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Conan, el bárbaro

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Antes de ser gobernador de California, Conan el bárbaro fue rey en Aquilonia. Pero la película no se centra en tales episodios gloriosos, sino en sus primeros pasos por el mundo de la política. Concretamente en cómo pasó de ser un huérfano muy parecido a Jorge Sanz a cargarse al rey de las serpientes en los parajes de Almería, y ganar renombre entre los habitantes de la Era Hiboria, al otro del océano y del tiempo.

Conan nació en Cimeria, que está muy cerca de Segovia, y pasó años musculándose como esclavo dando vueltas en una noria. Pero al contrario que los burros, él iba meditando, cavilando su ideología política para cuando un golpe de suerte le dejara libre por las estepas. Conan, por supuesto, es un neoliberal que predica el sálvese quién pueda y el acaparamiento de las riquezas, robándolas por la fuerza si hace falta. Y a quien proteste, un buen par de hostias si le pilla de buenas, o un mandoble de espada, si le pilla cabreado con la parienta o con un forúnculo en el culo. Y por encima de todas las cabezas, las cercenadas y las conservadas, el dios Crom desde su nube, que es otro dios de derechas como Dios manda, protector del abusón con musculitos o del mierdecilla armado hasta los dientes. 

Cuando Conan se aburrió de gobernar en Aquilonia porque estaban muy atrasados en lo tecnológico y además ya se había tirado a todas las cortesanas, no le costó nada adaptarse a su puesto de gobernador en California, para el que fue elegido, eso sí, democráticamente, dada su fama y su halo de invencible, y su casamiento con la sobrina de John Kennedy, otro héroe mitológico del que en esta película no se dice ni mu, pero al que siempre tenemos presente en nuestras oraciones.

En fin... Que me he puesto a ver “Conan el bárbaro” no sé muy buen por qué. Porque me aburría, y porque me picaba la curiosidad. Porque una vez, de adolescente, por influjo de un amigo conanólogo de León que se compraba todos los cómics y todas las novelas, yo también llegué a saberlo casi todo del personaje. Y quería, no sé, bañarme un poco en la nostalgia. Comprobar lo que recordaba y lo que no, casi cuarenta años después de mi etapa hibórea, tan flacucho entonces y con acné.





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Minority Report

🌟🌟🌟🌟🌟


Los precog de Minority Report son unos genios de la adivinación, unos mutantes de la neurona. Nada que ver con Rappel y su escuela de nigromantes. Pero los precog también son -vamos a decirlo todo- bastante limitados. Lo único que pueden ver en el futuro son los asesinatos. No sirven para acertar un quiniela, para adivinar si lloverá, para saber si finalmente fulanita me amará. No cuentes con ellos para saber si el gobierno agotará la legislatura, si la luz seguirá subiendo de precio, si la novela encontrará después de todo un editor... Para todo lo que no sea adivinar una muerte violenta, Ágatha y sus hermanos sólo son un adorno, una curiosidad científica. Y puede que también unos rehenes del Estado. Ellos mismos, las víctimas de un delito.

Sucede, además, que hay muchas formas de matar, diferentes al disparo o al apuñalamiento, y que ellos tampoco las sueñan en su piscina de los iones. Se puede matar de hambre, o cerrando un hospital, o reduciendo un presupuesto primordial. Se puede matar a disgustos, a insultos, a vejaciones. Se puede matar, simplemente, olvidando al pre-muerto. Y para toda esta panoplia de crímenes incruentos, ellos, los precog, están ahí como si oyesen llover.

Quiero decir que, después de todo, yo no soy tan distinto de los precog de la película. Yo también tengo una parcela de futuro donde las clavo casi todas, sin apenas equivocarme. Es la marcha del Real Madrid, concretamente su sección de fútbol masculina, donde quizá más por viejo que por perro, me las huelo todas con meses e incluso años de anticipación. No alcanzo, en mis profecías, el refinamiento de estos precog de Philip K. Dick,, que aciertan la hora exacta, y el lugar, y hasta concretan la escena con todo lujo de detalles. Lo mío, al no ser yo mutante, es mucho más modesto, más de aproximación en el diagnóstico, pero vamos: que si digo que fulano es una estafa de jugador, o se cae en el invierno de las alineaciones o en el verano a más tardar; y si digo que mengano es un pufo de entrenador, indigno de nuestro club, tarde o temprano lo acaban largando por la puerta chica. Y todo así. Y sin cables en la cabeza, ya ves tú.






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La vergüenza

🌟🌟

Me he quedado solo, y avergonzado, frente a La vergüenza de Ingmar Bergman. Avergonzado de mí mismo. Avergonzado de esta cinefilia impostada, de salón casero, de provincia alejada. Una cinefilia que sólo parece un invento para tirarme el rollo: una estrategia reproductiva disfrazada de gafas de pasta, y de estanterías con DVD. Una gran mentira, y una pérdida de tiempo. 

A veces no sé qué cojones hago por las noches, desplomado en mi sofá, programando películas que en el fondo no me interesan, o que me interesan lo justito. Lo mío -con matices, con el oropel justo para disfrazarlo de cultura- siempre fueron las risas chorras, las hostias como panes, las actrices de buen ver... Las persecuciones y los gángstes de Nueva York. Y las comedias de Azcona y Berlanga, claro. Tramas simplonas que mi cerebro pre-informático, con muy poquitos gigas de memoria, pueda entender sin grandes complicaciones.

La vergüenza -que a mí me ha parecido un truño, una kafkianada tan grande como la catedral de Praga, o de Estocolmo- resulta, para mi asombro, para mi humillación intelectual, que es materia de aclamación en los círculos cinéfilos: ¡un análisis magistral sobre el hombre y su pesar, la mujer y su carga, la humanidad y el vacío existencial! El drama modélico de un Ingmar Bergman en plena forma que nos regala otra genialidad, otra  disección profunda del alma humana. Pero sólo a quien tiene ojos para apreciarlo, claro, y oídos para comprenderlo. E inteligencia, para asimilarlo. Pues bueno. Cojonudo.

Así que aquí yazgo, medio listo y medio tonto, en el sofá incómodo y recalentado ya con los primeros calores. De nuevo en pantalones cortos, como un niño pequeño que echa de menos las explosiones y las persecuciones. Harto de Bergman. Harto de no comprenderle. Harto de vagar por la isla de Farö sin entender ni jota. Harto de la política nacional, de la marcha del Madrid, de la lentitud de la justicia... De este cansancio físico y mental que ya entrado mayo perturba mis ánimos.



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El exorcista

🌟🌟🌟🌟🌟

Diana, la lagarta de la serie “V”, se comió el ratón de Susanita el 2 de febrero de 1985, sábado por la tarde, en Televisión Española, que era la única tele que existía por entonces. Lo he buscado por internet, y coincide ciertamente con mi recuerdo. O con mi no-recuerdo, mejor dicho, porque yo, que había ido al cine con unos amigos, me lo perdí. Todo el mundo recuerda ese momento del asco supremo, de la sorpresa mayúscula. Es un momento generacional a la altura de la muerte de Chanquete, o del último episodio de Hombre rico, hombre pobre. Aquel efecto especial de la garganta que engullía el bicho -tan cutre visto ahora, pero tan acojonante, visto entonces- yo tuve que verlo después, en alguna reposición, reenganchando a la serie como el último de la fila. Pero no maldigo mi suerte, como decía el cantar. Cuando aquel sábado de mis doce añitos -ya casi trece- mis amigos y yo salimos del cine, y regresamos al barrio, y los hermanos y las amistades nos iban diciendo “¡La hostia, lo que os habéis perdido...!”, nosotros, con una sonrisa muy estúpida de superioridad, les respondíamos: “No... ¡Lo que os habéis perdido vosotros!”

Nosotros, el Oscar y el Antonio, el Omar y el Menda, en el cine Abella de León, habíamos visto a una niña poseída por el demonio que se metía un crucifijo por el coño, y le gritaba “¡Fóllame!” a un cura arrodillado ante su cama, y luego giraba el cuello 360º sin palmarla en el intento dislocado. Lo del alienígena y el ratón palidecía en comparación con aquello... Nosotros habíamos visto a una chavala que levitaba sobre su cama, que hablaba del revés, que escribía “Help me” sobre su propia piel para pedir ayuda al exterior. Habíamos visto al puto demonio, en sus ojos trastornados.

Nosotros habíamos ido a ver “El exorcista” en una reposición de película restaurada, con cuatro entradas gratis que mi padre nos facilitó. Mi padre, por cierto, no nos advirtió de nada, el muy capullo: sólo nos dijo que era una película cojonuda, un clásico imprescindible, y cuando a mitad de película -pantalla grande, sonido atronador, penumbra en la sala- ya estábamos todos acojonados, cagados de miedo, nadie quiso ser el gallina que tomara la iniciativa de largarse. Recuerdo -con mucha vergüenza- que en el momento culminante de la película, para exorcizar nuestro propio terror, los cuatro nos levantamos de la butaca para gritar al unísono con el padre Merrin: “¡El poder de Cristo te obliga!, ¡el poder de Cristo te obliga!”. Nosotros, que éramos alumnos en los Maristas, conocíamos bien la salmodia.






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La escafandra y la mariposa

🌟🌟🌟🌟🌟

Un segundo antes del colapso, Dominique Bauby era un hombre envidiable, redactor jefe de la revista Elle, triunfador de la vida y de las mujeres, desenfadado y guapo cuando conducía sus coches deportivos cerca de Montecarlo. Un segundo después del colapso, Dominique Bauby se convirtió en el personaje de cuento de terror: uno que alguien podría haber narrado en aquellas veladas góticas de Mary Shelley, donde nacían monstruos de la imaginación calenturienta.

    Tras sufrir un accidente cerebro-vascular, Dominique quedó cautivo de sí mismo, paralizado, incapaz de hablar, condenado a una existencia casi de coliflor con inteligencia agudísima. Las primeras escenas de La escafandra y la mariposa son perturbadoras, como puñetazos al estómago y a la conciencia. Pero también tienen algo de terapéutico, de cura de humildad, porque quitan las ganas de seguir compadeciéndose de uno mismo. Mis desdichas particulares palidecen ante la desgracia de este hombre que sólo conservaba un ojo para comunicarse con el mundo, un parpadeo para decir sí, dos parpadeos para decir no. Yo, al menos, en mi desventura personal, aún puedo sonreír, hablar, caminar, mantener erecciones interesantes…



    Y aún así, derrumbado, deseando morir en los primeros meses de su parálisis, Dominique, que era uno de los fuckers más solicitados de París, no puede impedir que el instinto aflore cuando sus logopedas se acercan para instruirle en un nuevo sistema de comunicación. Dominique las valora con su ojo intrigante, las sopesa como posibles amantes en el futuro imposible de su recuperación. Las desea con su cuerpo inmóvil, con su pene marchito, con sus manos crispadas para siempre… Dos segundos después, de regreso a la lucidez, siente la náusea renovada, el horror inconsolable de quien se sabe medio muerto en vida. Pero justo antes de sumergirse en la locura, Dominique descubre el refugio de su imaginación, donde puede amar libremente a todas las mujeres que desee, y seguir esquiando en los Alpes, y bersar de nuevo a sus hijos antes de acostarse…



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Los tres días del Cóndor

🌟🌟🌟🌟

Y aquí seguimos, igualitos, cuarenta años después de que el agente Cóndor descubriera el tomate. A vueltas con el petróleo y con Venezuela, y con el Golfo Pérsico, que son los temas sempiternos mientras tengamos coches de combustión y calefacciones de gasóleo. En España nos darán la matraca con Venezuela hasta que los rojos vuelvan a quedar cautivos y desarmados, pero de los demás países petrolíferos seguiremos hablando, me temo, durante décadas. 

En los años 70 los hombres soñaban con un siglo XXI de coches eléctricos recorriendo las carreteras y tal vez surcando los aires, igual que los androides de Philip K. Dick soñaban con un futuro ganadero de ovejas eléctricas. Los coches están aquí, en efecto, pero los mandamases todavía los tienen sujetos por la correa, y encerrados en la caseta, hasta que las prospecciones se vengan de vacío y los negocios busquen otros nidos donde asentarse y procrear.

    Ay, del agente Cóndor, si en vez de sacar a la luz una difusa red de intereses hubiera dado con los planos del coche eléctrico allá por 1975. Nos habríamos quedado sin película, sin huida, sin el polvo gratuito con Faye Dunaway, que está metido con calzador por aquello del romántico recreo, y de la política taquillera. A Cóndor no le hubieran perseguido estos cuatro chapuceros de la T.I.A. comandados por Max von Sydow, sino la CIA verdadera, que no suele dejar cabos sueltos, ni supervivientes que se escabullan. Los tres días del Cóndor se hubieran convertido en diez minutos escasos, y a Robert Redford no le habría dado tiempo a enamorar a las damiselas, ni a nosotros a conocer las Torres Gemelas por dentro, que es uno de los alicientes inesperados de la película. En otras películas borran digitalmente las Torres cuando aparecen en los paisajes urbanos de Nueva York. Pero aquí, en Los tres días del Cóndor, no se han atrevido a cercenar el infausto recuerdo, porque la película quedaría coja y absurda, y han decidido que es mejor resignarse a los viejos tiempos. Quién iba a sospechar que esas torres majestuosas donde la fingida CIA tiene su tapadera, y ordena la muerte de los sabelotodos como Cóndor, iban a ser derrumbadas por los hijos airados de las Guerras Petrolíferas, esas mismas que Sydney Pollack y sus guionistas denuncian y lamentan.



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El exorcista

🌟🌟🌟🌟🌟

En el momento de máximo pesar por la transformación de su hija en un demonio, Chris MacNeil trata de convencer al padre Karras para que practique un exorcismo en la gélida habitación.
- Le digo que esa cosa que está ahí arriba no es mi hija.

    Y es ahí, justo en ese momento, en la sexta o séptima vez que veo El exorcista desde aquella tarde aterradora de mi adolescencia, cuando comprendo que la película no va en realidad de la lucha del Bien contra el Mal. Del duelo personal entre el demonio Pazuzu y el padre Merrin, que se retaron como dos machotes en las excavaciones arqueológicas de Nínive. El exorcista, despojada de vómitos verdes y de crucifijos ensangrentados, sólo es una película sobre el tenebroso paso a la adolescencia: el retrato de cómo una niña angelical se transforma en un bicho malhablado y malencarado. Aquí dicen que es por culpa del demonio para convertirla en película de terror, pero todos sabemos que en realidad es por culpa de las hormonas, y que a esta niña, por alguna razón, le sientan mucho peor que a sus compañeras del instituto.

    El lamento de Chris MacNeil lo he pronunciado yo muchas veces en los últimos tiempos, cuando escucho a mi hijo adolescente trasteando en su habitación, también escaleras arriba, como en la película. A veces le oigo los tacos, y percibo las convulsiones, cuando escucha música sobre la cama con los auriculares puestos. El retoño no está poseído por ningún demonio -al menos eso espero- pero no es, desde luego, el mismo niño que era antes de la invasión hormonal. Es el Pitufo, sin duda, pero es otro ser. Ni mejor ni peor, pero distinto. 

    Mi hijo, al que quiero mucho, faltaría más, no habla castellano al revés, como hacía la niña Regan, pero sí tararea letras de rap a todas horas, que a mí me suenan a arameo, o a babilonio, alguna lengua muerta cuyo dominio entraría en los justificantes para practicar un exorcismo. No me gustan los curas en mi casa, pero puede que así lo arreglemos un poco, al chaval, que de tanto negar con la cabeza un día se va a dislocar las vértebras, y se va a quedar con la cabeza del revés, mirando la pared, en vez de la pantalla del móvil, o los muñequitos de la Play.




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Pelle el conquistador

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Allá por el siglo XIX, aunque ahora nos parezca mentira, los suecos salían de su país para ganarse el pan y las habichuelas, y no para tumbarse a la bartola en las cálidas playas del Mediterráneo. Sí, amigos míos, y queridas mías: aunque ahora nos cueste imaginarlo, Suecia también fue un país pobre, como ahora lo somos nosotros. Eficientes y serios, los suecos de entonces inauguraron un período de paz duradero con sus vecinos, y aplicaron las ventajas de la ciencia moderna para acabar con la viruela que aniquilaba a las gentes, y con las enfermedades que arrasaban con la patata. Víctimas de su propio éxito, el país sufrió un crecimiento demográfico que hubo que aliviar con la emigración masiva. La mayoría viajó a Estados Unidos, donde nació una próspera colonia que todavía hoy nos regala esas actrices bellísimas que nos parten el corazón y nos curan el hipo. Benditos sean por siempre sus antepasados, intrépidos cruzadores del Atlántico. 

Otros, los menos pudientes, cruzaron el estrecho para buscar trabajo en la vecina Dinamarca, por entonces más rica y menos poblada. Pelle el conquistador cuenta la historia de un padre y un hijo que sobreviven trabajando como esclavos en una granja de vacas. Es una historia bellísima que lleva un cuarto de siglo formando parte de mis películas favoritas. Recuerdo que en 1989, Pelle compitió con Mujeres al borde de un ataque de nervios por el Oscar a la Mejor Película Extranjera, y que aquí en España, antes de estrenarse, los críticos y los periodistas ya se reían mucho de ella, porque decían que era un dramón muy aburrido, una cosa lacrimógena que no podía compararse con la comedia disparatada de Pedro Almodóvar. Recuerdo que Pelle el conquistador se llevó el premio entre abucheos y sollozos del personal, a las tantas de la madrugada. Al día siguiente los telediarios abrieron con la nefasta noticia. ¡Injusticia!, clamaban los periódicos de izquierdas, simpatizantes de la movida madrileña y de sus discípulos más aventajados. ¡Pierde España!, pero pierde el maricón, titulaban los periódicos de derechas, con el corazón dividido entre el patrioterismo y la homofobia. Mucha gente, en acto de venganza, no fue a ver Pelle a los cines. Los que fueron, salieron a la calle disimulando las lágrimas y la emoción, para que no les tacharan de quintacolumnistas daneses camuflados en la retaguardia.




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Hannah y sus hermanas

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En Hannah y sus hermanas conviven dos tramas que tienen muy poco que ver. La historia central, la que trata propiamente de Hannah y sus hermanas, es el relato de tres neoyorkinas que se reúnen en los restaurantes y en los saraos de la familia para ponerse verdes las unas a las otras, y hablar sobre el cultivo insatisfactorio de sus espíritus. Quieren ser actrices, escritoras, fotógrafas, profesoras de universidad... Tirarse a los hombres más inteligentes de Manhattan y formar parte de los círculos exclusivos de la cultura. Pero siempre hay algo que se interpone en sus caminos: los maridos, los novios, la competencia feroz de otras mujeres. Es un drama familiar que me interesa más bien poco. Crónicas insulsas sobre burguesas de la vida resuelta, que se aburren infinitamente en su tiempo libre y no paran de dar la castaña con sus sueños artísticos. 

Me interesa mucho más la historia secundaria de Hannah y sus hermanas, la del mismo Woody Allen interpretando al exmarido hipocondríaco de Hannah. Quizá porque su drama médico es exactamente el mismo que yo viví hace unos años, cuando una sordera parcial del oído derecho suscitó la sospecha –luego descartada- de un tumor cerebral. Sus días de angustia antes de conocer el diagnóstico son el retrato fiel de la angustia que uno mismo vivió. De la angustia que otros seres muy cercanos han vivido en trances parecidos. Luego, para nuestra suerte, Woody se lanza a hacer comedia sobre el sentido de la vida, y embarca a su personaje en la búsqueda tragicómica de una religión que lo convenza de la existencia del más allá. Uno se ríe mucho con estas tribulaciones del escéptico que quiere creer en el catolicismo, en el judaísmo, en los preceptos básicos de los Hare Krishna, pero que al final lo descarta todo por falsario, por excesivamente optimista. Apesadumbrado ante la idea de la muerte, del vacío negro que allí espera a los ateos y a los descreídos, Mickey, cansado de dar vueltas por las calles, entra en un cine de Manhattan para distraer sus pensamientos. Proyectan Sopa de Ganso, y allí, refugiado en la oscuridad de su butaca, piensa:

“ Bueno, pues allí estaba yo, viendo aquella gente en la pantalla. La película empezó a interesarme.  Y entonces comencé a pensar otra cosa: ¿cómo se te ocurre matarte? ¿No te parece una estupidez? Fíjate en toda esa gente que está ahí arriba. Tienen mucha gracia. Incluso aunque lo peor sea cierto: ¿qué pasa si no existe Dios y nosotros sólo vivimos una vez y se acabó? ¿No te interesa, no te interesa, esta experiencia? Entonces me dije: ¡qué diablos! No todo es malo. Y pensé para mis adentros: ¿por qué no dejo de destrozar mi vida, buscando respuestas que jamás voy a encontrar, y me dedico a disfrutarla mientras dure?”.
      


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Vargtimmen

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Sonaba bien, Vargtimmen, la película de Ingmar Bergman que me tocaba ver en este sufrido y autoimpuesto ciclo. Sin tener ni idea de sueco, uno intuía resonancias vikingas, neblinosas, en esa palabra -Vargtimmen- consonántica y rasposa, que traducida al castellano, La hora del lobo, sonaba como un peligro acechante, como un miedo que se adensa, como una inquietud que se agazapa en los paisajes helados de los nórdicos.

Johan Borg y su esposa Alma viven un retiro -que suponemos temporal- en una apartada isla del (suponemos también) mar Báltico. Johan es un pintor que busca la inspiración, el respiro, el silencio de los humanos que le permita escuchar el susurro de las musas, tan vital y escurridizo. Su mujer, embarazada, le acompaña en la aventura con cara de resignación. Se ve que está muy enamorada de su hombre, y que el amor está por encima del fastidio cotidiano de no disponer de luz, ni de teléfono, ni de servicios médicos, allá en la isla remota a la que sólo llega una barquichuela a motor que les trae las provisiones y los enseres.

Los primeros días de retiro transcurren felices. Él pinta; ella cocina; ellos follan. Luce el sol, cantan los pájaros, y el manzano del huerto produce una cosecha histórica de frutos jugosos. La isla de Vargtimmen, en estos inicios de la película, es un jardín del Edén escandinavo que recuerda mucho al Paraíso que disfrutaron Adán y Eva en las tierras más cálidas de Mesopotamia, miles de años antes, hasta que apareció la serpiente enroscada en el árbol que todo lo jodió. Si en el Génesis todo se venía abajo en el capítulo 3, aquí, en Vargtimmen, Bergman -que viene a ser una serpiente maléfica que oscurece el discurso y confunde a sus personajes- lo jode todo a los veinte minutos de convivencia.

Mientras Johan vaga por la isla en busca de motivos pictóricos, Alma recibe la visita de una anciana que dice tener 216 años, y que le chiva el escondite secreto donde su marido, cada vez más taciturno y distante,  guarda un diario al parecer muy revelador y muy trágico. Uno tendría que haber dejado la película justo ahí, en plena aparición del espectro, porque el rollo de Bergman es una bola de nieve que empieza siendo un detalle y acaba convirtiéndose en una gigantesca desgracia que todo lo arrastra y todo lo ensucia.  Ha sucedido tantas veces... Pero uno, siempre tan responsable con su cinefilia, decide tirar para delante, y confiar en que esta vez escampará tras la tormenta. Craso error. La isla se puebla de seres extraños que uno ya no sabe si son vecinos majaretas o fantasmas convocados por la locura del pintor... Sin tele y sin cerveza, von Sydow pierde la cabeza...

Se vuelve imposible, para un espectador de mediana inteligencia como la mía, distinguir lo que es real o soñado en Vargtimmen, lo que es paranoia o peligro real. Lo que es narración o simbolismo, arte supremo o cultísima tomadura de pelo. Al final, uno se va a la cama con la impresión de haber visto otra vez la película de Kubrick, pero en blanco y negro, y con más suecos, y con más preguntas abandonadas en el aire...





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Los comulgantes

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Quien esto escribe dejó de escuchar la voz de Dios hace mucho tiempo. A los diez años tuve que elegir entre la misa dominical y el "Tiempo y marca" en el UHF, y no me lo pensé. Dios es redondo, y está hecho de cuero...

Así que entiendo muy bien esta crisis espiritual del pastor Tomas Ericsson. Porque uno, además, siempre ha sospechado que son muchos los sacerdotes descreídos por completo de su fe. Cuando estos pobres muchachos son ordenados en solemne sacramento, se les hace entrega de una caja que guarda el secreto de la Suprema Existencia, envuelto en mil celofanes de encíclicas y teologías. Pero tarde o temprano, los más dubitativos, los que sintieron la llamada de Dios una mañana tonta y nunca más volvieron a escucharla, les da por mirar dentro y no encuentran nada. 

Quién creería, además, viviendo en Estocolmo, o en Malmoe, en un dios adusto de barba blanca que nos vigila desde una nube, teniendo alrededor, en cualquier dirección que reposes la mirada, un ejército terrestre de hijas de Odín, y de hermanas de Thor, que se codean contigo en cada trámite de la vida, carnales y próximas, tan poco metafísicas que hasta puedes tocarlas y oler su perfume. 

El silencio de Dios entre los suecos es un hecho que damos ya por descontado. Lo importante de Los comulgantes no reside en este drama. Ni tampoco en ese gélido amorío que viven el pastor luterano y la maestra rural enamorada de él sin esperanzas. Nadie podrá sustituir a la fallecida esposa del predicador, que al parecer lo volvía loquito en la cama, y le tenía tan feliz que no necesitaba plantearse la existencia de su Creador.  Lo que me interesa de Los comulgantes es la tragedia cotidiana de quien se levanta todas las mañanas para ir a trabajar pero ya no cree realmente en su trabajo. De quien vive de predicar la palabra de Dios, o la palabra de la ciencia, y sin embargo hace ya tiempo que dejó de creerse sus propios discursos. Pienso en los sacerdotes sin fe, sí, pero también en los pedagogos que han comprendido el poder irrebatible de la genética; en los adivinos que han descubierto que lo suyo sólo son chiripas afortunadas; en los psiquiatras que han comprendido que sólo la exactitud de una medicación pueden curar a sus enfermos de la locura. Pienso en la miseria cotidiana de esta gente, escéptica del oficio, que una vez creyeron sustentado sobre firmes verdades, y que ahora fingen su convicción para seguir pagando las facturas, y llenando los platos de comida. 






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El manantial de la doncella

🌟🌟🌟🌟

Sigo viendo las viejas películas de Ingmar Bergman. Esta vez le ha tocado el turno a El manantial de la doncella,  película ya vista en algún tiempo lejano, pero de la que sólo recordaba a la doncella en si, tumbada sobre la hojarasca. Ocurre que muchas veces no recordamos los pormenores de una película y, sin embargo, algo en nuestro interior resuena con alegría o con desagrado cuando escuchamos su título, como si codificada en tales palabras se preservara la significancia de los fotogramas  que luego nuestro cerebro traspapela y olvida.
             (spoiler)
            Es una película bonita, El manantial de la doncella. Y brutal. La escena de la violación es de un sadismo insospechado en una película que tiene más de medio siglo de vida. Impresionan esos planos de la doncella ya cádaver, tendida en el bosque mientras comienzan a caer los copos de nieve, con el cuello torcido, los ojos entreabiertos, el blanco camisón alzado hasta los muslos. Hay una belleza terrorífica en esa imagen, como de cuento macabro de hadas. Cuesta quitarla de los ojos cuando la película ya ha terminado. Lo demás, seguramente, perdurará apenas unos meses en los armarios del recuerdo. Esto no. 




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