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Tropic Thunder

🌟🌟🌟🌟


Hace un par de semanas, T. no paraba de reírse mientras veíamos a Tom Cruise evangelizando a los hombres asustados en “Magnolia”. “Seduce and destroy...”. Luego, al final de la película, su personaje se quitaba la máscara de gilipollas y se desmoronaba ante la muerte de su padre. Porque Tom será muchas cosas -un cienciólogo risible, y un canijo vanidoso- pero cuando trabaja en una buena historia es un actor tan bueno como el que más. Un actor como la copa de un pino, o como la copa de una secuoya, allá en California.

T. no conocía esa versión tan... cachonda de Tom Cruise, tan deslenguada y procaz, como de poligonero buenorro. Incluso en su versión de Ligón Oficial del Reino, él siempre tuvo ese aire de niño bueno y repeinado, quizá un tanto picaruelo en su sonrisa de seductor. Peccata minuta si alguna señora soñaba con tenerlo de yerno y exponerlo con orgullo ante las amistades. Ellas, por supuesto, no sospechan que tras la sonrisilla de un hombre -de cualquier hombre- suele esconderse una imaginación pornoerótica de alto contenido emocional.

Ayer, no sé por qué, mientras paseaba con el perrete, recordé que había otra película en la que Tom Cruise se ponía a hacer el idiota con una gracia de truhan desacomplejado. Una idiotez todavía mayor que en “Magnolia”, supina, de premio Oscar de la Idiotez. La película era “Tropic Thunder” y de repente me entraron unas ganas terribles de verla. Es verano, hace calor, y el trópico parecía un buen lugar para relajar la mirada y aflojar la mandíbula con una risotada.

Y jodó, que si mi reí... Con un poco de culpabilidad, eso sí, porque la película es una tontería prona, o una tontería supina, que nunca he sabido distinguirlas. Una majadería. ¡Pero qué majadería! Actores de postín haciendo el majadero como auténticos profesionales: el Downey, y el McConaughey, y el Jack Black ese, que se cayó de chaval en la marmita de la majadería. Y Tom, majadereando como ninguno, sin perder ritmo ni comba.





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El lobo de Wall Street

🌟🌟🌟🌟🌟


Aunque “El lobo de Wall Street” fuera una mierda de película yo le hubiera puesto igualmente las cinco estrellas. Hay cosas que están por encima del cine, del arte, de la vida incluso. Hay que santiguarse cuando uno ve atisbos del Cielo, pruebas irrefutables de que los dioses, aunque vivan escondidos en los misterios de la física, velan realmente por nosotros.  Esos dos segundos de Margot Robbie apoyada como Dios la trajo al mundo en el quicio de la puerta -des-quiciando al ya de por sí no muy centrado Jordan Belfort- valen, qué se yo, por las tres horas completas de la película. Valen por todas las películas infumables que he visto en los últimos tiempos, obligado, o confundido, o simplemente acuciado por este blog tan desconocido como hambriento. La visión de Margot Robbie vale por una vida entera dedicada a esta jodienda de la cinefilia: horas y horas planchando sofás con el culo, y butacas de cine, desde que tengo memoria de ser yo. Perdónenme la simpleza, la chimpancería, pero Margot Robbie, desnuda, mostrando a su amante el camino del dormitorio, es un milagro de la carne que trasciende la carne misma, y llega a transustanciar el láser del DVD en rayo divino que obra el milagro. Si los católicos cimentan su fe en las apariciones de la Virgen, nosotros, los ateos, para sostener nuestra fe, necesitamos las desnudeces de Margot Robbie y de otras actrices tan guapas como ella.

Como luego, además, “El lobo de Wall Street” es una obra maestra que nunca pasará de moda porque su continente es irreprochable, y su contenido -la avaricia humana- universal, vivo en la duda de si colocar por primera vez seis estrellas como seis soles de la primavera: cinco por don Martin y don Leonardo, y uno por la virgen laica que me sulibeya. No sé. Luego lo pienso en frío y siento remordimientos de bolchevique. Porque es cierto que la película dura tres horas, y que uno desearía que durase tres horas más para conocer la vida posterior de Jordan Belfort, o saber qué fue de aquel tiburón trajeado que le explicó las claves del negocio de robar. Y es entonces, a punto de caer ya en la fascinación idiota, en el síndrome de Estocolmo, cuando uno comprende que estos tipos son los verdaderos criminales del mundo. Los traficantes del humo financiero. Los verdaderos devoradores de planetas, como el Galactus de los cómics. Son ellos los que despellejan a los incautos, roban a los pobres, chantajean a los gobiernos y convierten en miseria nuestra condición ya de por sí miserable. El montón de mierda con el que Martin Scorsese erigió esta película sin igual.





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The Gentlemen


🌟🌟🌟

No he fumado un porro en mi vida. Pero ya tengo ganas, la verdad. He estado a punto dos veces, en las tonterías del amor, para hacerlo más tonto todavía, o más excitante, pero a ver quién tiene huevos ahora, de salir a la calle, al trapicheo, con el billete enrollado entre los dedos, y la china oculta en la palma de la mano. ¿Cuánto sería eso, en múltiplos de 600 euros, que es ahora como se miden las inconsecuencias ciudadanas, o los caprichos de quienes multan? Así que nada, lo dejaré para un tercer antojo del romanticismo, cuando el porro de la realidad se haya disuelto en la atmósfera, y el mundo vuelva a ser lo que era, con toda su crudeza de cabeza despejada. Lo de ahora es trágico, o tragicómico, y por sí mismo, ya sólo con respirar el aire, parece igualico que el mal viaje de una calada, que yo nunca he fumado, ya digo, pero sé de lo que hablo, porque tengo amigos que a veces me dejan inhalar el humo que les sobra.



    The Gentlemen es la historia de un traficante de marihuana, Michael Pearson, que quiere vender su lucrativo imperio porque ya no está en edad de pegar tiros, ni de evitarlos, y sueña con un retiro lejos de las islas Británicas, donde siempre luzca el sol y su mujer ande todo el día en bikini, o desnuda. Mickey recibe varias ofertas, pero ninguna le satisface, y los compradores, impacientes, deciden optar por el plan B y arrebatarle el negocio a tiro limpio, como en la época clásica de los gángsters, donde nadie llegaba a la categoría de gentlemen por una simple cuestión de selección natural entre asesinos.

   Todo esto, claro, sucede antes del coronavirus, en la Inglaterra del año 1 a. de C., donde los matones van sin mascarilla y no respetan la distancia social para repartirse unas buenas hostias. Supongo que ahora el negocio de Mickey valdrá diez veces más, o cien, porque la demanda de porros se ha multiplicado, las furgonetas siguen circulando, y hay gente que los necesita más que yo, que sólo bromeo, y está dispuesta a correr riesgos para relajar la tensión, echarse unas risas tontas, y olvidar por un rato que todo esto es una gran puta mierda que se cuela por las ventanas, cuando ventilas.



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True Detective. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Es opinión generalizada que el último episodio de True Detective, el que narra la resolución definitiva del caso, no está a la altura de los siete anteriores. Como un orgasmo muy anhelado que al final explotara con la pólvora algo mojada.

    Circulan varias teorías por los foros, y por las tertulias del café, pero la única cierta es que llegados a esas alturas del drama, después de haber navegado por los siete pantanos del Mal, ya nos daba un poco igual la identidad del asesino. Las buenas series policiacas -como las buenas novelas del género- no lo son porque su trama nos mantenga en vilo manejando pistas falsas y pistas verdaderas, sino porque en algún momento determinado la identidad del asesino se convierte en un mcguffin de los que hablaba Alfred Hitchcock. Lo que realmente nos cautiva es la personalidad del detective que se afana en las deducciones, un tipo que suele ser de inteligencia compleja, costumbres depresivas y comentarios vitriólicos.

    Los artefactos ingeniosos nos entretienen, nos causan admiración, pero al poco tiempo los olvidamos o los enredamos en la memoria con otros muy parecidos. Diez años después de leer Los hombres que amaban a las mujeres, poca gente recuerda ya el intringulís criminal de la novela, pero de Lisbeth Salander nos sabemos su biografía como si fuera una señorita habitual de las revistas de cotilleos. Yo leía las novelas de Pepe Carvalho por saber más de Pepe Carvalho, de su filosofía particular, del mismo modo que leía las novelas de Conan Doyle fascinado por la personalidad de Sherlock Holmes, o veía House, que era una serie de mierda, porque había un sabueso de enfermedades que cada vez que hablaba sentaba cátedra o me hacía reír. True Detective empieza con un crimen y termina con la detención del criminal, pero entremedias hay dos detectives que van dando bandazos en sus vidas personales, uno asceta y filósofo, y el otro pichabrava y terrenal. Son sus vidas en decadencia las que finalmente sostienen esta serie ejemplar. La crisis de la edad y de las certezas. La corrupción progresiva de sus sueños.





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Interstellar

🌟🌟🌟🌟

¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir gravedad cuántica? Así rezaba el título original de la película, con el que se trabajó durante el rodaje e incluso en las primeras fases de la postproducción. Pero a última hora, tal vez para ganarse al público que no entiende los libros de Stephen Hawking, o que podía confundirla con una película francesa sobre la gravedad existencial, Christopher Nolan decidió titular a su película Interstellar, que anticipa aventuras en el espacio, y exploraciones entre galaxias. Y haberlas haylas, desde luego, y muy lejanas, arriesgadísimas, con la nave Endurance visitando planetas improbables y bordeando agujeros negros para ganar impulso y ahorrar combustible. Pero es un título que tiene algo de engañoso, porque la película no habla realmente sobre el futuro extraplanetario de la humanidad, ni quiere ser una parábola sobre nuestro destino como especie, con esos guiños hiperespaciales a las desventuras del astronauta Bowman en 2001. El tema nuclear de Interstellar es el amor que une a los padres con los hijos, un vínculo que uno, que también es padre, pero que asumió hace tiempo los postulados del materialismo dialéctico, siempre ha tenido por estrictamente biológico, genético, aunque adopte formas muy elevadas y nos arranque las tripas con sentimientos inaprensibles de pena o de alegría.



    Interstellar es, en estas filosofías, una película dubitativa. El personaje de Anne Hathaway, arrebatada en un trance mayúsculo, afirma que el amor es un sentimiento que traspasa las dimensiones del espacio y del tiempo, como dando a entender que es algo metafísico que no está hecho de protones, ni de energía, algo que no guarda relación con la física de los ateos recalcitrantes. En esto la película se pone del lado de la teorías espirituales y contenta más o menos a la mitad de la platea. Pero luego, en otro diálogo, la película hace como que recula, como que se arrepiente, y lanza la teoría de que el amor, como fuerza atractiva que es, puede ser una manifestación muy particular de la fuerza gravitatoria, que al parecer es la única de las conocidas que navega sin problema por las dimensiones que nos contienen y nos rodean. ¿Es el amor una interpretación cerebral de los gravitones que emite la persona amada? He ahí la peliaguda cuestión, que al final, por supuesto, queda sin responder.




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Lone Star

🌟🌟🌟

Llevamos tantos años viendo ficciones de americanos que se aman y se odian en los parajes de su patria inabarcable, que sus geografías se nos han vuelto familiares, casi como de casa, y vamos aterrizando en ellas como quien llevara viajando allí toda la vida, dos o tres veces por semana.

    Por Texas, en concreto, que es el estado de la estrella solitaria, uno hace memoria de sus visitas y se acuerda de Harry Dean Stanton vagando amnésico por el desierto en París, Texas; de Javier Bardem perpetrando el mal absoluto en No es país para viejos: de James Dean volviéndose loco tras extraer su primer petróleo en Gigante; de Montgomery Clift y John Wayne guiando ganados hacia Abilene en Río Rojo. De J.R., también, haciendo de las suyas en Dallas, en ese recuerdo borroso y culebrónico de mi infancia en blanco y negro. De John Wayne, otra vez, pereciendo junto a sus compañeros en la defensa heroica de El Álamo

    De la geografía de Texas, de su historia, de sus gentes, de sus recursos económicos incluso, sabe uno más que de La Rioja, o de Murcia, o del Bajo Aragón, que son regiones tan cercanas como ignotas que nunca salen en las películas, pero que también tienen su idiosincrasia, y su crisol de culturas, y sus mil batallas por el territorio, y uno siente vergüenza por tal desapego, y tal alienación por los motivos del Imperio.


    Lone Star es una película tejana al cien por cien. Salen sheriffs de sombrero tejano -valga la redundancia-, mexicanos que trabajan en el subempleo y espaldas mojadas que baten records de atletismo no homologados perseguidos por las patrullas fronterizas. En este paisaje, y en este paisanaje, tendrá que desenvolverse el sheriff Sam Deeds para resolver la desaparición de otro sheriff anterior, el violento Charlie Wade, al que nadie echa de menos, pero al que todo el mundo quiere olvidar, y dejar que su cadáver enterrado en el desierto se deshidrate tan ricamente. Pero Sam, aunque entiende las razones de la omertá, no puede esquivar el asunto porque el principal sospechoso del asesinato es su propio padre, el también ex-sheriff Buddy Deeds, que además es héroe local, y busto de piedra en la plaza principal. Lo que se dice un conflicto de intereses. 

    Y el amor, claro, que ronda por allí, en los recesos de la investigación...




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Dazed and confused (Movida del 76)

🌟🌟🌟

Dazed and confused. Aturdidos y confusos. Por no decir bebidos y fumados. Así van los chavales y las chavalas del instituto. Parece que no ha pasado el tiempo desde mayo de 1976 porque ahora se llevan los cabellos más cortos, y los pantalones más holgados, pero los adolescentes que yo veo en mi villorrio, celebrando el último día del curso, se parecen mucho a estos que montaban sus movidas en Dazed and Confused. Ellos también se entregan con fervor al primer día del verano. Fogosos y hormonados; alegres y sin rumbo. Ellos también se las apañan para hacerse con unas cervezas en el súper, o en la tienda del barrio, o en el frigorífico de sus mayores, y siempre hay alguno, el más descarriado, que se agencia un porrete del hermano mayor y lo enciende entre el corrillo para que unos activos, y otros pasivos, aspiren el humo y se descojonen de la risa. 

Y así, con la tontería del alcohol y la maría, los chavales y las chavalas se miran, se rozan, se interrogan con la mirada. ¿Te gusto? ¿Te enrollas? Somos jóvenes y guapos; libres y ligeros. Qué sabemos nosotros de la enfermedad y de la muerte. Del trabajo y del destino. De la depresión y del ansiolítico. Si te gusto -y tú me gustas mucho, baby- no sé qué hacemos a la distancia de un brazo, separados y medio gilipollas. Bésame, tonto, o tonta, que yo ya te voy acariciando...

     Eso sí: aquí, en el villorrio, son pocos los que tienen coche para llevar detrás a los amigos, o a la novia convencida. Pero nuestros chavales sienten las mismas ganas de rular, de dar vueltas sin sentido, en busca del amiguete, de la gachí, de la anécdota que contar, y para ello se curran la moto, la bici, el autobús urbano. La zapatilla de deporte, incluso. Vienen y van toda la tarde, como en la película de Linklater, buscándose y rehuyéndose, haciendo círculos como bandadas de pájaros. Y así, posándose poco a poco cuando llega la noche, copan los parques que horas antes ocupaban los ancianos y las palomas. Algunas parejas, incluso, que han madurado antes, o han tenido más suerte en su corta vida, se aventuran por los montes más cercanos, y allí, en la revuelta más escondida, con vistas a la civilización, pillan cacho mientras se ríen de los compañeros del insti que todavía no follan: del friki, de la fea, del tolai, que a esas horas deambulan por los garitos más permisivos con la edad preguntándose si todas las noches de su vida van a ser iguales que ésa, tan promisorias al principio, y tan decepcionantes al final.


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Bernie

🌟🌟🌟

Cuando supimos que los hermanos Coen habían ambientado No es país para viejos en Texas, nosotros, sus adoradores, celebramos por anticipado otro Fargo situado más al sur, allá donde los cactus y los secarrales. Un capítulo especial de Los Simpson con Cletus y su familia, ejerciendo de protagonistas. Los Coen, sin embargo, optaron por hacer una película negra, enredosa, muy alejada de las nieves de Minnesota. 

       Cuatro años después, Richard Linklater se trajo las cámaras a Texas para rodar Bernie, una tragicomedia que bien podrían haber firmado los Coen. El asesinato es una cosa muy seria, y más si se trata de un crimen real, perpetrado en la década de los noventa. Pero hay formas de abordarlo que siendo respetuosas te arrancan la sonrisa malvada, y hacen que su relato no sea un telefilm plano de Antena 3, con sus buenazos de mazapán y sus malosos de pacotilla. Con su intriga de músicas chirriantes y su verborrea judicial de abogados y fiscales. Linklater encomienda su suerte al formato mockumentary, tan de moda en estos tiempos, mezclando lo real con lo ficticio en una sopa indistinguible de comedia negra y realidad macabra. Los verdaderos protagonistas de Bernie no son sus actores principales, que lo bordan, sino las gentes del pueblo que aportan sus testimonios. Una especie de Texas Directo en el que nunca sabes si tratas con un actor o con una persona real. Gentes llanas, por decirlo respetuosamente, que opinan del crimen a su aire, sin prejuicios, pasándose las leyes por el forro del pantalón tejano. Un patio de verduleras donde se opina con las tripas, según la simpatía o la antipatía del personal. Casi un trocito de nuestra reseca España, como si no hubiésemos dejado el taxi con la Cope y el bar con la baraja. La maruja con la bolsa de la compra y el jubilado con el palillo entre los dientes. España y Texas, tan cerca y tan lejos. 






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Mud

🌟🌟

Mud es una película tan bien hecha y al mismo tiempo tan estúpida, con unos actores tan espléndidos representando a personajes tan inverosímiles e inefables, que uno, sorprendido en mitad de su propia perplejidad, seducido y distante a partes iguales, no atina a escribir nada fructífero sobre ella. Que sean otros los que iluminen a mis defraudados lectores. Ya dejé advertido que este diario no es un compendio de críticas de cine, sino el hilo conductor de mis propias verborreas, a veces sobre el cine, a veces sobre la vida, y que en ocasiones se seca como los manantiales en el verano. Películas como Mud nunca sabría si recomendarlas o si fingir que no las he visto. Me dejan la lengua paralizada, y el pensamiento atorado.




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Dallas Buyers Club

🌟🌟🌟

No veo a Dios, por ninguna parte, sujetando a Matthew McConaughey en sus escenas de Dallas Buyers Club, que parece que se lo va a llevar una brisa de lo delgado que se quedó. Tampoco veo al Altísimo moldeando sus expresiones faciales, ni le veo manipulando sus cuerdas vocales para producir esa voz a medio camino del poeta y del borracho. No veo el aura, el brillo, el triángulo entrometido, en ningún fotograma de la película. Sólo veo a un actor de talento descomunal sacando a flote un drama  reiterativo y aburrido. Sólo veo al hombre, y no al feligrés. Intuyo que Dios, como mucho, le protegió de los accidentes, de los resfriados, de los imprevistos del rodaje, aunque de esas tareas suelen ocuparse los ángeles de la guarda, que son como los vigilantes de seguridad en la Gran Empresa del Cielo. 

    Pero Matthew McConaughey, cuando recibió su Oscar y dio las gracias al Altísimo, no se refería a eso. Él hablaba de una relación estrecha con el Creador, de una amistad personal, de unas gratificaciones que se le debían por el esfuerzo profesional o algo parecido. Quizá su Amigo no estuvo en el rodaje, indicándole el camino correcto, pero sí en las mentes de los académicos cuando depositaron el voto, obnubilándoles por segundos, susurrándoles una sugerencia divina que arraigó en sus voluntades. No sé qué pensarán de todo esto sus rivales en el premio, a los que también protegieron los ángeles de la guarda, porque llegaron sanos y salvos a la ceremonia de entrega, pero que no encontraron la ayuda del susurro definitivo, del beneplácito decisivo de quien prefería al actor que encarnaba al enfermo y luchador Ron Woodroof. A poco racionalistas que sean, los perdedores de la gala pensarán lo mismo que pensamos nosotros: que si eres buen actor, interpretas a un enfermo de sida y te dejas treinta kilos de grasa en el empeño, tienes todas las opciones de ganar. Y que lo divino no pinta nada en todo esto.




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Magic Mike

🌟🌟🌟

Hace cuatro años que Steven Soderbergh retrató la vida cotidiana de una prostituta de lujo en The girlfriend experience: película modesta, cortísima, sin apenas recorrido, que en este blog perdido en la galaxia sí recibió sonoros aplausos. Sasha Grey, ahora reconvertida en actriz seria, bordaba su papel de mujer vestida, y sin una polla clavada en la boca y otra en el ojete, Sasha salía en pantalla de lo más natural y convincente. Una gran actriz, después de todo. 

Ahora, en Magic Mike, en el reverso masculino del morbo, Soderbergh nos cuenta las andanzas de un striper que menea el rabo en un local nocturno de Florida. El actor en cuestión es Channing Tatum, ídolo de las mujeres y de los homosexuales que se pirran por los cuerpazos esculpidos. Para el heterosexual que esto escribe, Magic Mike es el recordatorio hiriente de que hace muchos años abandoné mi cuerpo para dedicarme al cultivo del alma. Contemplo esos músculos del señor Tatum que se contonean ante las mujeres, y no puedo evitar, de reojo, con algo de asco, echar una mirada a esa barriga donde reposo el plato de la cena, a esa pantorrilla extendida sobre el puff que ya es más lípida que proteica. A ese dibujo de mi cuerpo que es en general curvilíneo y flácido, como un muñeco de Michelín que no hubiese pegado una carrera en su puta vida. Ningún extraterrestre recién llegado a la Tierra apostaría cuatro euros galácticos a que Channing Tatum y yo pertenecemos a la misma especie animal.

Al terminar de ver Magic Mike -como si uno viajara a la dimensión oscura de lo masculino, donde habitan los tipos fofos y decadentes, encuentro en Canal + a Louis C. K. monologando sobre los achaques que le asaltan a sus cuarenta y cinco años:

"Y otra cosa sobre mi edad. Pongamos que estoy sentado en cualquier lado, algo que..., ja, ja. Me encanta estar sentado. Prefiero estar sentado sin hacer nada que estar de pie follando. Es muchísimo mejor que correrse. Muchísimo mejor. A mi edad, si estoy sentado, y alguien me pide que me levante y que vaya a otra habitación, primero me tiene que dar toda la información. Tiene que explicarme todo el rollo: "¿Cómo? ¿Por qué? No, pero ¿por qué?" "¡La grúa se te lleva el coche!" "Pues será mi destino". Porque levantarse es todo un tema. Antes debo decidir si de verdad quiero seguir vivo. Empecemos por ahí".




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