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Río Rojo

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De niños les llamábamos vaqueros aunque en las películas del oeste rara vez se vieran vacas por las praderas. Si acaso bisontes, que los rostros pálidos asesinaban por millares solo para joder a los comanches. Pero las películas seguían llamándose “de vaqueros”, y no de bisonteros. Era todo un misterio.

Otro misterio, y no menor,  es que nuestros pantalones de faena, los que nos poníamos para ir al colegio y amortiguar nuestros raspones en el patio, también se llamaran vaqueros, aunque luego, en las películas del sábado por la tarde, jamás viéramos a esos pistoleros vestidos con nada parecido. También puede ser que el blanco y negro de nuestra tele nos hurtara el azul desvaído y confundiera nuestros sentidos. Pero luego, de vacaciones por los pueblos de la montaña, veíamos a los auténticos vaqueros leoneses con su boina y su camisa a cuadros y todos llevaban pantalones de pana para manejarse en los trabajos. Ni siguiera los vaqueros de verdad se vestían con nuestros vaqueros colegiales, en el colmo de los colmos.

De niños jamás hubiéramos pensado que los vaqueros del Far West se dedicaran a criar ganado o a conducirlo por las praderas. Nosotros les veíamos siempre en el salón, medio borrachos, jugándose los dólares al póker o tanteando a las prostitutas del piso superior. O liándose a tiros por cualquier cosa tonta o cualquier venganza razonable. Les sorprendíamos siempre en el ocio de beber o de disparar, pero nunca en sus quehaceres de la jornada laboral. Más allá de los asesinos, del sheriff, del médico borrachín y del camarero que servía la zarzaparrilla, los demás personajes se dedicaban a actividades económicas que en realidad nos importaban un pimiento. Estaba claro que alguien construía las casas o limpiaba la mierda de los caballos, pero esos subalternos nunca salían en las tramas.

Supongo que en el algún momento de nuestra infancia vimos “Río Rojo” o alguna película parecida y caímos en la cuenta etimológica: “¡Claro! Se llaman vaqueros porque trajinan con vacas...”. Luego, de adolescentes, empezamos a sospechar que es posible que también se las trajinaran, en esas largas marchas sin mujeres camino de Abilene. 



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La heredera

🌟🌟🌟🌟


La heredera en cuestión es Catherine Sloper, la hija del doctor Sloper, una neoyorquina del siglo XIX que viste con corsés y miriñaques incluso pasea por su casa. Me acordé de Carlos Pumares cuando se reía de aquel cardenal de “El Padrino III” que era asesinado en su propio palacio vestido como tal, a las tantas de la madrugada, sin haberse puesto el pijama para tomarse el cola-cao o recibir la compañía sexual de la dolce vita vaticana. 

Peccata minuta, en todo caso, lo de Catherine Sloper y su vestuario fuera de lugar. Cosas de las viejas películas, que a veces, en su afán de recreación, para que se viera la labor de vestuario y el diseño de producción, no estaban muy pendientes de estos detalles que ahora nos rechinan. “La heredera” es un clásico cojonudo, insospechado, que yo enfrentaba con el dedo ya apretando el botón de los bostezos. Yo quería, en esta semana de Pasión, a modo de penitencia por mis muchos y horrendos pecados, proseguir por aquí este miniciclo dedicado a William Wyler, que es un director que sale muy citado en los libros de conversaciones con Billy Wilder. Primero porque los dos eran amigos -ambos exiliados centroeuropeos y residentes en Hollywood-, y segundo porque mucha gente los confundía por el apellido y enredaba la autoría de sus películas. Cuenta Billy Wilder que ellos mismos se llamaban entre sí señor Monet y señor Manet, para hacer la gracia y compararse con aquellos dos pintores del impresionismo francés. 

Y al final, ya ves, la película me gustó, y tuve que tragarme mis prejuicios de cinéfilo moderneta. El tema central de “La heredera” es que por el interés la quería don Andrés. En este caso no Andrés el del dicho popular, sino el caballero Morris Townsend, un petimetre descarado que ha puesto el ojo en los 10.000 dólares de renta anual que ella disfruta por cortesía de su padre. Catherine es una mujer poco inteligente, feúcha, con muy poco mundo recorrido. Y lo peor de todo: una enamoradiza que dice sí al primer interesado en sus favores. Carne de cañón para los desalmados que no le hacen ascos a un polvo sin deseo, pero bien remunerado. 



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Vidas rebeldes

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Vidas rebeldes cuenta la historia de tres hombres que quieren tirarse a Marilyn Monroe. Como cualquier hombre heterosexual en 1960, supongo, americano o extranjero. El problema es que ninguno de estos tipos sabe lanzar la pelota como Joe DiMaggio, ni sabe escribir libros profundos como Arthur Miller, ni, por supuesto, dirige los destinos de la nación desde el Despacho Oval con una sonrisa Profidén. Gay, Guido y Perce -que ya tienen, de partida, unos nombres poco glamurosos para conquistar a este bellezón- son tres vaqueros que se ganan la vida como pueden, tres inadaptados sin afeitar en los desiertos de Nevada, que es el título original de la película, The Misfits, y no esta gilipollez que le pusieron en el mercado nacional. Tres excombatientes de la vida, y de la guerra, que cuando conocen a Marilyn Monroe -porque Norma Jean, en la película, hace de sí misma sin mucho disimulo- se ponen como tontos, como muy poéticos y excitados, y tratan de camelársela cada uno con sus virtudes y sus imposturas.



    El que parece llevarse el gato al agua es Gay, porque Guido es tan feo que luego hizo de feo oficial en El bueno, el feo y el malo, y Perce, el pobre, aunque es el más joven y guapo de los aspirantes, lleva tantas hostias en la cabeza, de otras tantas caídas en el rodeo, que a veces confunde a Marilyn Monroe con una vaca, o con un cactus del desierto, lo que ya es mucho confundir. Pero Gay, que se parece mucho a Clark Gable entrado en años, esconde cierta afición por cargarse a todo bicho viviente que se mueva por las cercanías, lo mismo simpáticos conejos que caballos salvajes, y Marilyn, que siente aversión por los machos armados con escopeta, comprenderá demasiado tarde para el amor, pero no demasiado tarde para salir corriendo, que Nevada sigue siendo el Far West sin civilizar, el confín todavía no hollado por los hombres sensibles y románticos.

    (Si todas las películas antiguas terminan siendo, con el paso del tiempo, una captura de fantasmas, The Misfits es quizá la sesión espiritista más famosa del celuloide. Una verdadera película maldita. Todos ellos, salvo Eli Wallach, se murieron poco después, o se fueron matando ya sin remedio, y casi conmueve el alma verlos ahí todavía, tan frágiles, pero todavía vivos).


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De repente, el último verano

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Hay títulos inevitables, insidiosos, que se te meten en la cabeza para apoderarse del soliloquio: De repente, el último verano... De repente, el último verano... Aunque sepas de sobra que esconden un rollo macabeo de los de arrepentirse al instante. Una película infumable que por dignidad, por coherencia, por cabezonería estúpida, apuras hasta el final como un cinéfilo de verdad, y como un gilipollas no menos cierto.

    Un cilicio en la mente, en la atención, casi en el nabo, me atrevería a asegurar que es De repente, el último verano. Esos diálogos de Oxford relamido, de Cambridge afectado, literarios e inconcebibles. Ridículos. Ese aire respetable de obra maestra acartonada que ya mueve un poco a la risa, al bostezo, al desengaño de la cinefilia. Katherine Hepburn haciendo de vieja pelleja que habla en verso y en alegorías; Elizabeth Taylor interpretando a la sobrina que pierde y recupera la chaveta cuando la agitan por los hombros, como si le fallaran las pilas o algo así. Y Montgomery Clift, el pobre, con su cara ya recosida para siempre -para el poco siempre que le quedaba- yendo de un lado para otro con cara de escrutador de locas, a ver quién de las dos, si la tía o la sobrina, si la que parece cuerda o la que parece trastornada, le está engañando aprovechando los calores. Un puro dislate.

    De repente, el último verano... Pero habia que verla, por cojones, ya medio olvidada en la memoria, en esta siesta de la canícula, a ver si cogía el sueño en la ola de calor, la primera del verano, que viene a vengarse con espada flamígera de los respiros anteriores: del extraño julio primaveral y sus noches tan frescas y benignas. De repente el último verano... Es que ni a huevo. Hace unos pocos meses supe de la muerte de un ex compañero mío de la Universidad: un cáncer galopante, de esos que se ensañan con los organismos todavía lucidos y llenos de nutrientes. Para mi infortunado colega, el verano de 2017 fue, de repente, el último verano. Y no es el primer coetáneo de aulas que cae en la batalla de la vida, que es más sangrienta que Verdún, o que Stalingrado, o que el Waterloo de los cojones, porque al final caemos todos en ella, sin excepción, solo que en un espacio de tiempo más dilatado. 

    Así que quién sabe: éste de 2018 podría ser, de repente, de sopetón, mi último verano, y yo malgastando el tiempo -¡los dos meses de los maestros!- en las quejumbres habituales, en las rutinas infructuosas del pre-jubilado casi otoñal, en vez de irme a Tahití, o a las Chimbambas, a celebrar de una puta vez que estoy vivo, a lo loco, pero sin faldas, sin reparar en gastos, como decía el viejete de Jurassic Park, a ponerme hasta arriba de la alegría de seguir por aquí. Todavía no sé qué cojones hago aquí, al teclado, en esta ventana que da al patio de luces... Pero es que no me sale.




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