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¡Qué verde era mi valle!

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Ni el valle es verde ni el cabello de Maureen O´Hara es pelirrojo. ¿Una estafa? Pues no: sucede que la película está rodada en blanco y negro y que los colores los tenemos que imaginar. Todos menos el gris de los cielos, y el negro del carbón, que serían los mismos en colorines. ¿Sería correcto colorear la película como proponía el archimalvado de Ted Turner? Mira...: al próximo que vuelva a insinuarlo lo metemos en el ascensor de la mina y lo dejamos a mil metros de profundidad hasta que rectifique su taradez.

Lo de que el valle no sea verde lo puedo perdonar; lo del cabello ceniciento de Maureen O’Hara ya no tanto. Yo también estoy enamorado de Angharad -no te jode- y no me gusta verla con el cabello apagado mientras ese pastor protestante la disfruta en Technicolor. Para él la explosión de la naturaleza y para mí la sombra en la caverna de Platón. No lo veo justo. 

Por lo demás, “¡Qué verde era mi valle!” es una película estimable, cojonuda, aunque no tanto como aseguran los johnfordianos. Hay cosas que conmueven y otras que ya producen un poco de rubor. Pero va, venga, peccata minuta.. Lo más fascinante -aparte de la belleza de Maureen O`Hara, a la que hoy no dudo en proclamar la mujer de mi vida- es esa manera de narrar que tenía John Ford. ¡Es la economía, estúpido!: contar cosas muy complejas en apenas tres planos encadenados, sin necesidad de rodar cosas dislocadas ni de acuchillarlas luego en el montaje.

La sangre de los mineros es roja como la bandera de la revolución, y aunque en la película parezca tinta de calamar, nos indigna del mismo modo al derramarse. El patriarca de los Morgan clama indignado: “¡Socialismo!”, cuando sus hijos le explican que van a montar un sindicato para protestar por el sueldo de mierda y por las condiciones indignas de seguridad. Pero el patriarca de los Morgan es un tipo muy simple que identifica el color rojo con el diablo. El tonto útil de los curas... Te pasas toda la película deseándole lo peor, aunque John Ford trate de vendernos su bonhomía. Pero al final llega el karma, o el mismísimo diablo, a poner un poco de calma en nuestros corazones.







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El hombre tranquilo

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En el recibidor de mi casa -donde casi nunca recibo a nadie- tengo colgado este póster evocador de El hombre tranquilo. Está puesto ahí para topármelo cada mañana mientras me pongo el abrigo o el chubasquero, o la visera contra el calor. Un lugar estratégico. Una vez pensé: me servirá de filtro para las innúmeras mujeres que pasen por aquí. La que se pare ante el grabado y tiemble de la emoción será la Mujer Elegida. Pero ya digo que es un recibidor con pocos receptores, muy particular, como el patio de mi casa, que tampoco tengo.

"El hombre tranquilo" es mucho más que la película de mi vida: es el sueño de mi vida. Es el paisaje verde, la pelirroja ardiente, la lejanía de los coches... El retiro a la vez sexual, monacal y agropecuario. Y lo sueña alguien, ojo, que jamás ha viajado a Irlanda, ni sabría cultivar un tomate o una lechuga. Que una vez conoció a una mujer de la estirpe de Maureen O’Hara y resultó ser, por los adentros, de la estirpe de Belcebú. O sea: nada. Por eso el cartel es un sueño: porque es un imposible vital, una oportunidad perdida, pero también una sonrisa cada mañana.

Hoy, mientras me colocaba el tabardo y Eddie -él sí- se trabajaba mi pierna ansioso por salir, en la radio matinal, por el pinganillo, publicitaron un viaje a Irlanda justo cuando yo fijaba la mirada en Sean Thornton y Mary Kate Danaher. Y pensé: un hombre aventurero, valiente, cansado realmente de su monotonía, no se lo hubiera pensado dos veces porque hay coincidencias que marcan un destino y lo hacen irreversible. Ese hombre  hubiera llamado al colegio para decir que no, que se acabó, que se iba a Irlanda ya mismo, vía Madrid o Barcelona, a probar suerte en Innisfree. Y a tomar por el culo todo, y todos. Y que cómo se hace, por favor, para pedir una excedencia voluntaria y dejar de cobrar la nómina fija y el sexenio adelgazado.

Pero este otro tipo, el Alvaro verdadero que yo soy, simplemente sonrió, se encogió de hombros y salió a la calle preguntándose cómo era posible que hoy fuera lunes si ayer mismo era viernes, sin sábado ni domingo que recordar.




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El hombre tranquilo

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Todavía no he renunciado a vivir en Innisfree, o en algún sitio parecido, cuando la madeja de mi vida se vaya desenredando. Retirarme de los golpes del destino como Sean Thornton se retiró de los golpes del boxeo, y encontrar la paz en un pueblo apartado, a un solo paso de la civilización necesaria, pero tan lejos que haya más senderos que carreteras, más árboles que semáforos, más huertos que supermercados. Soltar al perrete y que pueda correr libre, persiguiendo gatos reales o imaginados. Y yo, unos pasos por detrás, poder ir distraído sin correr peligro, como cantaba Serrat en su manojo de sueños, alternando el iPod con el ruido del viento, y el silencio de los campos. Vivir en una casa sin vecinos, como las que dibujábamos en el parvulario, con su puerta, sus dos ventanas y su chimenea exhalando humo en el invierno. Y un par de flores en el balcón, y un huerto aledaño donde plantar tomates y lechugas para hacer ensaladas. Saludar cada mañana a los vecinos que nunca verán Movistar +, ni sabrán nada de este blog, pero que un día me regalarán un calabacín, y otro me arreglarán un enchufe, y otro me cogerán el pan del panadero, y rechazarán con una sonrisa lo único que yo puedo ofrecer, que son los libros que nunca leerán, o las películas que jamás pondrán en su televisor. Visitar de vez en cuando la taberna para beber unas cañas de las grandes, o unos vinos de la tierra, y demostrar que yo me crié en un arrabal donde también se decían muchos tacos y se hablaba mucho de fútbol, y de mujeres, y de los políticos que ensucian los telediarios.

    Salir una mañana de sábado a pasear, con el aire húmedo de la última lluvia, y descubrir a Maureen O´Hara conduciendo su rebaño de ovejas, o leyendo un libro a la orilla del río. Quedarme paralizado, boquiabierto, traspasado por el rayo. El perrete a dos pasos, interrogándome con sus orejas enhiestas, y su pata a medio levantar, sin saber que yo ya vivo instalado en otra vida, junto a ella, antes incluso de saludarla, de acercarme con las piernas temblorosas, en el cumplimento exacto de lo que se cuenta en El hombre tranquilo, que es una película que yo vi de adolescente sin saber que un día se convertiría en mi sueño de madurez.



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The Duke of Burgundy

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De amantes que se alejan del mundanal ruido, se construyen su propio búnker, y se entregan fogosamente hasta que el cuerpo aguante -o hasta que el espíritu desfallezca- está la historia del cine llena. Misántropos vocacionales, o transitorios, que ya no conciben más compañía que su pareja, y quedan ciegos a lo que no sea su cuerpo, y sordos a lo que no sean sus palabras. Algunos de estos enajenados se van literalmente al quinto pino a vivir su arrebato, como Supermán y Lois Lane en la Fortaleza de la Soledad, o Jeremiah Johnson y su mujer india en las Montañas Rocosas.  Otros, como John Wayne y Maureen O´Hara en El hombre tranquilo, construyen su cabaña a la distancia justa de la civilización: ni muy lejos, para bajar a comprar pan los domingos, ni muy cerca, para que no se escuchen los homéricos orgasmos que rasgan la paz de los praderíos. Otros, como Antoine y Mathilde en El marido de la peluquera, instalan su castillo de amor en medio del pueblo, y atienden su negocio con una sonrisa de cordialidad, pero en realidad sólo fingen un interés educado. Ellos nunca ven la hora de despedir al último cliente, echar el cierre, apagar las luces y quedarse a solas entre los afeites y las colonias.


    En The Duke of Burgundy, Cynthia y Evelyn son dos mujeres que viven su loca entrega en una mansión victoriana, en una época indefinida. Y en una película muy rara, que a veces induce al sueño mortal y otras veces regala momentos de absoluta belleza.  
   
    Durante el día, porque de algo hay que comer, las dos amantes transitan por el mundo disfrazadas de entomólogas, y acuden a conferencias y a simposios, y allí disertan sobre las diferencias morfológicas entre la mariposa de tal y la mariposa de cual. Pero luego, por la noche, despojadas de sus disfraces y revestidas para el amor con ropajes muy sexys, -y hasta muy dominátricos- su único interés científico y romántico es la mujer que susurra, que besa, que se desahoga al otro lado de la almohada. El vínculo que une a estas dos damiselas es un juego muy extraño, difícil de desentrañar para el mirón no iniciado en el misterio. Una fantasía erótica a medio camino entre la dominación y la sumisión, entre la realidad y el teatro. Allá cada cual, con sus placeres.



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Jimmy's Hall

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En Irlanda, en los años 30, James Gralton es un comunista peligroso que acaba de regresar de su exilio en Nueva York. Allí ha participado en varias movidas sindicalistas, en varias protestas de trabajadores explotados, pero los años, y el cansancio, y la derrota continua del izquierdismo militante, han ido minando sus energías. Ahora, de vuelta en la verde Erín, sólo quiere dedicarse a su granja, a sus amigos, a disfrutar de las pequeñas cosas. Como Sean Thornton en El hombre tranquilo, ya solo quiere casarse con una pelirroja de fuegos uterinos y vivir feliz en una cabaña algo alejada de la aldea, donde no lleguen los gritos nocturnos de pasión.

            El problema de James Gralton -Jimmy para los amigos- es que su amada es más rubia que otra cosa, y no tiene ni punto de comparación con Maureen O’Hara. Además, porque la espera se le hizo larga y tediosa, ya vive casada con un mostrenco del terruño. Sin casa de putas donde desfogar su libido, porque la aldea vive bajo la puntillosa vigilancia de su señor cura y de su señor fascista –que visitan de incógnito a las prostitutas de Belfast-, Jimmy, cumpliendo la sublimación de los instintos que enseñara Sigmund Freud, volverá a las andadas del comunismo. O sea, lo normal en un revolucionario: por las mañanas, antes de desayunar, recibirá al demonio en sus aposentos; más tarde, con el primer picor de huevos, violará a dos monjas que pasaban por allí; después de comer quemará una iglesia y un convento para no perder la práctica revolucionaria; y al final del día, después de haber cumplido con su agenda laboral, regentará el Jimmy’s Hall que sirve de título a esta película, una especie de Institución Libre de Enseñanza donde las buenas gentes del pueblo, cansadas ya de leer las cartas de San Pablo a los Tesalonicenses, se juntarán a leer poesía, a discutir de filosofía, a practicar la bricomanía y el arte del bordado. Y lo más importante de todo: a bailar el jazz, esa música de “lúbricos cimbreos” que Jimmy, el muy cerdo, el muy rojo, se ha traído de Nueva York importada en una gramola.

          Esto es, grosso modo, sin desvelar spoilers que además son hechos muy reales y muy dolientes, Jimmy’s Hall, la última película de Ken Loach. Su enésima denuncia del poder de los caciques, de la represión de la Iglesia. Sus películas –hay que confesarlo- se han vuelto tediosas y previsibles, pero uno las sigue viendo porque son de sagrado cumplimiento en la agenda de cualquier ateo bolchevique. 


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