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El cartero (y Pablo Neruda)

🌟🌟🌟🌟

Con cuarenta años en el pasaporte, Mario, el pescador que en sus ratos libres hace de cartero a ver si liga algo más vestido de gorra y uniforme, está a punto de conformarse con la primera lugareña que acepte su exiguo patrimonio: una barquichuela para pescar y la covacha encalada que aún comparte con su padre. Mario es un soñador, un simplón, un analfabeto al que se le está pasando el arroz de la reproducción y los orgasmos vigorosos. Un buen tipo en verdad, un hombre atento y responsable, pero indetectable al radar de las mujeres, que rastrean otras zonas del cielo más cercanas a la belleza. Otras opciones genéticas en la oferta menguada del islote napolitano.

    Mario, como Dante, vive enamorado de Beatrice, la tabernera, la mujer más bella del villorrio, una morenaza volcánica que luce un cuerpo de mareo y una mirada de derretirse. Beatrice lleva años espantando moscones autóctonos y moscones foráneos que bajan de los ferrys. En parte porque los insectos no la interesan, tan zafios, tan sudorosos casi siempre, en esa isla sin agua corriente que abastecen los barcos cisterna. Y en parte, también, porque su madre, la dueña del negocio, la vigila atentamente, sabedora de que esa entrepierna es el anzuelo irresistible para pescar un marido de postín, un yerno de los que poder presumir en la misa del domingo.

    Cuando termina sus faenas pesqueras y sus trasiegos postales, Mario ronda la taberna, cruza miradas infructuosas con su amada... Pero Beatrice no le hace caso, y la madame le sirve los vinos dando un golpetazo de advertencia sobre la barra: vete de aquí, zarrapastroso. Así que no hay nada que hacer. Sólo esperar que otro afortunado se lleve el premio gordo de la Lotería. Pero el señor gordo de la Lotería, el poeta inmortal, le va a caer del Cielo a él. Pablo Neruda, el vate del amor, el tipo que saca un lapicero y las vuelve locas con un par de metáforas y un puñado de rimas asonantes, se ha establecido a pocos kilómetros del pueblo, peñas arriba. Y Mario tiene que llevarle el correo todos los días: los obsequios de los que le quieren y los requiebros de las que le aman. Mira que había sitios en Europa, en Italia, donde Pablo Neruda podía hacer estación en el vía crucis de su exilio, pero ha ido a caer justo en el pueblo de Mario Ruoppolo, que está cerca de Nápoles, a un brazo de mar, pero a mil jodidas millas del progreso y del mundo de los literatos.

    A mil jodidas millas metafóricas estaba también Mario de Beatrice, tan insignificante el uno, tan hermosa la otra, pero ninguna distancia es insalvable para la poesía mágica de don Pablo, que le prestará algunos versos a Mario para que vaya seduciéndola a la espera de que llegue la poesía propia: el rumor del mar, y el vértigo de los acantilados.  






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1984

🌟🌟🌟

En 1936, cargado de ideales y de cuadernos de escritura, George Orwell desembarcó en Barcelona para combatir al ejército de Franco en la Guerra Civil. Como otros intelectuales, Orwell sabía que nuestro conflicto sólo era el preámbulo de una guerra mayor que asolaría Europa poco después. El fascismo armado que hacía la guerra en España, con sus tanques blindados y sus bombardeos sobre la población civil, sólo estaba dando sus primeros zarpazos.

    Más socialista que comunista, Orwell combatió en las filas del POUM, que era un partido trotskista muy alejado de la órbita de Moscú. Un año después, con la guerra casi perdida, las izquierdas decidieron ajustar cuentas entre ellas y el Partido Comunista sometió a todas las demás por las buenas del mitin o por las malas del disparo. Orwell, desencantado, herido de guerra, amenazado de muerte por quienes habían sido sus compañeros de trinchera, comprendió que el nazismo y el sovietismo sólo eran aplicaciones distintas de un mismo empeño malsano. Es por eso que años después, cuando escribió 1984, imaginó un futuro distópico en el que las democracias occidentales volvían a sucumbir y una suerte de dictaduras nazisoviéticas, o sovienazis, dividían el globo en áreas de influencia para sostener una guerra interminable cuyo único objetivo era la guerra en sí misma.

    Cuando llegó el año real de 1984, mientras Maceda marcaba aquel gol histórico contra la RFA de Harald Schumacher y Carl Lewis volaba sobre la pista de Los Ángeles sin comunistas en lontananza, los politólogos, reunidos en sus ateneos y en sus claustros universitarios, proclamaron que Orwell había triunfado como novelista, pero fallado como futurólogo. Al menos a este lado del Telón de Acero. A diferencia de lo que auguraba la novela, las gentes de 1984 caminaban libres por las calles, follaban alegremente si tenían ocasión y aún no tenían al Gran Hermano en la programación nocturna de Tele 5. Había guerras, sí, pero en selvas muy lejanas, o en montañas muy desérticas, y siempre justificadas en los telediarios independientes. 1984, la película, rodada en el mismo año como homenaje a la novela, parecía una historia muy alejada en el tiempo: a veces del pasado muy remoto; a veces del futuro muy poco probable. Terrorífica pero inane. Una fábula moral como mucho. Nada que pudiera hacernos temer por nuestro modo de vida consolidado.


    Pero estos sabios, por supuesto, se equivocaban. El único pecado de Orwell es que no acertó con el tono de los tiempos, ni con el ladino camuflaje de las dictaduras. 




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El mercader de Venecia

🌟🌟🌟🌟

Llueve. Llueve por primera vez en meses, como si las nubes buscaran el tiempo perdido de Marcel Proust. Como si hubiesen aguantado con las vejigas llenas y ahora descargasen con toda la furia y todo el alivio. Llueve, y yo no puedo salir de esta habitación repleta de películas. Siento que las calorías del desayuno, del tentempié, de la comida, se repliegan hacia zonas interiores de mi organismo, donde se convertirán en grasa perjudicial, en adipocitos que se instalarán en esta cintura ya abarrotada, como veraneantes en las playas de Benidorm. Durante el verano, las calorías no se aventuraban más allá del músculo, porque yo estaba en plena guerra contra la gordura, y con la bici y las caminatas no les dejaba tomar posiciones y atrincherarse. Tan pronto me invadían, yo las quemaba con el lanzallamas de mi actividad. Pero ahora llueve, y estoy cansado, y tengo dolores psicosomáticos del trabajo, y yazco en esta cama entregado a la molicie de la tarde entera.


     Rebusco en la alineación de películas y encuentro la cara malhumorada de Al Pacino en El mercader de Venecia. El mercader Shylock, en la carátula, exige venganza por las injurias sufridas. Le han insultado, escupido, secuestrado a la bella hija. Y todo por prestar con dinero con interés, en un mundo de cristianos hipócritas. Qué habría qué hacer, entonces, con los usureros del siglo XXI, que ahora son los respetables banqueros y los trajeados economistas. Y muy cristianos además. Shylock apela al Dux de Venecia, y tiene enfilado con su cuchillo a Antonio el mercader. Su aciaga suerte ha encontrado un objeto donde descargar la frustración. En eso, al menos, ha encontrado un reposo. ¿Pero a quién habré de apelar yo en esta tarde sombría de mi encierro? ¿A quién echar la culpa de esta obesidad que ya siento aposentarse en silencio, como un manto de nieve pringosa? ¿Habré de quejarme a los dioses de la lluvia? ¿A los duendes del metabolismo? Mis enemigos no son los venecianos del siglo XVI, sino los fantasmas de la vida moderna.




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