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Armas de mujer

🌟🌟🌟🌟

Ser una mujer como Melanie Griffith en Armas de mujer no tiene que ser nada sencillo. Ella se mira al espejo y se sabe inteligente, incisiva, capacitada para ascender dentro de los cotarros profesionales. Sin embargo, cuando lanza su gran idea en la reunión, o su gran ocurrencia en la fiesta de la empresa, comprueba que los hombres se quedan obnubilados en su pechamen, indomable bajo los ropas, o en el culamen, que no tiene cráneo que lo contenga. Es entonces cuando vuelve a asumir la desgracia irresoluble de las mujeres hermosas: que su inteligencia viene secuestrada en una carcasa ósea y no es evidente a primera vista, y que esos tipos hipnotizados apenas han comprendido nada de lo que ha dicho. Ellos carraspean incómodos cuando les interroga con la mirada: "Repetidme lo que he dicho...".

     La transición del simio que babea al hombre que escucha aún no está perfeccionada por la evolución, y en esos trances se nos ve el plumero, el pelo de la dehesa, el vello del orangután...

        Es triste, sí, pero es real, indisimulable. Lo primero que vemos los hombres en una mujer es la belleza, la simetría, la proporción de las formas. Es un escaneo involuntario que los hombres más civilizados finiquitamos (me incluyo) en cuestión de décimas de segundo, antes de recomponer el gesto y mostrarnos interesados en la conversación. Sin embargo, los hombres más apegados al pasado evolutivo tardan mucho tiempo en procesar, y son como un procesador pentium de los antiguos, que se queda ahí, rulando, haciendo ruido, atorado en una única tarea. Al final, la única diferencia entre el caballero y el cerdo sólo es la velocidad de procesamiento. Una cuestión tecnológica. Cuantitativa, pero no cualitativa.

 De hecho, en la película, el personaje de Harrison Ford primero es bonobo de la selva, ensordecido por el deseo, y ya luego, con el instinto reposado, y la dignidad restablecida, un amante ejemplar que ha cumplido la transición canónica del macho al hombre, del gorrino al civilizado. La aspiración íntima de las mujeres enamoradas.




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El graduado

🌟🌟🌟🌟

El personaje más jugoso y enigmático de El graduado no es Benjamin Braddock, cuyo punto de vista es el único que conocemos en toda la película. Su omnipresencia hace que la señora Robinson permanezca un poco entre las sombras, como una mujer de motivaciones mal explicadas. Las sexualidades de Benjamin son de manual, de primer curso de ser hombre, y no hace falta ser muy avispado para comprender su fálica simplicidad: con una carrera terminada y un futuro halagüeño, la seducción de la señora Robinson es para él, básicamente, un rito de iniciación, y un orgullo de macho madurado, aunque al principio él haga gestos, y le entren sudoraciones, y casi no sepa ni quitarse los calzoncillos... 
Y le abrume la posibilidad de un escándalo si llegaran a destaparse tales comercios carnales.


    Con el paso de los meses, Benjamin, relajado en la tumbona de su piscina, comprenderá que está disfrutando de sexo a cambio de... nada, porque con la señora Robinson están descartadas las cuestiones más peliagudas del amor, que son la vida en común y el compromiso a largo plazo. Nada de aniversarios, de cenas románticas, de quebraderos de cabeza para que el amor no se disipe o se ponga en cuestionamiento. Para esas cosas ya está el señor Robinson; o estaba, más bien, porque el matrimonio de los Robinson, aunque indisoluble, lleva años interpretándose en dormitorios separados, como dos obras de teatro paralelas que sólo coinciden en un par de decorados reincidentes: la cocina y las fiestas del alto copete.

    Es ella, la señora Robinson, la que merecía otra indagación, otra exégesis. Otra escena aclaratoria que El graduado no quiere o no puede entregarnos. A Miss Robinson la entendemos al final, devorada por los celos, destronada -o mejor dicho, desencamada- por su propia hija. Pero la entendemos a medias, porque no sabemos cuánto hay de amor y cuánto de capricho en su deseo atravesado y a contracorriente. Cuánto de fascinación por la juventud y cuánto de “abuso” de la juventud. Cuánto de un polvo de despecho, de un corte de mangas, de un desahogo de la sexualidad postergada. No entendemos su obcecación imposible, su capricho condenado por el contexto. Es, quizá, el único gran pero que se le puede poner a este clásico que no ha sufrido ninguna erosión del tiempo. Tan moderno y provocador como el primer día.


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La guerra de Charlie Wilson

🌟🌟

    Después de muchos siglos viviendo en la Edad Media, en Afganistán, a finales de los años setenta, llegó al poder un gobierno de corte progresista que prohibió la usura, promovió la alfabetización y separó la religión del Estado. Una pandilla de reformistas que aprovecharon el impulso para perseguir el cultivo del opio, legalizar los sindicatos y establecer un salario mínimo para los trabajadores. Comunismo puro.

    Finalmente, para terminar la faena, porque estos tipos parecían tan peligrosos como insaciables, promovieron la igualdad de derechos para las mujeres, que llevaban viviendo en el ostracismo agropecuario desde los tiempos de Alejandro Magno y su esposa Roxana -la mujer afgana más famosa de la historia hasta que apareció aquella muchacha en la portada del National Geographic. Luego aprobaron leyes tan alarmantes para la mujer como la no obligatoriedad de usar el velo, el derecho a conducir libremente un vehículo o facilitar su acceso al mercado laboral y a los estudios universitarios. Unos rojos de mierda, ya digo.

    A los conservadores de dentro, y a los demócratas de fuera, no les pareció nada bien que este ejemplo reformista cuajara en Afganistán, así que hubo un contragolpe de Estado: tiros y arrestos, cárceles y venganzas, hasta que la Unión Soviética decidió intervenir en el asunto. Y se metió en el avispero. Los soldados de Brezhnev venían a poner orden en un país amigo, sí, pero también aprovecharon la refriega para avanzar posiciones geoestratégicas hacia el Golfo Pérsico. Una pandilla de pastores armados de kalashnikovs nada podían hacer contra el Ejército Rojo y sus vehículos blindados, así que la guerra parecía un paseo militar para los malos de la película. 

    A los americanos, este pifostio les pilló armando contrarrevolucionarios en las selvas de Centroamérica, donde sus muchachos asesinaban a cualquiera que pronunciara la expresión "reforma agraria" o  "justicia para los pobres". Y ahí, en ese pasmo, en esa duda militar, empieza La guerra de Charlie Wilson, que cuenta cómo un congresista mujeriego, vividor, sólo pendiente de los cabildeos de Washington y de los asuntos locales de su Texas natal, se cayó un día del caballo camino de Kabul y dedicó su fe democrática a dotar de armamento pesado a los muyahidines que resistían en las montañas.


    La película, por supuesto, es un pastiche propagandístico pensado para el pueblo norteamericano. El planteamiento del guión -irreconocible en Aaron Sorkin- es tan infantil, tan esquemático, que sonroja a cualquier espectador medianamente informado. Es todo tan estúpido y tan maniqueo que al final de la película, con los soviéticos ya en retirada, ningún personaje se para a pensar qué van a hacer ahora con los fanáticos muyahidines armados hasta los dientes. Es como si la realidad, tozuda, fuera por un lado, y la película, aunque basada en hechos reales, pareciera colgada de una nube de algodón.



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Conocimiento carnal

🌟🌟🌟

El problema de Conocimiento carnal es que ya no puede escandalizar a los hipersexualizados espectadores del siglo XXI. Hace cuarenta años la película levantaba erecciones, arrancaba grititos, encendía debates... Ahora sólo es una curiosidad antropológica sobre el cine liberal de los años setenta: el que asustaba a las viejas, el que atareaba a los censores, el que provocaba soponcios entre las amas de casa.



       Las conversaciones de Nicholson y Garfunkel sobre si sus novias universitarias se dejarán tocar las tetas por encima del jersey, provocan -oídas ahora, en la posmodernidad de lo pornográfico- casi la risa. Uno, que ya va para viejo, y que todavía vivió esos coletazos del puritanismo, se reconoce en las cuitas amatorias de los protagonistas. Éramos así de inocentes y de románticos. Unos caballeros andantes, comparados con la muchachada de hoy en día. Ahora pasas por delante de cualquier instituto y las “fases aproximativas” de Conocimiento carnal aquí son lecciones de la vida aprobadas en Educación Primaria. Los adolescentes contemporáneos están a diez mil años sexuales de aquellos mojigatos universitarios de los setenta. Y de nosotros, los cuarentones, que llegamos tan tarde a la revolución de las costumbres. 

           Luego, a partir de la media hora, la película deriva hacia aburridas escenas del matrimonio, con mucha discusión sobre si “ya no lo hacemos tanto como antes” o  “empecemos de nuevo con lo nuestro”. Nos sabemos de memoria los diálogos y las reacciones. Se nos desencajaría la quijada en un bostezo si no fuera porque ella, la mujer que discute con Nicholson, es Ann Margret. Su belleza es lo único intemporal que atesora la película. Y cuando hablo de su belleza, hablo de su belleza casi íntegra, en inusual acontecimiento de las películas antiguas.. Me costó encontrar a Ann en una película decente –aunque indecente-, pero cuando por fin lo hice, me fue regalada de una vez por todas, sin acercamientos progresivos. Porque en Conocimiento carnal hay, además de mucha verborrea, mucho carnal conocimiento. Pero no vayan ustedes a pensar: se atisba, más que se ve; se adivina, más que se calibra; se calcula, más que se examina. Hay que ver con qué habilidad se manejaba por entonces la sábana, la sombra, el montaje aguafiestoso. Ann Margret es el único escándalo que sobrevivió a la película. Su más firme legado. 



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