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The Artist

🌟🌟🌟🌟

A medida que The Artist ganaba premios por los festivales de medio mundo, y las radios y las revistas se iban llenando de alabanzas antes de su estreno, nosotros, los cinéfilos de la oreja estirada, teníamos la mosca detrás de la misma porque una película así, por muy cojonuda que fuera, no dejaba de tener el inconveniente de la mudez anacrónica. De los franceses desconocidos. Todos sabemos que las películas mudas, cuando son comedias, han resistido el paso del tiempo, y uno se entrega a ellas con una sonrisa permanente en la boca, admirado de sus ocurrencias o de sus acrobacias; pero que cuando las películas silentes son dramáticas, o de trasfondo social, el bostezo irreprimible, el aburrimiento inconfesable, asoma incluso en la boca del cinéfilo más contumaz.

    Cuando The Artist llegó a las pantallas de nuestras provincias, a los cinéfilos se nos cayeron los prejuicios al suelo, y disfrutamos de una película original, cojonuda, charmant, a falta de un adjetivo en castellano que ahora no me sale, y en afrancesado homenaje. The Artist llegó incluso a emocionarnos, en la escena del suicidio que recorría la música de Vértigo, y salimos del cine imitando los pasos de baile de la Bejo y del Dujardin, que además son guapos de cojones, los muy jodíos, que parecen tal cual actores de los años veinte, estilosos y pluscuamperfectos. Fueron muchos, también, los que habiendo jurado no tener jamás un perrete -porque hay que darle de comer y sacarle de paseo todos los días- se lo iban pensando camino de casa, seducidos por las tontacas tan graciosas que hacía Uggie, el Milú inseparable de George Valentin.


    The Artist nos gustó, nos encandiló incluso, pero la olvidamos rápidamente. Casi siete años después la he rescatado de una olvidada caja de DVDs, haciendo la mudanza de mis bártulos. En aquel año del Señor de 2011, en el último esplendor de mis días en la hierba, había una película impecable que sólo me gustó a mí, y al vecino del quinto: se llamaba Moneyball, la escribía Aaron Sorkin, la dirigía Bennett Miller y la protagonizaba Brad Pitt. Iba de un entrenador de béisbol que aplicaba un algoritmo matemático para renovar su plantilla de veteranos perdedores. Era una puta obra maestra. Yo le hubiera dado el Oscar sin remordimientos. Ya nadie la recuerda. Soy un cinéfilo lamentable, atravesado y conservador. Un esbirro del Imperio Americano. Un abducido.



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Moneyball

🌟🌟🌟🌟🌟

Visto desde la distancia de un océano, el béisbol parece un deporte absurdo, una pachanga que juegan cuatro gordos en un campo triangular armados de cachiporra y máscaras protectoras como de Hannibal Lecter. Me juran, los más pro-yanquis de mis conocidos, que el béisbol es un deporte con todas las de la ley, apasionante y estratégico, con carreras y sudores que te empapan la camiseta, o el polo ese raro como de misa de domingo que llevan. A veces, ante su insistencia, en las noches más tontas del año, uno intenta seguir algún partido de béisbol en los canales de pago, pero siempre me topo con figuras estáticas que parecen formar parte de un belén, y que de pronto, por causas incognoscibles, corren en solitario como si les hubiese pegado un siroco. Hay, además, cien pausas para la publicidad, o para el comentario experto, que me acaban sacando de quicio. Se pongan como se pongan mis conocidos, el béisbol no es un deporte exportable a la cultura europea.

Moneyball es una película sobre el mundo del béisbol, la historia real de cómo Billy Beane, mánager de los Oakland A's, creó un equipo mítico con los cuatro duros de presupuesto que el dueño le concedió. Aunque los personajes hablan de béisbol a todas horas, y uno, desde su ignorancia, y desde su desdén, no sabría distinguir a un catcher de un pitcher, Moneyball ha resultado ser una película fascinante. Un guión suculento lleno de frases imborrables y diálogos endiablados que firma, una vez más, Aaron Sorkin. Yo amo a este tipo, joder...

Moneyball es la lucha heroica de dos tipos, Billy Beane y su experto en análisis Peter Brand, por cambiar el sistema entero de ojeadores y fichajes. Donde los otros especialistas veían a jugadores desastrados y sin futuro, ellos, armados de ordenadores y de sentido común, supieron encontrar a tipos que pedían a gritos una oportunidad.  Juntaron el buen ojo con la buena suerte y construyeron un equipo imposible, que batió el récord de victorias seguidas en las Grandes Ligas. Quien esto escribe no terminó de saber muy bien por qué ganaban tantos partidos, porque las explicaciones son dadas todas en germanía. Pero uno se deja llevar, y termina tan emocionado como el más entusiasta seguidor de este deporte de la garrota. El truco está en olvidarse de que Moneyball va sobre béisbol, e imaginar que uno está viendo a Rinus Michels implantando el fútbol total. A Arrigo Sacchi marcando la línea del fuera de juego a cuarenta metros de la portería. A Pep Guardiola ganando las Copas de Europa con un equipo quimérico formado sin delanteros. Moneyball es béisbol, pero podría ser cualquier otro deporte. Podría ser fútbol, por ejemplo.





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