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Oppenheimer

🌟🌟🌟🌟

Una novia que tuve le llamaba “Openauer”; un amigo de por aquí “Openjamer”. Escuchándoles me acordaba de Chiquito de la Calzada cuando decía aquello de “gromenauer” en lugar del número tres. Gromenauer, peich, guan... y la bomba del proyecto Trinity explotó en Nuevo México después de los dolores. 

Y no fue un fistro, la verdad, porque no incendió la atmósfera como pronosticaban algunos cálculos, pero sí que incendió el mundo guerrero hasta entonces conocido. Las armas termonucleares dieron paso, curiosamente, a la Guerra Fría, que subcontrató la guerra convencional entre los pobres del Tercer Mundo. 

Yo, por supuesto, aunque voy de listo, tampoco pronuncio bien el apellido de Mr. Robert, porque digo “OpenJaimeR”, como un garrulo, con jota de jamón en lugar de hache aspirada y con erre de roedor en vez de dejarla casi sin pronunciar, como si se la llevara el viento del desierto. Los ignorantes podríamos llamarle “Oppie”, u “Oppy”, como hacen en la película, y así no hacer el ridículo con nuestro inglés del parvulario. Pero el diminutivo de Oppenheimer quedaba solo para los amigos y para los seres queridos, y nosotros no somos ni lo uno ni lo otro: solo espectadores de la película que le aborda. También le llamaban “Oppie” los belicistas que durante algún tiempo le confundieron con un héroe de guerra: Robert Matajapos, le decían, como aquí tuvimos a Santiago Matamoros y dentro de nada a Santiago Matarrojos.

Curiosamente, la película de Nolan -grandiosa, sí, pero siempre con ese “toque Nolan” de “podría hacerla más sencilla pero os jodéis”- se centra más en el Oppenheimer rojo que en el Oppenheimer científico. Digamos que O(N)= 2a+R2+Fc, donde O(N) es Oppy según Nolan, 2a sus dos amores oficiales, R su rojerío problemático y Fc la física cuántica de la que fue evangelista en Estados Unidos. Ese es más o menos el peso atómico de cada elemento en la película. La ecuación que trata de resolver el misterio insondable escondido bajo un sombrero.




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Air

🌟🌟🌟🌟 


Como tenía mucho sueño no llegué a ver el final de los títulos de crédito. Pero quiero creer, porque Matt Damon y Ben Affleck son chicos muy majos, que ningún niño del Sureste Asiático fue maltratado en el rodaje de esta película. Es un consuelo que la película esté en sus manos y no en el ex CEO de Nike al que aquí tanto glorifican. Porque si de él hubiera dependido, habría puesto a los chavales a pulir lentes o a pintar publicidades a cambio de cuatro centavos y una palmadita en la espalda. Lo mismo que les paga por la manufactura de las Air Jordan, quiero decir. Menudo es, el tal Phil Knight, cuando se trata de obtener beneficios. 

Aquí, en cambio, nos lo ponen de filántropo achuchable porque habrá puesto muchas pelas para financiar el proyecto. “Air” es una película, pero también es un blanqueamiento de su ojete ya octogenario. Una master class para dermatólogos y esteticistas.  Leo en internet que tales blanqueamientos se hacen empleado cremas y rayos láser de las galaxias, pero aquí lo hacen a puro lengüetazo, al método tradicional, como corresponde a unos vasallos que sirven bien a su señor. 

“Air” cuenta la historia de cómo Nike convenció a la madre de Michael Jordan para que su hijo firmara por ellos y no por Adidas, que ya tenía al jugador casi atado cuando salió elegido en el draft. “Air” es entretenida, molona, puro vintage para los cincuentones que vivimos todo aquello mientras jugábamos al baloncesto en el colegio. A mí, la verdad, las Air Jordan me daban exactamente igual, pero para otros se convirtieron en un objeto de adoración al que atribuían propiedades mágicas de suspensión en el aire. Al final daba igual llevarlas que no: el que era bueno era bueno y el que no seguía lanzando unos tiros lamentables. Pero eso sí: las niñas se pirraban por unos pinreles bien envueltos en el producto. 

Yo nunca las quise. El comisario político de León nos lo tenía prohibido a los niños comunistas. Pero es que además mis padres nunca me las hubieran comprado: costaban un cojón de mico y medio huevo de pato. Yo siempre llevé las "Paredes Street", que era como llamábamos a las Paredes baratas en la clase turista de nuestros vuelos.




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El último duelo

🌟🌟🌟🌟


Ben Affleck y Matt Damon han escrito una historia sobre el MeToo pero sin el MeToo, ambientándola en Francia, en el siglo XIV, donde cualquier ordenador hubiera sido confundido con la magia, y cualquier hombre decente -al parecer- con un ángel del Señor, o con un alienígena inconcebible.

Me pregunto, de pronto, qué pensarían los hombres medievales sobre la vida en otros mundos, porque lo que pensaban sobre las mujeres parece bastante claro: un puro concepto ganadero. Mujeres para aparearse, hijas para extender linajes, incubadoras andantes ceñidas con corsés. Apenas vacas erguidas, o bípedas lecheras. Un Afganistán moderno pero sin burkas en los rostros y sin metralletas en los combates. Todo a puro cojón y a pura espada, gritándose a la cara las maldiciones.

Los hombres de la película son todos deleznables y asquerosos, y en eso “El último duelo” no escapa del nuevo anticiclón que nos ilumina. En el mapa de las isóbatas continúan los vientos justicieros, o vengativos, o simplemente pendulares. Ahora toca esto como antes tocaba lo otro: la mujer pérfida y doble, inútil o llorona.  En el mainstream de las plataformas ahora toca que el hombre sea un neandertal sin corazón -pobres neandertales-, un cejijunto sentimental, un castrado de la empatía. Un macho pirulo. Un lerdo. Un amasijo testosterónico que nunca sabe dónde le comienza el pito y dónde le termina la  cabeza. “Un violador en potencia”, y a veces en acto, como dijo aquella secretaria de Estado del no sé qué, pasándose cuatro pueblos y tres veranos en la costa. Ya digo que los winds are changing de cojones, como cantaban los Scorpions.

¿El rey de Francia?: un sádico con pocas luces; ¿el marido de Marguerite?: un gañán que nada sabe de orgasmos clitorianos; ¿el violador?: pues eso, un violador; ¿el padre de Marguerite?: pues eso, un ganadero; ¿el conde-duque de Normandía?: un rijoso nepotista; ¿el representante de la Iglesia?: un imbécil confundido por el latín. No se salva nadie. Al final muere uno, pero merecerían morir todos. Supongo. Un gran auto sacramental de hombres medievales y algo menguados. Dan ganas de renegar y de cortarse la picha. Bueno, tanto no...





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Cuestión de sangre

🌟🌟🌟


Si lo primero que hizo el Dioni a llegar a Río fue brindar con el espejo y decir qué tío, nuestro amigo Matt, al llegar a Marsella, lo primero que hizo fue dejar las maletas y reunirse con ella.

Pero ella no es la amante francesa, ni la espía internacional, sino su hija, la desgraciada Allison, en versión muy libre de las desventuras reales de Amanda Knox. La hija de Matt lleva cinco años encerrada por un asesinato que al parecer no cometió, y en eso, ya que estamos en Marsella, es como Edmundo Dantés en El conde de Montecristo, sólo que Allison está encerrada en tierra firme y Edmundo lo estaba en el islote de If, tan lejos y tan cerca.

Matt es el padre coraje, el americano impasible, el hombretón curtido en las plataformas petrolíferas que ha desembarcado en Francia para demostrar que una chica de Oklahoma no puede ser culpable de nada, y menos en Europa, donde pagan con euros, juegan al soccer y no hay machos que le aguanten una pelea a no ser que se junten unos cuantos, y le acorralen como hienas. A ratos no parece Matt Damon, el padrazo, sino Jason Bourne, el agente redivivo. Otras veces, aunque la película no la dirija M. Night Shyamalan, yo creo que en realidad su personaje está muerto, y que es su espíritu el que visita a su hija, y pelea con los abogados, y ronda las calles buscando al verdadero asesino. Porque al igual que Bruce Willis en “El sexto sentido”, Matt jamás se apea la gorra, ni las gafas de sol, ni la cazadora de americano, en la que quizá lleva dos pistolas sin acordarse de que Marsella, Francia, no es lo mismo que París, Texas, y que aquí las pistolas sólo las pueden llevar los policías, y los diputados de VOX, al otro lado de la frontera.

Sí, bueno, estoy un poco de coña, porque la película es un poco tonta, entretenida y prescindible al mismo tiempo. Menos mal que sale una actriz muy bella que es descendiente directa de Cyrano de Bergerac -por lo de nariz, digo- pero que pinta los interludios con un extraño magnetismo, prendada del gran héroe americano pero al mismo tiempo sabedora de que todos los hombres, americanos o franceses, españoles o pedáneos, cuando se detienen a pensar dejan una cagada, como los patos.





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Infiltrados

🌟🌟🌟🌟


Siempre he pensado que en nuestro colegio también hay un infiltrado, o una infiltrada, tomando nota de nuestros desaciertos y nuestros descarriles. Alguien que trabaja en la sombra para la Dirección Provincial, o para la Consejería de Educación, o quizá, directamente, para el Ministerio de Madrid, apuntando en un documento secretísimo los permisos excesivos, los desatinos didácticos, las cosas que se dicen en la sala de profesores cuando uno se desata la corbata, o una se suelta la sandalia, y entre el café y las pastas Cuétara se da rienda suelta al hartazgo o a la desilusión.

Según mi teoría, en todos los centros existe un maestro -o maestra, o maestre, joder con la neolengua- que pertenece a un cuerpo secreto de soplones que serían nuestros Asuntos Internos de las películas americanas. Diplomados en Magisterio que un día fueron citados en el despacho de un mandamás y seducidos por el lado oscuro del chivatismo, y del sobresueldo. O quizá, simplemente, como Leonardo DiCaprio en la película, funcionarios entusiasmados con servir al sector público denunciando sus grietas, sus telarañas, sus aspectos mejorables, y sus pecadores de la pradera.

Lo sospecho, pero nunca he conseguido desenmascarar a nadie. Por el colegio -y ya llevo 22 años entre sus pasillos- ha pasado gente que estaba obviamente sobrecualificada para estas labores, y que nadie entendía muy bien qué pintaba allí, pudiendo ganarse la vida en otros escalones más elevados de la pedagogía; y también, claro, gente obviamente subcualificada, inútiles de llevarse uno las manos a la cabeza, e inútilas de pensar uno mismo qué pinto en este barco. Gente desubicada, fuera de contexto, que sin embargo, por ser tan evidente su extravagancia, no tienen pinta de ser los topos que yo busco. Creo, más bien, que el infiltrado, o la infiltrada, es alguien del montón, funcionario de carrera, establecido, acomodaticio y cumplidor, sin muchas luces ni demasiadas sombras, el docente gris  de toda la vida. Alguien que no destaca, pero que tampoco hace el ridículo, ni avergüenza a la profesión. Alguien, no sé, como yo.





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Salvar al soldado Ryan

🌟🌟🌟🌟🌟


La gran suerte de mi generación es no haber tenido que desembarcar nunca en Normandía, o en Alhucemas, a seguir la Reconquista. Por muy mal que vayan las cosas -la crisis económica, el coronavirus, el desamor, la Ayuso o la falta de gol de Vinicius- creo que al menos ya me he librado de la guerra. A punto de cumplir cincuenta años, y con el poco running que practico, no creo que me reclutasen para subir a una barcaza de desembarco a primera hora de la mañana, cargado con el fusil y con el petate, y jugarme el pellejo ante una ametralladora marroquí por defender los intereses de la burguesía: un caladero de pesca, o un yacimiento de fosfatos. O el orgullo patrimonial de un Borbón desalmado. Ahora la burguesía -eso hay que agradecérselo- solventa sus ambiciones engañando a los electores. Las revoluciones proletarias, que los acojonaban, hace tiempo que quedaron desactivadas.

En caso de guerra me destinarían a la retaguardia, a hacer no sé qué, la verdad, porque fuera de mi oficio soy como un pez fuera del agua. Pero me libraría sin duda de la escabechina del frente: de la toma de la playa, de la conquista del pueblo, del asalto al nido de ametralladoras.... Es terrible ver Salvar al soldado Ryan y pensar que si uno hubiera nacido en Iowa hace un siglo, estaría ahí, con el capitán Miller, pensando que voy a morir al siguiente segundo, o al siguiente, paralizado por el terror, cagado en los pantalones, llorando como un niño... No es poco esto que digo. Damos por descontada esta vida no-beligerante que llevamos, alejada de cualquier hazaña bélica que no sea la isla de Perejil -que ni como broma tuvo puta la gracia. A pesar de todo lo que nos quejamos, disfrutamos una vida feliz que sólo conoce la guerra por las películas, o por la televisión. Pero hace sólo dos generaciones, la guerra era lo habitual, y todos los jóvenes se curtían peleando en una trinchera. Era su ritual de entrada en la adultez, como ahora lo es apuntarse a la lista del paro. O se curtían, o caían muertos en la batalla. Una de dos. Así salieron, los supervivientes, hechos de piedra, resistentes a la helada y a la canícula, impertérritos ante la majadería.

He hablado de mí, pero no de la generación de mi hijo. Él ahora tiene 21 años. Tiene la edad de estos pipiolos que desembarcaron en Omaha, o cayeron en paracaídas con la 101 Aerotransportada. En la tele, hay un fascista con barba de chivo que todos los días habla de la bandera, de la patria, del orgullo de ser de aquí y no del otro lado del mar. En sus ojos de lunático veo el sueño renovado de hazañas imperiales. Me da miedo de verdad.



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Contagio

🌟🌟🌟🌟


Estaba todo ahí, en Contagio, la película de Steven Soderbergh del año 2011: la tala del bosque, el murciélago espantado, la conexión entre especies que hasta entonces vivían separadas por la selva -como Yahvé, muy sabiamente, dispuso en la Creación- y que al entrecruzarse producen un monstruo de cuatro genes que se bastan para ensamblar una máquina perfecta de matar.

Si yo fuera un conspiranoico de ultraderecha, un terraplanista del coronavirus, o, simplemente, un merluzo sin formación, no iría a la casa de Bill Gates a pedirle explicaciones, ni a la mansión de George Soros. Ni a la casa del Coletas, por supuesto, en Galapagar, a insultar a sus niños para hacer un poco de risa en la TDT de los fachas. Yo llamaría a Información, pediría el número de teléfono del señor Soderbergh, y le preguntaría por qué nueve años antes de que llegara el coronavirus él ya contó esta historia punto por punto, casi calcada, si no fuera porque el virus de su película -por aquello del efecto dramático, y de dejar acongojado al espectador- es mucho más mortífero que el nuestro. Casi un ébola como aquel que nos pasó rozando... Un virus peliculero con el mismo nivel destructivo que el virus de la estupidez, que todavía no conoce vacuna, y causa, indirectamente, anualmente, por toda la geografía del mundo, muchos más muertos que los que provoca la guerra o la enfermedad.

Les preguntaría, a Soderbergh y a su guionista, si yo todavía no supiera que esto del COVID ya estaba anunciado en las antiguas escrituras del SARS, quiénes fueron los virólogos masones que hace una década les asesoraron para contar que el virus nacería en Extremo Oriente, se propagaría exponencialmente, sembraría el caos en pocas semanas, confinaría a la gente en sus casas y dispararía el chismorreo de que esto en realidad es un truco de las farmacéuticas, que primero tiraron la piedra para luego poner el remedio. Como Jackie Coogan y Chaplin en “El chico”, que primero iba el crío rompiendo los cristales y luego su padre arreglándolos.

Si yo hubiera visto Contagio desde el otro lado de la realidad, hoy estaría ladrando en los foros de los amiguetes con un crespón negro en mi banderita española.



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Elysium

🌟🌟🌟

Es una pena, esto de haber hecho voto cartujo para el asunto político, porque Elysium me daba para escribir un discurso bolchevique sobre la lucha de clases, que ni en el siglo XXII, al parecer, va a conocer el descanso. Todo lo contrario…

Me lo ponían a huevo, Neill Blomkamp y sus secuaces, con esto de la Ciudad en las Estrellas construida para los ricos, mientras que abajo, en la Tierra, la chusma se da de navajazos para sobrevivir entre la contaminación y la superpoblación. Qué parábola más cojonuda, la de Elysium… Menuda metáfora que estoy desaprovechando para sacar de paseo a la momia de Lenin, ahora que además sabemos que la Ayuso vive en una suite de lujo muy por encima de la mugre, una Elysium de las alturas de Madrid, que te la imaginas, a doña Isabel, al lado de Jodie Foster en la película, cogestionando la seguridad del Paraíso y poniendo caras de asco cada vez que un pobre quiere pasar a saludarlas, y no desentona para nada, la jodía, que tal vez estamos perdiendo a una política seria pero estamos ganando a la próxima Penélope Cruz del star system.



    Pero no… ¡Basta! Para una vez en mi vida que hago voto de silencio -ya que no puedo hacerlo de castidad, ni  de frigorífico bajo en calorías -, no quiero romperlo a los pocos días de la ceremonia. Así que prefiero contar -como siempre que me escaqueo del opinar- una anécdota personal, de una vez que estuve en un sitio muy parecido a Elysium. Un club de golf en la isla de Mallorca, al que yo jamás me hubiera acercado ni a un kilómetro de distancia -por si disparaban, o te electrocutabas en la valla- pero al que fui arrastrado por el entusiasmo aventurero de mi hermana, que dijo estar bien informada de que allí, en su terraza, hasta las ocho de la tarde, cualquiera que fuera vestido dignamente podía tomarse una cerveza sin ser expulsado por un ángel flamígero.

    Y era cierto... Llegamos, nos sentamos, pedimos unas cervezas bien frías y un ángel rubio que allí habitaba nos las sirvió con una sonrisa perfecta, inmaculada, sin asomo de ironía o de perplejidad. Fue la primera vez -y de momento la única- que me sentí uno de ellos. Un ricachón más. Un golfista más. Casi me dieron ganas hasta de sacar el carnet de conducir, sólo para comprarme un Mercedes o un Ferrari en el concesionario de los alemanes…

    Desde la terracita se les veía allá abajo, a los ricos, pateando los greenes y los rafts, y por un rato me sentí su camarada, su compañero de lucha contra el obrero. Tardé un rato en relajarme, en olvidar mi complejo de polizón en un yate, pero cuando al fin reposé la espalda, estiré las piernas y tomé confianza para mirar el infinito, sentí, de pronto, como transfigurado por el lado oscuro de la Fuerza, que si yo fuera rico, si yo viviera en Elysium, prohibiría la entrada en mi club a unos Rodríguez cualquiera de la vida como nosotros. Quizá, después de todo, es una suerte que yo haya vivido siempre en el lado cutre de la vida.



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Le Mans '66

🌟🌟🌟

Como esto del confinamiento va para largo, y además creo que he pillado el virus de la tontuna, he desperdiciado la tarde con otra película que ni me va ni me viene, como la de ayer de Los Vengadores. Le Mans ’66 es una película de coches de carreras, viejunos, del año 66 precisamente, pero que corrían casi tanto como los de ahora, o incluso más. Se ve, por lo que cuentan en la peli, que aquellos tipos iban como locos, a velocidades de vértigo, matándose por las curvas, en coches que pesaban cada vez menos y aceleraban cada vez más. Y que en esto, para poner freno, y salvar vidas, la tecnología del automóvil ha ido involucionando para poder evolucionar, y ha bajado las revoluciones del motor para que ahora, en el año 2020, los coches no anden ya por los 400 kms/h o más, como aviones a punto de despegar de la pista.



    Uno, la verdad, ha visto Le Mans ’66 rascándose la cabeza como un primate que no entiende nada, curioso y fascinado, eso sí, pero sin llegar a comprender la entraña del asunto -más allá de que los americanos siempre ganan cuando se lo proponen, claro, y sólo pierden cuando les da la gana, o cuando deciden no presentarse, porque están a cosas más importantes. Pero nada más. En lo puramente automovilístico, que es lo que aquí se explicotea, yo ando más bien pez, y pez en tierra además, porque de coches, lo confieso, sólo sé que tienen cuatro ruedas, que llevan gente dentro, y que en el maletero caben varios paquetes de papel higiénico del Mercadona. Y esto según los modelos, claro, porque los coches baratos tienen maleteros pequeños, los coches caros incrementan su capacidad, y luego, curiosamente, cuando llegas a las gamas más altas, que son los coches deportivos como los de la peli, los maleteros vuelven a hacerse más pequeños, casi residuales, como si el yupi o la ricachona de turno presumieran de “yo no lo necesito, mi criado hace las compras por mí…”.

    Y poco más, por mi parte, de sabidurías automovilísticas: que unos coches van con gasolina, y otros con gasóleo, y que unos contaminan menos, pero corren más, o viceversa, o qué se yo... Los coches no son lo mío, definitivamente. Nunca tuve, ni de niño, ni de mayor, y cuando los hombres de verdad se ponen a hablar de sus autos, o de la Fórmula 1, o de la carrera NASCAR de Rayo McQueen, yo, avergonzado, en el bar, miro el periódico distraídamente, esperando que se les acabe la gasofa.



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El indomable Will Hunting


🌟🌟🌟🌟

Ningún recuerdo es del todo fidedigno. Lo enseñan en las facultades de Psicología, y cualquier ciudadano honesto puede comprobarlo en su cotidiano recordar. Sólo un segundo después de ver y escuchar, nuestro yo, que es el guardián en la puerta, ya está poniendo filtros, subrayando lo interesado, difuminando lo que nos deja en mal lugar… Nuestro cerebro es un censor que recorta los recuerdos con las tijeras; un pintor que los retoca con pinceladas o brochazos; un segurata que revisa la maleta para que nada peligroso traspase la frontera. Esa memoria incuestionable que decimos conservar como si fuera una foto o un vídeo en el teléfono móvil, siempre es una reconstrucción, una obra de arte, una versión inspirada por nuestra subjetividad. Una película montada a nuestro gusto para que la vida nos sea más digerible, y nuestro yo no sufra demasiado con las contradicciones. La memoria nos ayuda, pero nos traiciona. Nos preserva, pero nos convierte en mentirosos. O en mentirosillos, al menos.



    Y si esto ocurre con nuestras vivencias personales, en las que siempre somos el actor principal y omnipresente, qué decir de los recuerdos que guardamos de las historias que nos cuentan, o de los libros que leímos hace tanto, o de las películas que vimos en la otra vida de la juventud. Pensaba en estas cosas mientras veía el final de El indomable Will Hunting, que es una película que no figuraba en mis retrospectivas, pero que una persona muy querida me recomendó con una convicción de esas que no se pueden rechazar. Todos recordamos al personaje entrañable de Robin Williams, el psiquiatra que se pone a la altura barriobajera de Will Hunting para demostrarle que él, en su consulta, es el puto amo, el jefe de la banda, el macho dominante que puede molerte a hostias… Durante veintidós años hemos pensado que era él finalmente quien ayudaba a Will, a salir del pozo, a encauzar su vida de estudiante superdotado. Y es cierto, sí, pero sólo a medias. Porque Will, aunque entra al buen rollo, y se repantinga en el sofá de la consulta, en realidad desconfía de su psicólogo, recela, da vueltas en círculo, y sólo cuando su amigo de toda la vida le canta las cuarenta, y le reprocha estar a su lado desperdiciando su talento y su futuro, en la cabeza de Will se encenderá esa bombilla de lucidez que faltaba en su brillante repertorio.



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Interstellar

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¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir gravedad cuántica? Así rezaba el título original de la película, con el que se trabajó durante el rodaje e incluso en las primeras fases de la postproducción. Pero a última hora, tal vez para ganarse al público que no entiende los libros de Stephen Hawking, o que podía confundirla con una película francesa sobre la gravedad existencial, Christopher Nolan decidió titular a su película Interstellar, que anticipa aventuras en el espacio, y exploraciones entre galaxias. Y haberlas haylas, desde luego, y muy lejanas, arriesgadísimas, con la nave Endurance visitando planetas improbables y bordeando agujeros negros para ganar impulso y ahorrar combustible. Pero es un título que tiene algo de engañoso, porque la película no habla realmente sobre el futuro extraplanetario de la humanidad, ni quiere ser una parábola sobre nuestro destino como especie, con esos guiños hiperespaciales a las desventuras del astronauta Bowman en 2001. El tema nuclear de Interstellar es el amor que une a los padres con los hijos, un vínculo que uno, que también es padre, pero que asumió hace tiempo los postulados del materialismo dialéctico, siempre ha tenido por estrictamente biológico, genético, aunque adopte formas muy elevadas y nos arranque las tripas con sentimientos inaprensibles de pena o de alegría.



    Interstellar es, en estas filosofías, una película dubitativa. El personaje de Anne Hathaway, arrebatada en un trance mayúsculo, afirma que el amor es un sentimiento que traspasa las dimensiones del espacio y del tiempo, como dando a entender que es algo metafísico que no está hecho de protones, ni de energía, algo que no guarda relación con la física de los ateos recalcitrantes. En esto la película se pone del lado de la teorías espirituales y contenta más o menos a la mitad de la platea. Pero luego, en otro diálogo, la película hace como que recula, como que se arrepiente, y lanza la teoría de que el amor, como fuerza atractiva que es, puede ser una manifestación muy particular de la fuerza gravitatoria, que al parecer es la única de las conocidas que navega sin problema por las dimensiones que nos contienen y nos rodean. ¿Es el amor una interpretación cerebral de los gravitones que emite la persona amada? He ahí la peliaguda cuestión, que al final, por supuesto, queda sin responder.




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Downsizing

🌟🌟🌟

Los escandinavos nos han mostrado lo mejor de los tiempos modernos: el bienestar, la socialdemocracia, la mujer liberada de su yugo... El fin de la familia tradicional. Las suecas en bikini bronceándose en las playas. La rubia de ABBA y los goles de Zlatan. 

No es casual, por tanto, que en la ficción de Downsizing ellos sean los primeros en tomar la medida más eficaz para salvar al planeta: miniaturizarnos. Mientras inventamos las naves que nos lleven a Marte para dejarlo todo como un lodazal, ellos piensan que lo mejor es ir pasando desapercibidos. Como el increíble hombre menguante de aquella otra película, el que luchaba contra la araña armado de una aguja. La solución está en hacernos tan pequeños que una galleta María nos dure una semana completa. Que un vaso de agua nos baste para ducharnos. Que la mierda de todo un año quepa en una sola bolsa de basura. Sin operaciones, sin rayos catódicos, con una simple inyección que provoca un leve dolor de cabeza. Tecnología nórdica a su alcance.


  En las películas, los escandinavos así reducidos forman comunas New Age en los fiordos de sus geografías, y con una sola maceta de marihuana tienen para ir flipados el resto de la película. Hay algo de Vickie el Vikingo en esas casas de madera a orillas del mar. Pero los americanos, cuando saben del invento, prefieren sacar las calculadoras del bolsillo y buscar un beneficio empresarial. Ellos son así. Si los suecos se hacen pequeños para vivir en La Comarca de los Hobbits, los americanos lo hacen para instalarse en un campo de golf con mansiones a su alrededor. Como jubilarse en Florida, pero antes de tiempo, y sin tener que cotizar. 

    Pero claro: en toda utopía humana siempre hay alguien que limpia la mierda, que repasa el retrete, que maneja el mocho de la lejía. Y el ciclo de los ricos y de los pobres vuelve a empezar. Algunos se miniaturizaron con la esperanza de vivir como pachás y se encontraron sirviendo a los mismos tipos que servían en Grandelandia. Los americanos son incorregibles. Y me temo que el ser humano también. Un ejemplar reducido de El Capital ya empieza a venderse en las librerías clandestinas de Pequeciudad...



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Suburbicon

🌟🌟🌟

Después de ganar la II Guerra Mundial, el sueño americano de comprar una casa se fue pareciendo cada vez más al sueño colectivista que imaginaron los comunistas rusos o los nazis alemanes. Con la economía a todo trapo y las ayudas del gobierno puestas en marcha, los currantes americanos se compraron una casa en las afueras y un coche utilitario para ir y volver al trabajo o al centro comercial. Se instalaron en los suburbios para vivir en comunidades uniformes y bien avenidas. Todas las casas eran parecidas, y todos los céspedes tenían la misma extensión. La propaganda nazi que mostraba a rubísimos arios con su casa unifamiliar, su huerta propia y su Volkswagen aparcado en la puerta, no era muy diferente de los anuncios que poco después vendían casas en los parajes de Pensilvania o de Oklahoma. Los macartistas sospechaban con razón que todo aquello olía a europeísmo solapado. Quizá fue la única vez que acertaron en su diagnóstico. 


    Suburbicon empieza siendo un sueño inmobiliario y termina siendo una pesadilla asesina. Un guión de los hermanos Coen con aires muy coenianos, muy bestias, donde los seres humanos terminan sucumbiendo a sus pasiones sexuales y a sus pequeñas mezquindades. Lo habitual en los personajes que tienen la mala fortuna de pasar por sus películas. Bajo la urbanización intachable de Suburbicon discurren las cloacas por donde se evacúa la mierda. Y en paralelo, en un conducto muy fino camuflado entre las tuberías, discurre el deseo sexual que proviene de lo más profundo de la naturaleza, y que se cuela en algunas viviendas por la rejilla del aire acondicionado, como un gas de lujuria que viene a joder la pacífica armonía. 

Los vecinos de Suburbicon se ayudan, se regalan tartas, se cuidan los hijos los unos a los otros, como en kibutz israelí también de ideología colectivista, pero no pueden contener el deseo por otros maridos, o por otras mujeres. Es la carcoma que jode cualquier convivencia entre los seres humanos desde que el Neolítico nos arrejuntó para labrar la tierra y defenderla del invasor. Eso, y la envidia por las propiedades del vecino, que en Suburbicon no se produce debido a la monotonía inmobiliaria del paisaje.



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Jason Bourne

🌟🌟🌟

Según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, Jason Bourne debería ser una obra maestra porque ofrece exactamente lo que promete: Jason Bourne, el ex agente de la CIA que busca su pasado, cuatro hijos de puta en Langley que tratan de ocultárselo, y un sicario muy eficiente que lo persigue por varios escenarios del mundo -sañudo, concienzudo, hipervitaminado- hasta llegar a la pelea final. Si alguien buscaba otra fórmula, otro derrotero, iba dado con la experiencia. Las películas de Jason Bourne, sobre todo si las dirige Paul Greengrass, se hacen con un molde que es al mismo tiempo muy eficaz y muy previsible: tiros, hostias, persecuciones, montaje frenético, muertos que se lo buscan y muertos que pasaban por allí. Y entre medias, como en un contenido transversal que articula toda la saga, un poco de filosofía existencial sobre la naturaleza asesina o no del pobre Jason, que al parecer no quería ser asesino pero le metieron en el lío, esos mamones de sus compatriotas.


    Cuatro películas llevamos ya con el asunto y la duda no tiene pinta de resolverse. Jason dice que no, que él no es un matarife. Que entre uno que lo reclutó, uno que lo lió y otro que le lavó el cerebro con muy malas artes, él ha matado sin un afán verdadero de matar, y que quiere retirarse del oficio para vivir en una isla desierta. Los malos de cada película, sin embargo, que van cambiando de rostros a medida que Bourne se los va cargando,  sostienen que Jason es un asesino fetén, un verdadero "nasío pa matá", y que mejor haría en aceptar su naturaleza, volver al redil de la CIA y dejar de vagar por esos mundos, buscándose sin encontrarse. 

    Yo, la verdad, en este asunto de la identidad profunda de Bourne, estoy más de acuerdo con los malosos de Langley que con el héroe de la función, pero prefiero, por el bien de la saga, para que siga produciendo entretenimientos, que Bourne siga caminando por ahí como alma en pena, creyéndose un trozo de mazapán torturado. 



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True Grit (Valor de ley)

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La madurez es una cualidad del espíritu que viene otorgada por los genes.  Y lo demás son paparruchas. A quien Dios se la dé -la madurez- que San Pedro se la bendiga. Y a quien no, ajo y agua. No hay más. La madurez no se gana, no se alcanza, no se trabaja en el esfuerzo cotidiano de vivir. La mayoría pasamos por la vida sin que la madurez nos impregne, o nos eleve. Nos salen canas, nos surcan arrugas, se nos agrava la voz, pero la responsable de esto es la oxidación celular. Son signos de que pasan los años, pero no de que fructifiquen las edades. Eso que comúnmente llamamos madurez sólo es cálculo, artimaña de animal herido. Mansedumbre y estrategia. Conductas aprendidas que nos ayudan a sobrevivir, pero no impulsos naturales que obedezcan a un buen entender de las cosas, a una posición serena y decidida ante la adversidad. La madurez que exhibimos en el otoño de la edad sólo es cosmética y fingimiento. Por dentro seguimos siendo los mismos impulsivos de siempre, los mismos estúpidos, los mismos cobardes.

    Soy educador. Soy entrenador de fútbol. Tengo contacto frecuente con muchachos y muchachas, y más de una vez he encontrado a personajes tan sorprendentes como el de Mattie Ross en True Grit, esa chavala de ideas preclaras, de valores férreos, de intrepidez desarmante. Una mocosa que es capaz de desmontar los razonamientos varoniles, machorriles, de cualquier veterano del Far West. Yo he conocido jóvenes que demostraron más aplomo, más sabiduría, más perspectiva que uno mismo cuando venían mal dadas, y cuando se suponía que uno estaba allí para tutorar, o para conducir. Chavales y chavalas con el don de la frialdad, y del análisis certero. No es por aquí, señor, es por allá, y lecciones así. A su lado yo me sentía tuerto del ojo, como Jeff Bridges en True Grit, y corto de lengua, como el personaje de Matt Damon. Tan humillado, pero tan deslumbrado, que aprendí lecciones fundamentales sobre lo relativo de la edad, y sobre la confusión general que reina en estos asuntos. 

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El talento de Mr. Ripley

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El talento de Mr. Ripley es una película que tiene doble capa de lectura, como el mismo DVD que la contiene en mi estantería. La versión oficial echa mano del carácter enamoradizo de Tom Ripley, y de su visión tortuosa de la vida, para explicar los crímenes que va cometiendo por la bella Italia: el primero para descargar su frustración de amante despechado, y los siguientes para salvar su pellejo ante las pesquisas de los carabinieri.

    Para otros, sin embargo, Tom Ripley es un vengador de la clase obrera, un terrorista del proletariado que siembra el pánico entre las huestes de los millonarios. Ripley es un joven de incierto futuro, y de talento escaso, que por el azar de una mentira se descubre codeándose con los yanqui-pijos que viven en Italia a cuerpo de rey, como unos Borbones o unos Hohenzollern cualesquiera. Del pluriempleo lluvioso de Nueva York, Tom Ripley pasa en cuestión de días al ocio luminoso de la Campania, compartiendo playas con estos hedonistas indolentes que se gastan fortunas en coches deportivos y en barcos de vela para fondear en los puertos más lujosos. Ripley, que es bisexual, lo mismo se enamora de los rubios descamisados que de sus novias impactantes. Pero en el fondo de su corazón, más allá de la envidia incluso, siente un odio visceral por esa clase social. Ésa que derrocha el dinero a espuertas, que trata a los pobres como criados, como vacas productivas si trabajan para ellos o como bichos molestos si no obtienen beneficio de sus sufrimientos.

    "Lo cierto es que si has tenido dinero toda la vida, aunque lo desprecies como hacemos nosotros, sólo te sientes cómodo con otra gente que lo tenga y lo desprecie".

    Esta es la filosofía que anima a esta gentuza, la podredumbre del alma que Meredith Logue, la más egregia pija de la noche romana, le confiesa a Tom Ripley mientras descienden las escaleras de Piazza di Spagna, confundiéndole con un hombre de su estirpe. Tom asiente, y esboza una irónica sonrisa...


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The Martian

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Los hombres de La Pedanía, que es el pueblo donde yo vivo, nunca van a ver The Martian, la última película de Ridley Scott. Ellos nunca van al cine, ni tienen televisión de pago, ni entienden bien cómo funciona un DVD. Dentro de unos años, si acaso, cuando pasen la película después del No-Do  y de la información del tiempo, mis convecinos le echarán un vistazo distraído mientras apuran el vaso de vino y cortan el queso con la sirla de Albacete. Yo sé que les va a interesar mucho el tema de las patatas hidropónicas, porque aquí, en este villorrio, como en cualquier villorrio que se precie, que las patatas crezcan o no es el asunto sustancial de cada día. Lo que viene antes del cultivo de Matt Damon, y sobre todo lo que viene después, les va a aburrir soberanamente, y van a verlo con el volumen bajado, o con la atención puesta en otro sitio. 

Sí levantarán la ceja cuando Damon se ponga a cacharrear con los vehículos espaciales, porque ellos, hombres prácticos donde los haya, saben mucho de arreglar cualquier cosa, y de trastear mucho con sus tractores, aunque ellos siempre tengan la patata en mente, y no entiendan muy bien qué hace un tío con un casco en mitad del desierto, buscando artilugios sepultados bajo el polvo.


    Escribía Andrés Trapiello en sus diarios, de cuando iba a su finca extremeña y se topaba con la dura realidad del agro:

    “Yo no sé de dónde se habrán sacado eso de la sabiduría de los hombres de campo. Por uno sabio, se topa uno con cien brutos y desalmados. Sólo hay que observar la saña con que un hombre de campo mira crecer unas dalias, una rosa, todo lo que no dé patatas”.

    No diré yo tanto de mis vecinos, Dios me libre. Como yo no tengo tierras ni casa propia, nos saludamos amablemente sin que nuestras vidas tengan un punto de intersección, ni de conflicto. Trapiello, en el exabrupto, se desahogaba de un problema de lindes, o de unas obras en casa, y aprovechaba la escritura para quedarse descansado. Mi desencanto con los hombres de campo es más liviano que el suyo, pero más sostenido en el tiempo. Más decepcionante en realidad. Aquí no hay nadie para comentar una película como The Martian. Nadie con quien compartir el amor volcánico que Jessica Chastain sigue despertando en mis entrañas. Nadie, por supuesto, con quien recordar el sueño viajero de Carl Sagan, ni hacer memoria de las otras aventuras espaciales de Ridley Scott. Nadie a quien comentarle que The Martian, en esencia, tiene el mismo argumento, y el mismo brete moral, y el mismo actor rescatable, que Salvar al soldado Ryan. Aquí, en el villorrio, las únicas películas que se ven son las de vaqueros, y sólo si sale John Wayne en ellas. Vivo rodeado de gente, ahíto de comida, en un rincón ubérrimo del Noroeste. Pero vivo solo, muy solo. Me siento, en espíritu, como Matt Damon atrapado en Marte.




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Tierra prometida

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La versión española de Tierra prometida tiene lugar en un secarral donde los ingenieros de Repsol encuentran, en el subsuelo, una reserva de gas natural de la hostia. A Villaliebres de la Sierra llegaría un Matt Damon moreno, repeinado de gomina, un gilipollas de Nuevas Generaciones que realiza sus primeros trabajos de ejecutivo agresivo en la España neoliberal. ¿Su misión?: convencer a cuatro paletos de vender sus garbanzales  a cambio de un buen fajo de millones, para que las perforadoras de la empresa hagan  fracking y encuentren las reservas energéticas que nos librarán de la servidumbre de los moros. 

Esta película que yo imagino duraría poco más de diez minutos, justo lo que tardarían los parroquianos del bar en sellar el acuerdo con el ejecutivo, él con sus manos callosas de jugar al pádel y ellos con las zarpas brutales de sostener el azadón. Tal vez Nemesio o Belarmino pusieran algún reparo a la transacción, allá en la mesa donde dormitan la siesta, pero el pueblo unido les haría callar rápidamente. ¿Quién no iba a cambiar el páramo, el tractor, la casa de adobe, por los millones muy frescos que ofrece el chico sonriente de las gafas de sol ? ¿A quién coño le iba a importar un riesgo medioambiental en Villaliebres de la Sierra, si en cincuenta kilómetros a la redonda apenas queda gente? Y apenas liebres, además. No habría caso, ni película como tal. Ningún espectador iba a sentir pena cuando un escape de gas arruinara un paisaje ya arruinado de por sí.


Tierra prometida, en cambio, la película de Gus van Sant, dura dos horas y pico porque los paletos a los que Matt Damon y su compañera tratan de convencer viven en un idílico pueblo de las montañas de Pensilvania. Un rincón encantador donde todo es verde y la gente es joven y animosa. En mi hipotética Villaliebres ya no hay colegio, ni campo de fútbol, ni consulta de atención primaria. Los mismos correligionarios del ejecutivo agresivo se encargaron de arruinarlos con los recortes. Vivían por encima de sus posibilidades, les aseguraron en la última campaña electoral. En el pueblo de Pensilvania, en cambio, tienen un centro comercial, un pabellón deportivo, un colegio recién pintado.  En la película americana, aunque sea aburrida de narices, uno toma partido por los que no quieren vender sus posesiones, y la tensión dramática te va llevando hasta el final aunque bosteces. Hay un edén en juego. En el remake hispánico, cuando lo hagan, nos va a importar un pimiento el desenlace. Pero a lo mejor nos reímos más, quién sabe.




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Behind the Candelabra

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La época actual de la televisión es tan dorada, tan fructífera, tan inagotable en su talento, que ahora recalan allí los grandes genios del largometraje cuando no encuentran financiación. 

Steven Soderbergh ha recurrido a los dineros de la HBO para  rodar Behind the Candelabra, el excesivo biopic del pianista Liberace, reinona de Las Vegas que sustituía a sus amantes con la misma velocidad con la que tocaba el piano en los escenarios. En esta película mariconísima y torrencial, Michael Douglas y Matt Damon se acarician el torso desnudo, se besan cálidamente en la boca, fingen que se dan por el culo en camas barrocas mientras los caniches entran y salen del dormitorio. Behind the Candelabra es la eterna historia del amante y del amado, de quien lo pone todo en una relación y del que sólo juguetea y se mantiene a la espera de una mejor oportunidad. En el fondo un drama muy clásico, aunque decorado con el exceso perfumado de plumas y satenes. Un veneno para la taquilla, que se dice. Dos ídolos de las mujeres lacándose el pelo y amándose la carne con voz aflautada. Un peliculón que de momento, en nuestra machérrima piel de toro, sólo puede verse en la tele, y pasando por taquilla.




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Más allá de la vida

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Por la noche, en los canales de pago, pasan Más allá de la vida. Y la verdad sea dicha, por lo que había leído en las críticas, no esperaba gran cosa de ella. Cuando alguien empieza a contarme que la materia no lo es todo, y que más allá de la muerte viviremos sobre las nubes en estado de ingravidez, me pongo a la defensiva. Las historias de espíritus sólo las asumo en las películas de terror, o en las comedias. Si alguien -como en esta ocasión el irreconocible Clint Eastwood- pretende abordarlas en serio y darles canchilla pseudocientífica,  me convierto en un espectador beligerante si me pillan de mal jerol, o en uno desentendido, y pasota, si me cazan con la guardia baja.

He de confesar, sin embargo, que mi inicial desgana quedó aparcada nada más comenzar la película. Quien haya visto la archifamosa escena del tsunami entenderá lo que digo. Su impacto visual perdura muchos minutos en el recuerdo. Tantos, que cuando se van pasando sus efectos, descubres que ya llevas más de una hora aburriéndote con la historia del vidente en paro, del niño gemelo desolado y de la periodista francesa que se lanza a denunciar el contubernio masónico de los ateos. Ella, la actriz, es Cécile de France, una mujer veterana y treintaymuchera que nunca me había cruzado en los caminos de la cinefilia.  Un amor a primera vista, he de decir. De los sinceros. 

Más allá de la vida me ha servido, también, para resolver un misterio que llevaba meses atosigándome. Hay por estos andurriales una camarera bellísima que me recordaba, poderosamente, a una actriz famosa de la que anduve enamoriscado en tiempo reciente. Pero no daba con el nombre. Cada vez que le pedía un café con leche mi cerebro gritaba: “Te pareces a..., te pareces a...” Hoy, por fin, he caído en la cuenta. Ella era -¡oh traviesos dioses del olvido!- Bryce Dallas Howard. Pero de haber aparecido en Más allá de la vida con su cabello pelirrojo natural no hubiese resuelto el misterio. Ha sido su pelo moreno, inhabitual en ella, cortado a lo Uma Thurman en Pulp Fiction, el que finalmente me ha dado la clave. Mi camarera también lleva el pelo así, largo, moreno, cortado a escuadrazos. De ahí mi confusión. Uma Howard, o Bryce Thurman. Ese era mi galimatías indescifrable. El que ella siempre me servía junto al azucarillo...




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