanía: defectos del espíritu que confieren al habla un extraño matiz entre nasal y desacompasado, como le sucedía al Dr. Strangelove en Teléfono Rojo

    Pero luego te das cuenta de que hay otros antioqueños rodeando al gran capo de la droga -amigos de la infancia, o mercenarios grasientos- y ninguno habla de manera tan forzada, tan masticada, como si estuviera recibiendo los textos de un apuntador emboscado tras la cámara. Es entonces cuando uno averigua que el actor que encarna a don Pablo es un brasileño con nombre de defensa central del Botafogo, Wagner Moura, y que, por tanto, los responsables de Narcos han sacrificado la verosimilitud del habla para clavar el aspecto físico, la dejadez barrigona, la mirada gélida del tiburón que nada en las aguas dulces de la selva.

    Lo cierto es que este Pablo Escobar, dejando aparte sus atragantamientos fonéticos en las frases un pelín largas -–“Vamos a… cargar…nos a esos hiiijos depu…ta malnasidos”- si non e vero, está bien trovato de cojones. Y a partir de ahí, como un casteller de colombianos que se sustentara en esa recreación que te encoge los huevecillos, Narcos se erige como una serie implacable, didáctica, casi documental, con un casting perfecto de policías y ladrones, de amantes y esposas, de políticos de Bogotá y  de agentes de la DEA. Una serie casi perfecta, brutal, sanguinaria, que no se pierde ni un solo segundo por las carreteras secundarias del amor, o de la prole, cuando hay tantos millones en juego. Y tantos muertos en las zanjas. Entericos, o trozeados, según las conveniencias del mercado.



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